Luis Gómez Calcaño 28 de agosto de 2018
La
dimensión histórica de la migración venezolana de estos años es todavía difícil
de percibir, porque se fragmenta en innumerables noticias e imágenes
repetitivas. Pero si en alguna conciencia se está inscribiendo esa historia, es
en la de los protagonistas del drama: niños, adultos y ancianos que nunca
podrán olvidar estos días de incertidumbre y esperanza, precedidos por meses o
años de duda antes de tomar la decisión de rupturas con lo conocido y los
conocidos, de ventas apresuradas de su enseres del hogar por unos pocos
dólares, y de más de un pago de soborno a funcionarios corruptos, civiles y
militares, para allanar el largo camino a la frontera. Sea cual sea el
resultado de la obligada aventura, nadie quedará indemne: ni los que
emprendieron el éxodo ni los que se quedan, desgarrados entre la incertidumbre
por los que se van y la esperanza de un alivio a la miseria presente o
presentida.
No hay
experiencia universal. Entre los emigrantes se reproducen –y hasta crecen– las
desigualdades que los separaban en su país. Es cierto que los profesionales y
rentistas que comenzaron a migrar hace ya casi dos décadas encontraron menos
dificultades legales y económicas, así fuera sólo porque su desplazamiento era
sobre todo geográfico y mucho menos económico o cultural, y porque su llegada
gradual no permitía percibirlos como una oleada amenazante para los países
receptores. Sin embargo, sea la recepción fluida o difícil, el emigrante debe
acostumbrarse, desde el primer día, a moverse fuera de las referencias
cotidianas, adoptar rápidamente nuevas rutinas, aprender otro idioma, o como
mínimo, otros modismos y acentos indispensables para la comunicación más
básica. Ser emigrante es ser estudiante, se quiera o no, y además uno que está
rindiendo exámenes diarios en mil materias a la vez. Y por eso necesita muchas
veces espacios para escapar a ese examen cotidiano, lugares donde reencontrar
los acentos y los sabores familiares. Es conocido el fenómeno de los enclaves
nacionales y lingüísticos en los cuales algunos emigrantes tratan de refugiarse
para resistir a las tensiones de la adaptación a un universo que saben nunca
será plenamente suyo; pero, y quizás por suerte, la mayoría de quienes migran
no pueden darse ese lujo.
Son
estos migrantes venezolanos –los que deben traer el sustento a casa todos los
días, o los niños que deben adaptarse a un nuevo sistema escolar y, sobre todo,
a las nuevas claves de las intrincadas relaciones que se establecen al margen
de las normas formales– los que serán
más marcados por la experiencia y habrán cambiado para siempre.
Sí,
para siempre, porque, más allá del núcleo de tradiciones y recuerdos que lleven
consigo, ya nunca tendrán la comodidad de estar en un mundo en el que todos
creen compartir ciertos supuestos, en el que la lengua no es algo que se
aprende sino un aire que se respira, y la cultura se vive como naturaleza. Poco
a poco se han visto, y se verán, obligados a construir un segundo piso encima
de las convicciones, rutinas y costumbres que creían evidentes; construcción
deliberada, llena de errores y malos entendidos, de tanteos y sorpresas, de las
que se sale menos iluso pero más sabio, y quizás consciente de que se ha
logrado algo inédito, que nunca en el propio país se le habría exigido con
tanta prioridad y urgencia.
Descifrar
otra cultura, otras formas de manejar la relación con el trabajo, la propiedad,
los bienes o el dinero; entender a golpes y tanteos las claves de la distancia
y la cercanía social, lo que se puede o no decir, comer o beber; de lo que se
puede alardear y de lo que se debe callar. Es una experiencia que, por su
carácter determinado y voluntario, significa un esfuerzo transformador que, con
todo y sus frustraciones, termina por crear personas más capaces de enfrentar
situaciones nuevas y desconocidas, incluyendo nuevas crisis o nuevos dilemas
que, en el peor de los casos, obliguen a un nuevo desplazamiento.
Quien
ha emigrado una vez ya tiene consigo la experiencia de haber logrado enfrentar
el extrañamiento del hogar y de lo conocido, y haber reconstruido un mínimo de
normalidad en su vida. Probablemente sea más realista, menos iluso, y se dé
cuenta de lo relativas que eran sus convicciones más arraigadas, sus costumbres
y modos de hacer las cosas.
Pero,
para que esto pueda ocurrir, debe haber un mínimo de condiciones de aceptación
en el país que recibe. Lo sabemos los venezolanos, quienes durante muchas
décadas recibimos migraciones de los más diversos orígenes, cuyos integrantes
lograron en su gran mayoría incorporarse gradualmente a la vida productiva y a
los patrones culturales del país. Es cierto que las condiciones de excepcional
riqueza del país y el carácter gradual de casi todas las olas inmigratorias
facilitaron en buena medida esa incorporación, y que las manifestaciones de
xenofobia nunca estuvieron totalmente ausentes, sobre todo respecto a los
inmigrantes pobres de países que creíamos pobres.
Las
manifestaciones de rechazo a los venezolanos, en su gran mayoría de extrema
pobreza, que se han venido produciendo en los países vecinos no son
necesariamente un síntoma de “xenofobia”, entendida como una inclinación
espontánea de una parte de la población a rechazar a los extranjeros en general:
quienes rechazan a los venezolanos no lo hacen porque siempre lo hayan hecho,
ni porque odien a todo extranjero, sino porque sienten que su comodidad, su
seguridad o su trabajo están siendo amenazados. Y tal como ocurre en otros
países, incluso del llamado primer mundo, el tema migratorio es materia prima
muy atractiva para los cazadores de votos que ofrecen culpables visibles y
soluciones simplistas a los problemas. El carácter aluvional de esta migración
ha desbordado los mecanismos de absorción de los estados vecinos, y es hacia
esta incapacidad de procesar el fenómeno que deberían dirigirse las críticas.
Si bien no es responsabilidad (principal) de sus gobiernos el origen de la ola
migratoria, no han logrado definir respuestas colectivas regionales que les
permitan enfrentar un fenómeno que está a punto de convertirse en tragedia
humanitaria en sus propios territorios. Si no se enfrenta rápidamente, nadie
quedará indemne: ni los emigrantes, que más bien parecen prisioneros en fuga de
un inhumano campo de concentración; ni los países receptores, que tardan en
encontrar respuestas constructivas a un influjo de personas que, debidamente
canalizado, podría contribuir al desarrollo de esos países.
Tanto
estos emigrantes desesperados como los que salieron antes y han logrado un
cierto grado de integración a sus países de acogida son ya personas distintas,
más complejas y maduras que quienes eran cuando salieron. Si para unos el
recuerdo será de un sufrimiento casi intolerable y la sensación de depender de
fuerzas incontrolables, para otros puede ser el de cómo lograron reinventarse
y, como mínimo, sobrevivir con sus propias fuerzas, como equilibristas sin las
cómodas redes que la familia, la comunidad y el Estado les habían acostumbrado
a esperar. Muchos no querrán emprender el camino de regreso después de haber
hecho un esfuerzo tan grande para reconstruir su vida en otra parte. Pero
algunos volverán, y esos vendrán con su segundo piso a cuestas, sabiendo que lo
que van a construir no es el mismo país del que salieron.
*El
autor es investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo (CENDES) de la
Universidad Central de Venezuela, en área como organización política, partidos
políticos y elecciones.
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