Francisco Fernández-Carvajal 22 de agosto de 2018
— Es
el mismo Cristo quien nos invita.
—
Preparar bien la Comunión; huir de la rutina.
— Amor
a Jesús Sacramentado.
I. Muchas
parábolas del Evangelio encierran una insistente llamada de Jesús a todos los
hombres, a cada uno según unas circunstancias determinadas. Hoy nos habla el
Señor de un rey que preparó un banquete para celebrar las bodas de su hijo, y
envió a sus criados a llamar a los invitados1.
La
imagen del banquete era familiar al pueblo judío, pues los Profetas habían
anunciado que Yahvé prepararía un festín extraordinario para todos los pueblos
cuando llegara el Mesías: dispondrá para todos un convite de manjares
suculentos, convite de vendimia, de manjares enjundiosos, de vino sin posos2.
Significa este banquete, en primer lugar, la plenitud de bienes que nos
reportaría la Encarnación y la Redención, y el don inestimable de la Sagrada
Eucaristía.
Nos
señala Jesús en la parábola cómo a la generosidad de Dios muchas veces
correspondemos con frialdad e indiferencia: envió a sus criados a llamar a los
invitados; pero estos no quisieron acudir. Jesús relataría con pena esta
parábola, considerando las muchas excusas que habría de recibir a lo largo de
los siglos. Los alimentos con tanto esmero preparados se quedan en la mesa y la
sala permanece vacía, porque Jesús no coacciona.
El rey
envió de nuevo a sus criados: Decid a los invitados: mirad que ya tengo
preparado mi banquete, se ha hecho la matanza de mis terneros y reses cebadas,
y todo está a punto; venid a las bodas. Pero los invitados no hicieron el
menor caso: se marcharon uno a sus campos, otro a su negocio. Otros, no solo
rechazaron la invitación: se revuelven contra él. Por eso, echaron mano
de los siervos del rey, los ultrajaron y les dieron muerte. Reaccionaron
con violencia a los requerimientos del Amor.
Jesús
nos invita a una mayor intimidad con Él, a una mayor entrega y confianza. Y
cada día nos llama para que acudamos a la mesa que nos tiene preparada. Él es
quien invita, y Él mismo se da como manjar, pues este gran banquete es figura
también de la Comunión.
Jesús
mismo es el alimento sin el cual no podemos subsistir, es «el remedio de
nuestra necesidad cotidiana»3,
sin el que nuestra alma se debilita y muere. Oculto bajo los accidentes del
pan, Jesús nos espera cada día para que nos acerquemos, llenos de amor y
agradecidos, a recibirle: el banquete está preparado, nos dice a
cada uno..., y son muchos los ausentes, los que no valoran el bien supremo de
la Sagrada Eucaristía. Dejan de acudir a la llamada del Señor por cuatro
insignificancias, porque no aprecian el amor de Cristo en cada Comunión.
«Considera
qué gran honor se te ha hecho –nos exhorta San Juan Crisóstomo–, de qué mesa
disfrutas. A quien los ángeles ven con temblor, y por el resplandor que despide
no se atreven a mirar de frente, con Ese mismo nos alimentamos nosotros, con Él
nos mezclamos, y nos hacemos un mismo cuerpo y carne de Cristo»4.
Son
muchos los ausentes, y por eso también espera que no faltemos nosotros. Desea,
con una intensidad que ni siquiera podemos imaginar, que vayamos a recibirle
con mucho amor y alegría. Y nos envía a llamar a otros: Id a los cruces
de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis. Espera a muchos,
y nos envía para que con un apostolado amable, paciente, eficaz, enseñemos a tantos
amigos y conocidos la inconmensurable dicha de haber encontrado a Cristo. Así
hicieron quizá con nosotros: «Escuchad de dónde fuisteis llamados: de un cruce
de caminos. ¿Y qué erais entonces? Cojos y mutilados del alma, que es mucho
peor que serlo del cuerpo»5.
Pero el Señor tuvo misericordia y quiso llamarnos a su intimidad.
II. Ante
el Señor no podemos presentarnos de cualquier manera. Entró el rey para
ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de bodas; y le
dijo: amigo, ¿cómo has entrado aquí, sin llevar el traje de bodas?6.
Nos
llega la invitación –cada día– para acercarnos al banquete eucarístico, con
tanto esmero preparado. Conocemos hábitos, actitudes, errores, facetas de
nuestro carácter, que tal vez no se corresponden con el alto honor que
Jesucristo nos hace.
Hemos
de hacer examen; no vayamos a presentarnos ante el Señor vestidos de harapos,
porque tenemos el peligro de disfrazar los defectos y justificar las acciones.
«Para acoger en la tierra a personas constituidas en dignidad hay luces,
música, trajes de gala. Para albergar a Cristo en nuestra alma, ¿cómo debemos
prepararnos? ¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo se
pudiera comulgar una vez en la vida?»7.
Pasaríamos la noche en vela, sabríamos bien qué le diríamos, qué peticiones le
formularíamos..., todos los preparativos nos parecerían pocos... Así debemos
recibirle todos los días.
El
convidado que no tenía el vestido nupcial ciertamente escuchó la invitación,
fue a las bodas con alegría, pero no tuvo en cuenta lo que exigía esta llamada.
