Francisco Fernández-Carvajal 28 de agosto de 2018
—
Fortaleza de Juan.
— Su
martirio.
—
Llevar con alegría las contradicciones que podamos encontrar por seguir
fielmente a Cristo.
I. Comentaré
tus preceptos ante los reyes, Señor, y no me avergonzaré; serán mi delicia tus
mandatos, que tanto amo1.
El día
24 de junio celebró la Iglesia el nacimiento de San Juan Bautista; hoy
conmemora su dies natalis, el día de su muerte, ordenada por
Herodes. Este rey, como lo llama San Marcos, es uno de los
personajes más tristes del Evangelio. Durante su gobierno Cristo predicó y se
manifestó como el Mesías esperado. También tuvo la ocasión de conocer a Juan,
el encargado de señalar al Mesías: Este es el Cordero de Dios,
había indicado a algunos de sus discípulos. Herodes llegó incluso a oírle con
gusto2. Y por él podía haber conocido a Jesús, a quien mostró deseos
de ver. Pero cometió la enorme injusticia de mandar decapitar al que le podía
haber llevado hasta Él. La inmoralidad de sus costumbres, sus malas pasiones,
le cegaron para descubrir la Verdad y no solamente le llevaron a cometer este
gran crimen, sino que cuando realmente se encontró frente a frente con el Señor
de cielos y tierra3,
con gran ceguera de mente y de corazón, pretendió que entretuviera con alguno
de sus prodigios a él y a sus amigos.
San
Juan predicaba a cada cual lo que necesitaba: a la multitud del pueblo, a los
publicanos, a los soldados4;
a los fariseos y saduceos5,
y al mismo Herodes. Con su ejemplo humilde, íntegro y austero, avalaba su
testimonio sobre el Mesías, que ya había llegado6. Juan
decía a Herodes: No te es lícito tener la mujer de tu hermano7.
Y no temió a los grandes y a los poderosos, ni le importaron las consecuencias
de sus palabras. Tenía presente en su alma la advertencia del Señor al Profeta
Jeremías, que hoy nos recuerda la Primera lectura de la
Misa: Tú cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que Yo te mando. No
les tengas miedo, que si no, Yo te meteré miedo de ellos. Mira: Yo te convierto
hoy en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo
el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y la
gente del campo; lucharán contra ti, pero no te podrán, porque Yo estoy contigo
para librarte8.
El
Señor nos pide también a nosotros esa fortaleza y coherencia en lo ordinario,
para que sepamos dar un testimonio sencillo, a través, en primer lugar, de una
vida ejemplar, y también con la palabra, manifestando nuestro amor a Cristo y a
su Iglesia, sin miedos ni respetos humanos.
II. San
Marcos nos narra cómo el tetrarca había mandado prender a Juan y le
había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano
Filipo, a la cual había tomado como mujer9.
Herodías odiaba a Juan porque este reprochaba a Herodes su ilegítima unión y el
escándalo notorio para el pueblo; por esto, buscaba la ocasión para matarlo.
Pero Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y
le protegía, y al oírlo tenía muchas dudas pero le escuchaba con gusto. La
ocasión se presentó cuando el rey dio un banquete en su cumpleaños, al que
invitó a los hombres principales de la región. Bailó la hija de Herodías delante
de todos, y gustó a Herodes y a los comensales. Entonces el rey le
prometió: Pídeme lo que quieras y te lo daré. Y le juró varias veces:
Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino. Y por
instigación de su madre, le demandó la cabeza de Juan el Bautista. El
rey se entristeció; pero, a causa del juramento y de los comensales, no quiso
contrariarla. Los discípulos del Bautista recogieron luego su cuerpo y lo
pusieron en un sepulcro. Muchos de ellos, con toda seguridad, serían más tarde
fieles seguidores de Cristo.
Juan
lo dio todo por el Señor: no solo dedicó todos sus esfuerzos a preparar su
llegada y a los primeros discípulos que tendría el Maestro, sino la vida misma.
«No debemos poner en duda comenta San Beda- que San Juan sufrió la cárcel y las
cadenas y dio su vida en testimonio de nuestro Redentor, de quien fue
precursor, ya que si bien su perseguidor no lo forzó a que negara a Cristo, sí
trató de obligarlo a que callara la verdad: ello fue suficiente para afirmar
que murió por Cristo (...). Y la muerte que de todas maneras había de acaecerle
por ley natural era para él algo deseable, teniendo en cuenta que la sufría por
la confesión del nombre de Cristo y que con ella alcanzaría la palma de la vida
eterna. Bien lo dice el Apóstol: Dios os ha dado la gracia de creer en
Jesucristo y aun de padecer por Él. El mismo Apóstol explica, en otro
lugar, por qué sea un don el hecho de sufrir por Cristo: los
padecimientos de esta vida presente tengo por cierto que no son nada en
comparación con la gloria futura que se ha de revelar en nosotros»10.
A lo
largo de los siglos, quienes han seguido de cerca a Cristo se han alegrado
cuando por su fe han tenido que sufrir persecución, tribulaciones o
contrariedades. Muchos han sido los que siguieron el ejemplo de los Apóstoles:
después que fueron azotados, los conminaron a no hablar del nombre de
Jesús y los soltaron. Ellos salían gozosos de la presencia del Sanedrín porque
habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre11.
Y, lejos de vivir acobardados y temerosos, todos los días, en el Templo
y en las casas, no cesaban de enseñar y anunciar el Evangelio12.
Seguramente se acordaron de las palabras del Señor, recogidas por San
Mateo: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os
calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra
recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los
profetas que os precedieron13.
¿Vamos
nosotros a entristecernos o a quejarnos si alguna vez tenemos que padecer algo
por nuestra fe, o por ser fieles a la llamada que hemos recibido del Señor?
III. La
historia de la Iglesia y de sus santos nos muestra cómo todos aquellos que han
querido seguir de cerca las pisadas de Cristo se han encontrado, de un modo u
otro, con la Cruz y la contradicción. Para subir al Calvario y corredimir con
Cristo no se encuentran caminos fáciles y cómodos. Ya en los primeros tiempos,
San Pedro escribe a los cristianos, dispersos por todas partes, una Carta con
acentos claros de consuelo por lo que sufrían. No se trataba de la persecución
sangrienta que vendría más tarde, sino de la situación incómoda en la que
muchos se encontraban por ser consecuentes con su fe: unas veces era en el
ámbito familiar, donde los esclavos tenían que soportar las injusticias de sus
amos14 y las mujeres intolerancias de sus maridos15;
otras, eran calumnias o injurias, o discriminaciones... San Pedro les recuerda
que las contrariedades que padecen no son inútiles: han de servirles para
purificarse, sabiendo que Dios es quien juzga, no los hombres. Sobre todo, han
de tener presente que a imitación de Jesucristo atraerán muchos bienes, incluso
la fe, a sus mismos perseguidores, como así sucedió. Les llama bienaventurados
y les anima a soportar con gozo los sufrimientos. Les hace considerar que el
cristiano está incorporado a Cristo y participa de su misterio pascual: por sus
padecimientos participa de su Pasión, Muerte y Resurrección. Él es el que da
sentido y plenitud a la Cruz de cada día16.
Desde
San Juan el Bautista, muchos han sido los que han dado la vida por su fidelidad
a Cristo. También hoy. «El entusiasmo que Jesús despertó entre sus seguidores y
la confianza que infundió el contacto inmediato con Él, se conservaron vivos en
la comunidad cristiana y constituyeron la atmósfera en la que vivían los
primeros cristianos; era la que otorgaba a su fe denuedo y firmeza...
Jesucristo tiene a su favor el testimonio de una historia casi bimilenaria. El
cristianismo ha producido frutos buenos y magníficos. Ha penetrado en el
interior de los corazones, a pesar de todas las oposiciones externas y todas
las resistencias ocultas. El cristianismo ha cambiado el mundo y se ha
convertido en la salvaguarda de todos los valores nobles y sagrados. El
cristianismo ha superado con el mayor éxito la prueba de su persistencia de la
cual habló un día Gamaliel (Hech 5, 28). No es, por tanto, obra de
los hombres, ya que, de ser así, se hubiera desmoronado y extinguido hace ya
mucho tiempo»17. Por el contrario, vemos la fuerza que la fe y el amor a
Cristo tiene en nuestras almas y en millones de corazones que le confiesan y le
son fieles, a pesar de dificultades y contradicciones, a veces graves y
difíciles de llevar.
Es muy
posible que el Señor no nos pida a nosotros una confesión de fe que nos lleve a
la muerte por Él. Si nos la pidiera, la daríamos con gozo. Lo normal será,
quizá, que quiera de cada uno la paz y la alegría en medio de las resistencias
que opone a la fe un ambiente muchas veces pagano: la calumnia, la ironía, el
ser dejados a un lado... Nuestro gozo será grande aquí en la tierra, y mucho
más en el Cielo. Estos inconvenientes los vemos también con sentido positivo.
«Crécete ante los obstáculos. La gracia del Señor no te ha de faltar: “inter
medium montium pertransibunt aquae!” ¡pasarás a través de los montes!»18.
Pero hace falta fe, «fe viva y penetrante. Como la fe de Pedro. Cuando la
tengas lo ha dicho Él apartarás los montes, los obstáculos, humanamente
insuperables, que se opongan a tus empresas de apóstol»19.
Además, nunca nos faltará el consuelo de Dios. Y si alguna vez se nos hace más
duro el caminar cerca de Cristo acudiremos a Nuestra Señora, Auxilio de
los cristianos, y nos dará amparo y cobijo.
1 Antífona
de entrada. Sal 118, 46-47. —
2 Mc 6,
17-20. —
3 Lc 23,
6-9. —
4 Lc 3,
10-14. —
5 Mt 3,
7-12. —
6 Jn 1,
29; 36-37. —
7 Mc 6,
18. —
8 Jer 1,
17-19. —
9 Mc 6,
17 ss. —
10 Liturgia
de las Horas, Segunda lectura. San Beda, Homilía 23.
—
11 Hech 5,
40-41. —
12 Hech 5,
42. —
13 Mt 5,
11-12. —
14 Cfr. 1
Pdr 2, 18-25. —
15 Cfr. 1
Pdr 3, 1-3. —
16 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístolas Católicas, EUNSA, Pamplona 1988, pp.
116-117. —
17 A.
Lang, Teología fundamental, Rialp, Madrid 1966, vol. 1, pp.
319-320. —
18 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 12. —
19 Ibídem,
n. 489.
*San
Juan es el único santo de quien la Iglesia conmemora el nacimiento y la muerte.
Con su ejemplo lleno de fortaleza, el Precursor nos enseña a cumplir, a pesar
de todos los obstáculos, la misión que cada uno hemos recibido de Dios.
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