Francisco Fernández-Carvajal 26 de agosto de 2018
—
Oración de Santa Mónica por la conversión de su hijo Agustín.
—
Transmitir la fe en la familia. Piedad familiar.
— La
oración en familia.
I. El
Evangelio de la Misa de hoy nos narra la llegada de Jesús a la ciudad de Naín,
acompañado de sus discípulos y de una numerosa muchedumbre. Al entrar, se
encontró con un cortejo fúnebre que acompañaba a una viuda, cuyo hijo único
llevaban a enterrar. Al verla, el Señor se compadeció de ella y le
dijo: No llores. Se acercó y tocó el féretro. Los que lo llevaban se
detuvieron; y dijo: Muchacho, a ti te lo digo, levántate. Y el que estaba
muerto se incorporó y comenzó a hablar; y se lo entregó a su madre1.
En las almas se obra con frecuencia este milagro: muchos que estaban muertos
para Dios vuelven a la Vida.
Durante
muchos años, Agustín, hijo de Santa Mónica, estuvo alejado de Dios y muerto a
la gracia por el pecado. La Santa, cuya memoria hoy celebramos, fue la madre
intachable que con ejemplo, lágrimas y oraciones obtuvo del Señor la
resurrección espiritual del que sería uno de los más grandes santos y doctores
de la Iglesia. La fidelidad a Dios día a día de Santa Mónica obtuvo también la
conversión de su marido Patricio, que era pagano, y ejerció una influencia
decisiva en todos aquellos que de alguna manera formaban parte del ámbito
familiar. San Agustín resume en estas pocas palabras la vida de su madre:
«cuidaba de todos como si realmente fuera madre de todos y servía también a
todos como si hubiera sido hija de todos»2.
Santa
Mónica estuvo siempre pendiente de la conversión de su hijo: lloró mucho, rogó
a Dios insistentemente, y no cesó de pedir a personas buenas y sabias que
hablaran con él y trataran de convencerle para que abandonase sus errores. Un
día, San Ambrosio, Obispo de Milán, al que había acudido repetidas veces, la
despidió con estas palabras que han sido el consuelo de tantos padres y madres
a lo largo de los siglos: «¡Vete en paz, mujer!, pues es imposible que se
pierda el hijo de tantas lágrimas»3.
El ejemplo de Santa Mónica quedó grabado de tal modo en el ánimo de San Agustín
que años más tarde, quizá recordando a su madre, exhortaba: «procurad con todo
cuidado la salvación de los de vuestra casa»4.
La
familia es verdaderamente el lugar adecuado para que los hijos reciban,
desarrollen, y muchas veces recuperen, la fe. «¡Qué grato es al Señor ver que
la familia cristiana es verdaderamente una iglesia doméstica, un
lugar de oración, de transmisión de la fe, de aprendizaje a través del ejemplo
de los mayores, de actitudes cristianas sólidas, que se conservan a lo largo de
toda la vida como el más sagrado legado! Se dijo de Santa Mónica que había
sido dos veces madre de Agustín, porque no solo lo dio a luz, sino
que lo rescató para la fe católica y la vida cristiana. Así deben ser los
padres cristianos: dos veces progenitores de sus hijos, en su vida natural, y
en su vida en Cristo y espiritual»5.
Y tendrán un doble premio del Señor y una doble alegría en el Cielo.
II.
Nunca debe desfallecer la oración por los hijos: es siempre eficaz, aunque a
veces, como en la vida de San Agustín, tarden algún tiempo en llegar los
frutos. Esta oración por la familia es gratísima al Señor, especialmente cuando
va acompañada por una vida que procura ser ejemplar. San Agustín nos dice de su
madre que también «se esforzó en ganar a su esposo para Dios, sirviéndose no
tanto de palabras como de su propia vida»6;
una vida llena de abnegación, de alegría, de firmeza en la fe. Si queremos
llevar a Dios a quienes nos rodean, el ejemplo y la alegría han de ir por
delante. Las quejas, el malhumor, el celo amargo poco o nada consiguen. La
constancia, la paz, la alegría y una humilde y constante oración al Señor, lo
consiguen todo.
El
Señor se vale de la oración, el ejemplo y la palabra de los padres para forjar
el alma de los hijos. Junto a una vida ejemplar, que es una continuada
enseñanza, los padres han de enseñar a sus hijos modos prácticos de tratar a
Dios, muy especialmente en los primeros años de la infancia, apenas comienzan a
balbucear las primeras palabras: oraciones vocales sencillas que se transmiten
de generación en generación, fórmulas breves, claramente comprensibles, capaces
de poner en sus corazones los primeros gérmenes de lo que llegará a ser una
sólida piedad: jaculatorias, palabras de cariño a Jesús, a María y a José,
invocaciones al Ángel de la guarda... Poco a poco, con los años, aprenden a
saludar con piedad las imágenes del Señor o de la Virgen, a bendecir y dar
gracias por la comida, a rezar antes de irse a la cama. Los padres jamás deben
olvidar que sus hijos son ante todo hijos de Dios, y que han de enseñarles a
comportarse como tales.
