Pedro García Cuartango 18 de agosto de 2018
Mi fe en Marx y el comunismo empezó a
derrumbarse a finales de los 70 cuando viajé a Rumanía y Bulgaria, dos gigantescos
campos de concentración
Algunos
lectores han mostrado su sorpresa por mi afirmación en un reciente artículo de
que muchos intelectuales se alejaron del comunismo por los efectos devastadores
de la invasión de Checoslovaquia en agosto de 1968. Expresaban su perplejidad
por considerar que ser comunista era incompatible con pensar libremente. Creo
que el paso del tiempo ha hecho perder la perspectiva de lo que suponía el
comunismo en aquella época y, más concretamente, hasta la muerte de Franco. Sin
ser militante, yo era simpatizante y colaborador con el PC por dos razones que
tal vez merezca la pena explicar más de cuatro décadas después.
La
primera es que el partido que lideraba Santiago Carrillo era la fuerza más
importante de oposición al franquismo. Y eso era un sólido motivo para que
contara con el apoyo de los que queríamos un cambio en nuestro país tras la
muerte del general. A ello se añadía el lavado de imagen que suponía el
eurocomunismo, impulsado por Enrico Berlinguer, que defendía un socialismo de
rostro humano y el respeto a los derechos individuales.
Pero
había otra poderosa razón personal. Yo había leído los Manuscritos
Económico-Filosóficos de Marx, una obra de juventud, en la que el pensador
alemán defendía un comunismo utópico que resultaba sumamente atrayente, lejos
del doctrinarismo de sus últimos años. En ese trabajo Marx conserva todavía la
huella de Hegel, que imprime un carácter humanista a sus ideas. Sea como fuere,
muchos veíamos en el comunismo una fuerza para transformar el mundo y
conquistar las libertades que nos negaba la dictadura franquista. Hoy puede
parecer ingenuo, pero era así en una España donde algunos ministros aún vestían
la camisa azul de la Falange y en la que no había un mínimo de pluralidad
política.
Pero
mi fe en Marx y el comunismo empezó a derrumbarse a finales de los años 70
cuando un verano viajé a Rumanía y Bulgaria, donde el choque de mis
convicciones con la realidad fue brutal. Aquellos dos países eran gigantescos
campos de concentración en los que la gente vivía de forma miserable, oprimida
por un régimen policial. Los rumanos ni siquiera podían acceder a las ciudades
balneario de Mar Negro en la época de Ceausescu.
Al
volver a España, comencé a reflexionar y a leer sobre el estalinismo. Tomé
conciencia de la represión en la Unión Soviética en los años 30, de los
procesos de Moscú y de las tremendas contradicciones de la nomenclatura
gerontocrática que encabezaba Brezhnev. Los testimonios de disidentes como
Sájarov y Solzhenitsyn me alejaron todavía más del comunismo. Por esa época
recuerdo que también importantes intelectuales franceses como Foucault se
distanciaron del modelo soviético.
Contra
lo previsto, el PC tuvo unos malos resultados en las primeras elecciones
democráticas en 1977 a pesar de sus esfuerzos para adaptarse a la evolución de
la sociedad española. En ese momento era muy evidente que el comunismo había
entrado en una crisis irreversible. Yo, como muchas personas de la generación
nacida en la década de los 50, había perdido la fe en una ideología que había
degenerado en una burocracia opresiva en los países satélites de la URSS.
Fue en
esos años cuando me di cuenta de que las democracias parlamentarias de Europa,
a pesar de sus limitaciones, habían generado unas libertades y un bienestar
social que brillaban por su ausencia en un comunismo del que me desligué para
siempre. Pero sería una hipocresía negar que el sueño de la Revolución ilusionó
y movilizó a una generación que guió sus pasos por aquel espejismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico