Fernando Mires 22 de
agosto de 2018
Antes
incluso de que yo hubiera leído la gran novela La Mancha Humana de Philip Roth
quien narra el caso de un profesor destruido profesionalmente -al ser acusado
de racista por referirse a dos
estudiantes afroamericanos que nunca aparecían en clase- como “oscuras figuras”, la escena ya me era
conocida. En la universidad donde prestaba mis servicios había ocurrido algo
parecido.
Un
profesor del instituto de Economía, al
ser preguntado una vez como veía el futuro económico de África,
contestó: negro, muy negro. Los estudiantes rieron y recién ahí el profesor se
dio cuenta de que -sin proponérselo- había hecho un chiste malo. Y también se
rió de sí mismo. Para su infortunio había en el aula una estudiante africana y
a al lado de ella, una activista de un movimiento antiracista. Esta última
interpeló a mi colega delante de todos los estudiantes. No contenta con eso,
publicó en el periódico de la universidad una carta, denunciándolo como
racista. Eso bastó para que se desatara una campaña en contra del docente a la
que se unieron grupos feministas, ecologistas y otros istas de ese tiempo.
Afortunadamente, a diferencias del personaje de Philip Roth, el profesor
-hombre más bueno que el pan- fue apoyado por sus colegas de instituto. Lo
conocían y sabían que él podía ser todo, menos racista. Aunque sí, fue mellado.
De suyo, afable y alegre, yo lo ví durante un buen tiempo caminar por los
corrillos con la cabeza baja, con los hombros caídos, como pidiendo permiso por
estar ahí.
Es
difícil hablar o escribir sin hacer alusiones que puedan lastimar a alguien.
Todas las palabras poseen, se quiera o no, un sentido asociativo. El dicho es
claro: “no hay que nombrar a la cuerda en la casa del ahorcado”. Pero a veces
es imposible hacerlo si en la casa del ahorcado hay efectivamente una cuerda.
La libertad de palabra, como todas las
libertades que disfrutamos, conllevan riesgos difíciles de eludir. Las frases
de cada día están formadas por metáforas, metonimias, analogías, y no siempre
son dichas en el momento preciso. Entonces aparecen los implacables policías
del lenguaje. Los que te señalan como debes expresarte. Los que te muestran las
palabras prohibidas. Los que te indican cual debe ser el lenguaje correcto. Los
que intentan limitar tu libertad de expresión.
Recuerdo
que no hace más de un año publiqué un tuit en donde señalaba que la oposición
política de un determinado país mostraba un comportamiento autista (es decir,
autoreferencial, sin comunicación con lo externo, encerrada en sí misma) Bastó
para que una madre de un hijo que padecía de alteración autista, ella misma,
luchadora por los derechos de los autistas, me acusara públicamente de usar el
nombre de una enfermedad como descalificación política. Yo quedé anonadado. En
mi vida se me podría ocurrir que alguien iba a leer mi comentario así, entre
otras, por razones muy personales que no vienen al caso detallar. Vanos fueron
mis intentos por explicar a la señora que esa no había sido mi intención, que
las palabras deben ser entendidas en su contexto, que los significantes no son
fijos ni estables, que si tuviéramos que pesar cada palabra antes de
pronunciarla, nos quedaríamos mudos. Y justo: al escribir mudo, me dí cuenta de
que esa palabra también podía ser mal interpretada por alguna madre de algún
niño mudo.
¿Cuántas
veces no hemos dicho que un partido padece de sordera política, o de ceguera
política, o que se encuentra paralizado? ¿O debemos dejar de usar esos términos
por temor a que los parientes de los sordos, de los ciegos y de los paralíticos
se sientan lastimados? No por dios, si lo hiciéramos, no solo quedaríamos
mudos. Peor: perderíamos nuestra
espontaneidad, la libertad de expresarnos de acuerdo al uso de las palabras
según los significados que en un determinado contexto les conferimos. En breve:
la palabra es lo único humano que tiene cada uno: es la poesía del ser. Limitándola,
limitamos al ser
¿Por
qué ahora escribo estas notas? Porque
sencillamente alguien acaba de colmarme el vaso. En un tuit esa alguien me
calificó como a “un vulgar machista”. La razón: haber utilizado en evidente
sentido interpuesto el término “carne fresca” para descalificar a los perversos
que viajan a Cuba en busca de menores de edad de ambos sexos. Es decir,
devolviéndoles el lenguaje que ellos usan, hablando como ellos hablan, pero
para descalificarlos. Es como si en un texto yo escribiera: "los vendepatrias
torturados por el régimen de Maduro". Todos, hasta el más ignaro se daría
cuenta que uso la terminología de Maduro en contra de Maduro. Solo a un bruto
se le ocurriría pensar lo contrario. Mucho menos alguien que sabe lo que yo
pienso de Maduro. Se trata, en el hecho, de un recurso literario, muy usado
entre quienes nos dedicamos al no siempre grato oficio de la escritura. Y así
lo entendió la mayoría de las tuiteras. Ninguna -aún sin conocerme- se hizo eco
de la alevosía de la persona que me inculpaba de “vulgar machista”.
El
problema grave es que esa alguien me conoce personalmente; sabe quien soy yo.
Sabe, además, que no existe un escritor hombre que haya dedicado tantas páginas
a defender los derechos de las mujeres y del feminismo. Nunca hemos sido
amigos, pero siempre tuve hacia ella un comportamiento respetuoso y cordial.
Aún, entendiendo mal mi texto como lo entendió, pudo haberme escrito de modo
privado como es uso entre colegas universitarios. ¿Qué la llevó a publicar ese
tuit infame en contra de mi persona? Reacio a utilizar categorías morales, he
intentado explicármelo de otro modo.
Una
luz la recibí ayer al leer uno de esos estupendos artículos de Arturo
Pérez-Reverte, quien como su amigo Javier Marías ha sido blanco de incontables
ataques del feminismo ultraradical de su país. En un pasaje de su artículo
titulado Qué todos queden atrás, anota Pérez-Reverte que existe un impulso (un
goce) incontrolable por parte de seres oscuros con acceso al espacio tuitero
por descalificar a personas que se encuentran por sobre ellos o que simplemente
han alcanzado un reconocimiento que ellos nunca tendrán. En mi opinión no se
trata solo de envidia.
En la
mayoría de los casos son personas con un yo deficitario, con baja autoestima y,
por ende, hambrientos de reconocimiento o notoriedad. Por lo mismo, atacan de
modo exhibicionista a través de redes públicas. Y este es ya un segundo punto.
Casi todas estas personas se presentan al público como miembros de una causa,
es decir, de un “nosotros” más imaginario que real. Pueden ser izquierdistas,
derechistas e incluso ecologistas y feministas.
Lo importante para ellas es sentirse, y que así las vean, como paladines
de una causa noble. Aún a costa de denigrar a personas que nunca les han hecho
nada.
“¿Para
qué les haces caso? Sigue tu camino y deja que los perros ladren”, me dicen
desde muy cerca. Pero no; hay momentos en los que uno debe salir a defender a
ese ego que si no lo tuviéramos seríamos anodinos. Pues así como en la política
hay que enfrentar no solo a los polí-ticos sino a los poli-cías de la polis, en
el discurso de la comunicación colectiva debemos enfrentarnos, de igual modo,
con los policías del lenguaje. Los que te quieren hacer callar en nombre de una
corrección que no es más que un síntoma de autorepresión.
Despues
de muchos años pasados detrás de un escritorio, he logrado entender al fin que
no hay regímenes autoritarios sin personas autoritarias. O para decirlo en una
frase final: yo no quisiera ver a esos alguienes que nos atacan desde su oscuras
sombras, en ningún gobierno, en ningún partido, en ninguna parte. Mas vale
enfrentarlos ahora y no después.
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