En ese
clima de alegría, de piedad y de ejercicio de las virtudes humanas, en sus
muchas manifestaciones de laboriosidad, sana libertad, buen humor, sobriedad,
preocupación eficaz por quienes padecen necesidad... nacerán con facilidad las
vocaciones que la Iglesia necesita, y que serán el mayor premio y honor que
reciban los padres en este mundo. Por eso el Papa Juan Pablo II exhortaba a los
padres a crear una atmósfera humana y sobrenatural en la que pudieran darse
esas vocaciones. Y añadía: «Aunque vienen tiempos en los que vosotros, como
padres o madres, pensáis que vuestros hijos podrían sucumbir a la fascinación de
las expectativas y promesas de este tiempo, no dudéis; ellos se fijarán siempre
en vosotros mismos para ver si consideráis a Jesucristo como una limitación o
como encuentro de vida, como alegría y fuente de fuerza en la vida cotidiana.
Pero sobre todo no dejéis de rezar. Pensad en Santa Mónica, cuyas
preocupaciones y súplicas se fortalecían cuando su hijo Agustín, futuro obispo
y Santo, caminaba lejos de Cristo y así creía encontrar su libertad. ¡Cuántas
Mónicas hay hoy! Nadie podrá agradecer debidamente lo que muchas madres han
realizado y siguen realizando en el anonimato con su oración por la Iglesia y
por el reino de Dios, y con su sacrificio. ¡Que Dios se lo pague! Si es verdad
que la deseada renovación de la Iglesia depende sobre todo del ministerio de
los sacerdotes, es indudable que también depende en gran medida de las
familias, y especialmente de las mujeres y madres»7.
Ellas pueden mucho delante de Dios, y delante del resto de la familia.
III. Si
fue tan grata a Dios la oración de una madre, Santa Mónica, ¡cómo será la de la
familia entera, rezando por unos mismos fines! «La plegaria familiar escribe el
Papa Juan Pablo II- tiene unas características propias. Es una oración “hecha
en común”, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos (...). A los miembros
de la familia cristiana pueden aplicarse de modo particular las palabras con
las cuales el Señor promete su presencia: En verdad os digo que si dos
de vosotros conviniereis sobre la tierra en pedir cualquier cosa, os la
otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos (Mt 18,
19 ss.)»8. Los miembros de la familia se unen, entre sí y con Dios, con
más fuerza mediante la oración en común.
Esta
plegaría tiene como contenido esencial la misma vida de familia: «alegrías y
dolores, esperanzas y tristezas, nacimientos y cumpleaños, aniversario de la
boda de los padres, partidas, alejamientos y regresos, elecciones importantes y
decisivas, muerte de personas queridas, etc., señalan la intervención del amor
de Dios en la historia de la familia, como deberán también señalar el momento
favorable de acción de gracias, de imploración, de abandono confiado de la
familia al Padre común que está en los cielos. Además, la dignidad y la
responsabilidad de la familia cristiana en cuanto Iglesia doméstica solamente
pueden ser vivificadas con la ayuda incesante de Dios, que será concedida sin
falta a cuantos la pidan con humildad y confianza en la oración»9.
El
centro de la familia cristiana debe estar puesto en el Señor. Por eso,
cualquier acontecimiento o circunstancia que, con solo una visión humana, sería
incomprensible es interpretado como algo permitido por Dios, algo que redundará
siempre en bien de todos. Así, la enfermedad o la muerte de una persona
querida, el nacimiento de un hermano minusválido o cualquier otra prueba son
advertidos con relieve de eternidad y no llevan al desaliento o a la amargura,
sino a confiar más en el Señor y a abandonarse del todo en sus brazos. Él es
Padre de todos.
En el
día de hoy pedimos a Santa Mónica la constancia que ella tuvo en la oración y
que ayude a todas las familias a conservar ese tesoro de la piedad familiar,
aunque en muchos lugares el ambiente y las costumbres que se van extendiendo no
sean favorables. Esta situación, por el contrario, nos ha de llevar a todos a
un mayor empeño en que Dios sea realmente el centro de todo hogar, comenzando
por el nuestro. Así la vida de familia será un anticipo del Cielo.
1 Lc 7,
11-17. —
2 San
Agustín, Confesiones, 9, 9, 21. —
3 Ibídem,
3, 12, 21. —
4 ídem, Sermón
94. —
5 Juan
Pablo II, A los obispos de Chile en visita «ad limina»,
10-III-1989. —
6 San
Agustín, Confesiones 9, 9, 19. —
7 juan
Pablo II, En la inauguración del seminario de Augsburgo,
4-V-1987. —
8 ídem,
Exhort. Apost. Familiaris consortio, 22-XI-1981, 59. —
9 Ibídem.
*Santa
Mónica nació en Tagaste (África) el año 331, de familia cristiana. Muy joven,
fue dada en matrimonio a un hombre pagano llamado Patricio, del que tuvo varios
hijos, entre ellos Agustín, cuya conversión consiguió de la misericordia divina
con muchas lágrimas y oraciones. Es un modelo acabado de madre cristiana. Murió
en Ostia (Italia) el año 387.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico