Rafael Luciani 25 de agosto de 2018
En el
siglo I, la tendencia más abierta proponía que se debía «amar al amigo y no
odiar al pecador» (Mt 5,43). Sin embargo, Jesús proclamó algo completamente
nuevo y radical: la exigencia de una práctica del amor tanto con el amigo como
con el pecador (Lc 6,27-28.35) y el enemigo (Mt 5,44-48) por igual. Para poder
entender la radicalidad de esta proposición, Jesús concibe un símbolo que, hoy
en día, resulta poco comprensible para muchas personas: el del «Reino de Dios»
o «de los cielos», una noción con la que pretende hablar de nuestras
relaciones, no de ideas o experiencias religiosas.
Por
una parte, en el «reino» las personas se miden por el modo fraterno en el que
cada una está respecto de las demás, llamadas todas a vivir desde solidaridades
recíprocas. Por otra parte, desde allí se invita a asumir un modo filial para
disponernos a tratar a Dios como Padre, con absoluta confianza. Jesús está
convencido de que no hay relación con Dios —ser hijo— sin la premisa del amor
al próximo y cercano, el prójimo —ser hermano.
La
consecuencia de esto es muy clara, aunque dura: no hay ninguna relación
religiosa que sustituya lo que hemos de hacer, cada uno, por el otro, porque
para ser verdaderamente humanos hay que asumir, de forma personal, al otro como
hermano. La religión formal nunca estará por encima del sujeto humano porque si
«al presentar tu ofrenda ante el altar te acuerdas de que un hermano tuyo tiene
algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a
reconciliarte con tu hermano, luego vuelves» (Mt 5,23-24).
Asimismo,
ninguna ideología o sistema político puede privar sobre el otro, o limitarse a
servir a los que se le adhieran, mientras excluye al resto. Al hacerlo, no sólo estará imponiendo un único modo de
pensar, sino deshumanizando y siendo obstáculo de toda posibilidad de crecer
como sociedad hacia una calidad de vida como la que se goza en el «Reino».
Hablar
del «Reino de Dios» pone al descubierto las intenciones deshumanizadoras de
cualquier práctica totalitaria, se dé en la vida política o en la religiosa, en
la familiar o en la social, porque el reino «no es violento, como los de este
mundo» (Jn 18,36): al contrario, es siempre un camino de crecimiento que se
moviliza por medio de la «colaboracion personal» y la «responsabilidad social»,
teniendo como horizonte el servicio a «todos».
Relaciones
como la solidaridad, la compasión, el servicio, la reconciliación, el dar de
comer al hambriento o defender a las víctimas, y nuestra capacidad para detener
la violencia, expresan lo que será la vida en el Reino. Se comienza a hacer
presente como una realidad incipiente que rechaza las palabras y acciones que
deshumanizan y producen víctimas. Quien vive orientado hacia el Reino impulsará
al otro para que pueda construir un modo de estar en el mundo realmente humano
y con posibilidad de futuro «para todos».
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