Fernando Mires 23 de agosto de 2018
Las
coordenadas de tiempo varían a medida que se recorren los distintos espacios de
la revolución de 1989-1990. Mientras para los húngaros el año clave es 1956,
para los polacos es 1980, para los checoeslovacos no puede ser sino 1968,
cuando la hermosa primavera de Praga fue ennegracida por tanques invasores.
Pero mientras 1956 era en Hungría un punto de referencia, 1980 en Polonia un
punto culminante, 1968 debía ser en Checoeslovaquia un punto de partida.
Un
irónico punto de partida. Porque después que los tanques asolaban Praga, muchos
checoeslovacos pensaban que ese era el punto que ponía término a todos sus
sueños, la definición definitiva del bloque soviético como una fuerza militar
de carácter mundial dentro de la cual el destino de Checoeslovaquia parecía
estar sellado: zona de ocupación.
Por
cierto, mucho llegó a su fin en la Checoeslovaquia de 1968. Entre otras cosas,
el proyecto para construir un socialismo con rostro humano
Desde
1968 los checoeslovacos supieron definitivamente que el socialismo no podía
tener, por lo menos en su país, un rostro humano. Pero ese era también un punto
de partida. Porque desde ese momento también supieron que un cambio en el país
ya no podía tener un caracter intersocialista y que el camino de pacto o
díalogo con la Nomenklatura, a diferencias de lo que ocurría en Hungría y
Polonia, estaba cerrado para siempre. Esto significaba que las futuras luchas
debían darse en términos de confrontación abierta, lo que en cierto modo
clarificaba los términos. Desde ese punto de vista, la lucha contra el régimen
parecía más difícil; pero desde otro, quedaba demostrado que la Nomenklatura, a
diferencia con la de otros países socialistas, no tenía más fuerzas políticas
de reserva que ofrecer. Estas estaban agotadas. Se habían ido con Dubcek quien,
desde su nuevo cargo de jardinero en el que fue quizás más feliz que antes,
pasó a ser el símbolo de un pasado que cada vez era más leyenda.
La
entrada de los tanques rusos a Checoeslovaquia en 1968 fue desde el punto de
vista militar una obra maestra. Pero desde el político fue una catástrofe.
Entre otras cosas, le costaría a la URSS el resto de simpatía que tenía entre
los sectores democráticos de Occidente.
No hay
que olvidar que, mal que mal, todavía se mantenía la leyenda de la URSS
luchando a muerte contra el fascismo. En cierto modo la URSS pudo vender la
imágen de su invasión a Hungría como un acto antifacista, lo que tenía cierta
credibilidad a poco más de un decenio de la guerra mundial. Kruschev y sus
reformas habían despertado más de alguna esperanza al interior de las
izquierdas democráticas, y todavía se pensaba que Breschnev podría
continuarlas. Figuras tan respetadas como Sartre habían dado su voto de
confianza al comunismo soviético de post-guerra. Los propios seguidores de
Dubcek no creían en la posibilidad de una invasión. ¿No eran al fin y al cabo
ellos los mejores socialistas del país, los únicos en condiciones de garantizar
la adhesión política a la URSS? Por si fuera poco, los más importantes Partidos
Comunistas de Europa Occidental habían puesto toda su esperanza en Dubcek.
El PC
checoeslovaco representaba no solamente la utopía del “socialismo con rostro
humano”, además brindaba a la URSS la posibilidad para una desestalinización
radical en sus relaciones con su periferia. Parecía, efectivamente, haber
llegado el momento de la europeización del comunismo, en cuyo marco podrían
insertarse partidos como el italiano, el francés, el español. Por si fuera
poco, los bulliciosos jóvenes del 68 ya habían inscrito el nombre de Praga en
sus banderas.
Si la
URSS hubiése apoyado a Dubcek, podría incluso haber canalizado el potencial
energético de la juventud universitaria europea a su favor. Hoy, mirando en
perspectiva tales posibilidades, es posible pensar que si Breschnew y sus
consejeros hubiésen tenido un mínimo, no digamos de inteligencia, sino que de
sentido común, para evaluar la situación checoeslovaca, el fin del imperio
soviético no habría sido posible; por lo menos en la forma en que tuvo lugar.
Por último, hay que agregar que 1968 dió un impulso moral a la propia
disidencia soviética, como reconoció Andrew Sacharow en una entrevista (Le
Monde 19 de agosto de 1978). No hay que ser pues demasiado inteligente para
encontrar ciertas relaciones entre Praga de 1968 y Moscú de 1990.
El
propio fenómeno del eurocomunismo de los años sesenta no puede explicarse
totalmente sin la invasión a Praga. Y visto en perspectiva, el eurocomunismo,
aunque fracasó en sus respectivos países, fue uno de los principales factores
erosionadores del imperio soviético. Significó, ni más ni menos, la
imposibilidad de la URSS de expandirse politicamente hacia Europa Occidental.
La idea que incluso Stalin acarició hasta sus últimos momentos, la de la
revolución mundial con hegemonía soviética, terminaba para siempre con el
eurocomunismo. Si el comunismo debía seguir expandiéndose, debía hacerlo
militarmente, lo que también era imposible realizar en Europa Occidental sin
provocar una guerra mundial que perdería todo el planeta. En fin, si 1989
significó la muerte material del comunismo, 1968, con la invasión a Praga,
señalizó su muerte ideológica, condición, al fin, de la primera.
Quienes
extraerían las mejores lecciones de los acontecimientos de Praga serían los
disidentes de los demás países de Europa del Este. Para Kurón y Mischnik por
ejemplo, quedó desde ese momento claro que la lucha polaca debería evitar por
todos los medios provocar una invasión de la URSS para lo cual era fundamental
no dividir a la Nomenklatura nacional, pero sí, negociar con ella cuando fuera
posible. La segunda, y quizás más importante lección, fue que una
transformación radical de los países socialistas satélites no era posible si no
ocurrían cambios paralelos en la URSS, o lo que es igual: se hacía necesario
acumular fuerzas para cuando llegara el momento en que apareciera un nuevo
Kruschev como decía Mischnik. El nuevo Kruschev apareció al fin, en la figura de
Gorbachov.
Pero
la lección más decisiva fue la siguiente: la revolución no podía ser posible en
un sólo país, sino que debía realizarse de una manera permanente o
inenterrumpida, atendiendo a las condiciones desiguales que imperaban en el
desarrollo de cada uno
El
lector avisado se habrá dado cuenta que estoy aludiendo nada menos que a la
tesis defendida por Trotzky en relación a la revolución socialista que debería
tener, según él, en Occidente. El revolucionario ruso habría caído de espaldas
si hubiera sabido que su tesis era correcta, pero no para implantar el
comunismo, sino que para derribarlo. Y esa tesis, defendida por supuesto con
otra terminología por los disidentes de los países de Europa del Este, demostró
en 1989 ser absolutamente cierta. Como escribía Pelikán, ya en el año 1977 “las
derrotas del pasado, en Hungría en 1956 y Polonia, y en 1968 en la primavera de
Praga, permiten hacer un pronóstico que parece ser importante: La liberación
del sistema stalinista y el desarrollo de un socialismo que se diferencie del
modelo soviético, no pueden ser realizados en los límites de un sólo país”.
La
convicción de que la revolución antitotalitaria debía tener un carácter
permanente llevó a los disidentes a establecer relaciones internacionales entre
ellos, teniendo lugar lo que Pelikán llamaría un nuevo internacionalismo de
acuerdo al cual la disidencia coordinaba sus acciones e intercambiaba sus
respectivas experiencias sin someterse a ninguna conducción especial.
Particularmente intensivas fueron las relaciones entre Carta 77 en
Checoeslovaquia y el KOR polaco. Todos los esfuerzos gastados en cuarenta años
por la URSS destinados a fundar una Internacional para implantar el comunismo
no funcionaron mejor que los pocos años que gastaron los disidentes en crear
relaciones internacionales con el objetivo de derribarlo.
También
los disidentes checoeslovacos extrajeron sus conclusiones. No habiendo más
esperanzas en el socialismo reformado, no quedaba más alternativa que
enfrentarlo “desde fuera” del Partido, sobre todo si se tomaba en cuenta que
después de 1968 la URSS había cambiado al propio Partido, caso único en la
historia de las “democracias populares”.
