Roberto Giusti 26 de agosto de 2018
En la
apacible ciudad universitaria donde vivo, en Estados Unidos, resulta
prácticamente imposible toparse con un chavista. Bucólico y conservador sin
estridencias radicales, dotado de un hermoso y extenso campus, Norman,
Oklahoma, donde ni los estudiantes alzan la voz, no parece el lugar propicio
para el dispendio y el escándalo que caracteriza a los hijos y allegados del
nuevorriquismo venezolano.
A
Norman, en términos generales, se viene, básicamente, a aprender o a enseñar y
en eso la Universidad de Oklahoma ofrece un amplísimo y muy bien desarrollado
programa de estudios en las más disimiles ciencias. Pero para el prototipo del
chavista, cuyo afán de conocimiento es superado, de lejos, por el afán del
consumismo, resulta un gran bostezo la celebración de una fiesta de grado,
digamos, por ejemplo, de Bachelor of Music in Piano, con torta y refrescos. Lo
suyo sería una caja de Buchanan´s 21, pasapalos de la más cercana tienda de
exquisiteces y obligatoria compañía femenina o de cualquiera otro sexo.
Así
que nada que ver. El chavismo requiere, para satisfacción de sus paladines en
búsqueda de aventuras, la excitación y turbulencia de las grandes urbes. Nueva
York, París, Londres, Buenos Aires, Roma y sobre todo Madrid porque a ellos,
ilustres monolingües casi todos, les resulta irresistible aprovechar la ventaja
del mismo idioma. Pero nada ni nadie les gana a Florida, a pesar de los riesgos
que representan Miami, Fort Lauderdale o Boca Ratón, sitios donde, en cualquier
esquina, te puedes topar con un desagradable grupo de indignados que te
recitan, a pie juntillas, todas las barrabasadas cometidas cuando eras ministro
de Chávez. Por eso, ahora buscan refugio en destinos más exóticos y lejanos
como Australia. Vano intento porque ya sabemos que hasta allí llegó la
diáspora, primero que los nuevos ricos chavistas, con su correspondiente venta
de arepas en la playa.
La
gran contradicción de estos parias con miles de millones de dólares a su
disposición es que el paraíso en que dicen haber convertido a Venezuela les
resulta pequeño, desmadejado e invivible. En un país que se hunde en la
hiperinflación, los servicios públicos dejan de existir, los empresarios bajan
definitivamente las Santas Marías y los centros comerciales languidecen ante la
escasez de mercancía y de quien la pueda comprar, únicamente podrán satisfacer
sus necesidades básicas con unos dólares que no saben en qué gastar porque las
extravagancias consumistas simplemente desaparecieron y la imagen de unos
ricachones dándose vida, mientras el grueso de la población se muere de hambre
o asesinado por los esbirros, resulta intolerables hasta al más insensible de
los chavistas mil millonarios. Por eso huyen despavoridos hacia el mundo
exterior. A darle con todo a la tarjeta de crédito. A gastar sin reparo ni
remordimientos. Y allí, en cualquier rincón del planeta, son asediados por
aquellos que, a su juicio, debieron quedarse en Venezuela disfrutando del
socialismo del siglo XXI, los indignados que ahora les amargan la vida y les
ponen el mundo chiquitico. A menos que se dejen de pendejadas y se acojan a un
exilio dorado en La Habana o en Pyongyang, donde, a pesar del secretismo y la
hipócrita cautela, nunca dejaron de existir algunas de las perversiones menos
sofisticadas del mundo capitalista.
Pero,
¿tienen toda la razón los indignados venezolanos de tratar, como lo hacen, a
los nuevos ricos chavistas si tomamos en cuenta que ellos son responsables de
la tragedia que vive el país, incluyendo la de quienes ahora los increpan a las
puertas de los restaurantes más lujosos de París, Melbourne o Viena? Sobran las
razones, en dolor y rabia acumulados, como para que nos quedemos callados ante
tamaña provocación. Algo habrá que decirles. Pero, eso sí, en sana paz.
Roberto
Giusti
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