Al Señor no le podemos recibir de cualquier manera: distraídos, sin atención,
sin saber bien lo que hacemos. Toda buena Comunión supone en primer lugar
recibir al Señor en gracia. Nuestra Madre la Iglesia nos enseña y nos advierte
que «nadie debe acercarse a la Sagrada Eucaristía con conciencia de pecado
mortal, por muy contrito que le parezca estar, sin preceder la Confesión
sacramental»8.
Tan
alto don requiere además que nos preparemos lo mejor que podamos en el alma y
en el cuerpo: la Confesión frecuente, aunque no existan faltas graves; fomentar
los deseos de purificación; aumentar los actos de fe, de amor y humildad en el
momento de recibir al Señor, etc.
«Amor
con amor se paga... Amor, en primer lugar, al propio Cristo.
El encuentro eucarístico es, en efecto, un encuentro de amor»9.
Comulgar con frecuencia nunca debe significar comulgar con tibieza. Y cae en la
tibieza, el que no se prepara, quien no pone lo que está de su mano para evitar
que el Señor lo encuentre distraído cuando venga a su corazón. Significaría una
gran falta de delicadeza acercarse a la Comunión con la imaginación puesta en
otras cosas. Tibieza es falta de amor, no ir con las debidas disposiciones a
comulgar. Sabemos que nunca estaremos lo suficientemente dispuestos para recibir
como se merece a Aquel que viene a nuestra alma, pues nuestra pobre morada no
da para más; pero sí espera el Señor esos detalles que están a nuestro alcance.
«Si cualquier persona distinguida o que ocupe algún alto puesto, o algún amigo
rico y poderoso nos anunciara que iba a venir a visitarnos a nuestra casa, ¡con
qué solicitud limpiaríamos y ocultaríamos todo aquello que pudiera ofender la
vista de esta persona o amigo! Lave primero las manchas y suciedades que tiene
el que ha ejecutado malas obras, si quiere preparar a Dios una morada en su
alma»10.
III. Preparaste
la mesa delante de mí...11.
¡Qué alegría pensar que el Señor nos da tantas facilidades para recibirle! ¡Qué
alegría saber que Él desea que le recibamos!
La
Confesión frecuente es un gran medio de preparar la Comunión frecuente. También
podemos siempre aumentar los deseos de purificación y de tratar cada vez con
más fe y con más delicadeza a Jesús presente en este santo sacramento. Nos
ayuda a comulgar con más amor la lucha por vivir en presencia de Dios durante
el día y el hecho mismo de procurar cumplir lo mejor posible nuestros deberes
cotidianos; sintiendo, cuando cometemos un error, la necesidad de desagraviar
al Señor; llenando la jornada de acciones de gracias y de comuniones espirituales,
de tal modo que cada vez sea más continuo vivir el trabajo, la vida en familia
y todo cuanto hacemos, con el corazón puesto en el Señor.
Al
terminar la oración, podemos hacer nuestra esta plegaria que una noche
dirigiera el Papa Juan Pablo II al mismo Jesús presente en la Hostia Santa:
«¡Señor Jesús! Nos presentamos ante Ti sabiendo que nos llamas y que nos amas
tal como somos. Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros hemos
creído y conocido que Tú eres el Hijo de Dios (Jn 6, 69).
Tu presencia en la Eucaristía ha comenzado con el sacrificio de la Última Cena
y continúa como comunión y donación de todo lo que eres. Aumenta
nuestra fe (...). Tú eres nuestra esperanza, nuestra paz, nuestro Mediador,
hermano y amigo. Nuestro corazón se llena de gozo y de esperanza al
saber que vives siempre intercediendo por nosotros (Heb 7,
25). Nuestra esperanza se traduce en confianza, gozo de Pascua y camino
apresurado contigo hacia el Padre.
»Queremos
sentir como Tú y valorar las cosas como las valoras Tú. Porque Tú eres el
centro, el principio y el fin de todo. Apoyados en esta esperanza, queremos
infundir en el mundo esta escala de valores evangélicos, por la que Dios y sus
dones salvíficos ocupan el primer lugar en el corazón y en las actitudes de la
vida concreta.
»Queremos
amar como Tú, que das la vida y te comunicas con todo lo
que eres. Quisiéramos decir como San Pablo: Mi vida es Cristo (Flp 1,
21). Nuestra vida no tiene sentido sin Ti. Queremos aprender a “estar con quien
sabemos nos ama”, porque “con tan buen amigo presente todo se puede sufrir”
(...).
»Nos
has dado a tu Madre como nuestra, para que nos enseñe a
meditar y adorar en el corazón. Ella, recibiendo la Palabra y poniéndola en
práctica, se hizo la más perfecta Madre»12.
1 Mt 22,
1-14. —
2 Is 25,
6. —
3 San
Ambrosio, Sobre los sagrados misterios del altar, 4, 44.
—
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 82, 4. —
5 Ibídem,
69, 2. —
6 Mt 22,
11-12. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 91. —
8 Dz 880,
693. —
9 Juan
Pablo II, Alocución, Madrid 31-X-1981. —
10 San
Gregorio Magno, Homilía 30 sobre los Evangelios. —
11 Salmo
responsorial. Sal 22. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit.
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