Según
datos proporcionados por el propio Comité Central, hacia septiembre de 1970,
475.731 miembros habían dejado de pertenecer al Partido. Según otras
informaciones la cifra rebasaba el número de 600.000 persona. En otras
palabras, ya no existía más una Nomenklatura nacional. Husak y los suyos no
eran más que una simple embajada soviética en el poder. ¿Como enfrentar a esa
asociación mercenaria? Militarmente era imposible, puesto que siempre
significaría perder. La única alternativa era hacerlo moralmente, apelando a la
conciencia ciudadana, denunciando la permanente violación a los derechos
humanos. Es por esa razón que mientras KOR y Solidarnosc fueron las fuerzas más
políticas de la resistencia, Carta 77 fue la con más fuerza moral.
Los
disidentes agrupados en Carta no se consideraban siquiera como una organización
política (aunque lo era) sino que como una fuerza moral, y en su primera
declaración del 11 de enero de 1977 se definía como una “asociación informal y
libre de seres humanos de diferentes ideologías, diferentes creencias y
diversas profesiones” (Garton Asch). Principalmente Havel hizo de los
principios morales un programa, en un país en que el régimen se caracterizaba
por su inmoralidad de origen, de facto y de praxis.
Luchar
contra la mentira era la estrategia de Havel y los suyos. Denunciarla donde
estuviera y como fuera era su principio de acción. Mientras más perseguidos y
encarcelados eran, mayor era su presencia moral, y menor era la de ese régimen
que ya no creía ni en sí mismo, y que se expresaba, como suele ocurrir en los
sistemas sin legitimidad, en actividades corruptas, lo que se traducía, entre
otras cosas, en su total ineficacia política y económica. Como afirmaba Havel
en una conferencia en Toulousse: “Una sóla persona que se atreva a gritar la
palabra libertad, y que la defiende con todo su ser y su vida puede ser más
poderosa que miles de electores anónimos, aunque formalmente le sean
arrebatadas todas las libertades”.
Este
fue el Credo de Carta 77 que por lo demás no era una sola persona, pues su
circulo de simpatizantes eran millares. Pero la prédica con el ejemplo fue, sin
dudas, una de las características de la disidencia checoeslovaca, hasta el
punto que a veces se tiene la impresión de que ser enviado a la cárcel por el
régimen era motivo de orgullo, por una parte, y un paso políticamente
calculado, por otra. Si la Nomenklatura lo hubiera sabido, habría abierto todas
las puertas de todas las cárceles. Quizás se habría mantenido un par de meses
más en el poder.
La
moral convertida en política explica por qué la rebelión checoeslovaca fue
principalmente portada por sectores sociales no inmediatamente vinculados a
intereses materiales, como estudiantes, artistas e intelectuales. Para ellos,
la principal reivindicación no eran los aumentos de salarios, sino la libertad
de acción y de palabra. A diferencias de Polonia en donde los intereses
culturales se articularon con los económicos, en Checoeslovaquia los últimos se
articularían con los primeros. Eso explica también que a la hora de hacerse del
poder, Havel y los suyos tuvieran menos ideas concretas para gobernar que la
gente de Walesa de quien se tiene la impresión que ya antes de 1980 guardaba un
programa de gobierno en su dormitorio.
Viernes
24 de noviembre de 1989. La Nomenklatura ha sido derrotada; sin dignidad, como
en Hungría; sin negociar, como en Polonia; vergonzosamente, como se lo merecía.
Al igual que en el entierro de Nagy en Budapest, ha llegado el ansiado día en
que la nación se encuentra con su historia. Pero, a diferencias con Hungría, el
Nagy checoeslovaco está vivo, y el pueblo lo llama: ¡Dubcek, Dubcek, Dubcek! El
ya anciano líder comunista asoma a los balcones. 1968 está ahí, de nuevo, y la
gente no pudo contener más las lágrimas.
Todos
saben que la primavera de 1968 no volverá; pertenece al pasado; pero también
saben lo decisiva que ha sido en la liberación, no sólo de Checoeslovaquia,
sino de todos los países socialistas. 1989 fue la reivindicación de 1968. Pero
como todo pasado, no puede ser revivido.
Dubcek,
antes que nada es un símbolo, y como tal fue reintegrado al nuevo poder; simbólicamente.
Fernando
Mires
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