Félix Palazzi 18 de agosto de 2018
A
veces confundimos la noción de esperanza con la fuga o negación de la realidad,
y la esperanza es, ante todo, esperanza en la justicia: sin la búsqueda de la
justicia la esperanza se convierte en una ilusión y la justicia sin la
esperanza pierde toda capacidad de renovarse.
La
esperanza no es producto de un estado de ánimo o la proyección de nuestros
buenos deseos. Martin Heidegger afirmó: “debo decir que la filosofía no podrá
provocar un cambio inmediato del estado presente del mundo… sólo un Dios puede
aún salvarnos”. Hemos de admitir que todos esperamos un cambio de la situación
actual que vivimos; más allá de las tendencias políticas o religiosas, todos
anhelamos un cambio. Pero la esperanza considerada únicamente como la
posibilidad de un cambio o una acción repentina por parte de un liderazgo o de
un sistema político o religioso nos hunde más bien en una situación de
desesperanza.
La
esperanza no se decreta, tampoco se impone. La esperanza nos motiva a buscar y
a construir la justicia, esa justicia que, evidentemente, no es directamente
equiparable a nuestro sistema jurídico, es decir, la justicia tiene su
expresión en un código jurídico y en sus instituciones, pero es mucho más que
su expresión legal, porque realmente su finalidad es proteger la diferencia y
garantizar que esta exista. Es por ello que sólo la esperanza crea justicia y
en la injusticia se crece nuestra esperanza, pues la esperanza se fortalece cuando
acoge la espera del otro.
La
esperanza nos mueve a la participación y transformación de la realidad. Vivimos
en un mundo sin esperanza porque nos hundimos en el mar de la indiferencia. La
construcción de un proyecto de nación o eclesial implica una participación de
todos que se inicia en el simple gesto de permitir y acoger la diferencia en la
que el otro se muestra. No hay justicia donde no se reconoce y se garantiza esa
diferencia, y toda lucha por la justicia comienza en el simple reconocimiento y
aceptación de lo diferente. Este reconocimiento tiene que hacerse real en las
relaciones cotidianas y en el fortalecimiento de espacios comunes. La esperanza
más que un estado ilusorio se expresa en la dinámica de nuestra participación
en la construcción de una realidad donde la justicia sea posible en todos los
ámbitos de nuestra vida.
Recordemos
las palabras de Benedicto XVI: “Pero el esfuerzo cotidiano por continuar
nuestra vida y por el futuro de todos nos cansa o se convierte en fanatismo, si
no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande que no puede ser
destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los
acontecimientos de importancia histórica”. Heidegger tenía razón: sólo una
esperanza mayor, en Dios, nos libera del cansancio o del fanatismo y transforma
nuestra esperanza en búsqueda de la justicia.
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