El sacerdote español Jesús Boadilla, en el comedor donde acoge a los venezolanos en Pacaraima (Brasil). |
JOAN ROYO 26 de agosto de 2018
Su figura y labor no es querida por muchos
brasileños de Pacaraima, que se sienten sobrepasados por el éxodo del país
vecino.
Venezolanos en Brasil: "Aquí podemos
comer cada día"
Cada
mañana, cientos de venezolanos desayunan en la frontera con Brasil gracias a un
señor de Valladolid. Jesús Boadilla es el párroco de Pacaraima, el
primer pueblo de Brasil llegando desde Venezuela, y se ha convertido en el
salvavidas para muchos inmigrantes, que dependen de su Café Fraterno para
llenar el estómago cada día.
"Empezamos
hace un año y medio, sin ayuda de nadie, con mucho esfuerzo y sacrificio,
sirviendo unos 80 desayunos, sobre todo a los indígenas de la etnia Warao, que
fueron de los primeros en llegar", explica a EL MUNDO el padre Jesús, como
le conoce todo el mundo.
Meses
antes de que aparecieran por aquí las carpas blancas de la ONU, los
funcionarios del Gobierno y el Ejército, el sacerdote se puso manos a la
obra. Poco a poco el número de inmigrantes fue creciendo, y ahora sirve
una media de 1.600 desayunos cada día. Le ayudan unos 20 voluntarios, la
mayoría indígenas a los que él ayudó en los primeros meses.
Para
muchos venezolanos, ésta es su única comida en el día,
según comenta el padre. "Vienen aquí sin nada, sin nada con letras
mayúsculas. Vienen sin dinero, sin domicilio, sin amigos, pero también vienen
con una gran esperanza, con la esperanza de que están en la tierra prometida.
Eso me entusiasma", comenta emocionado.
Niños venezolanos desayunan en el 'Café Fraterno' del padre Jesús, en Pacaraima. |
Por
las mañanas, el patio de su pequeña iglesia es un hervidero de gente. Son
tantos que tiene que hacer varios turnos para poder atenderles a todos. Su
comedor recibe alimentos de comunidades religiosas y algunas organizaciones
internacionales. No quiere donaciones de dinero para no dar pie a
habladurías. "Sé lo que me hago", asegura.
Y es
que, a pesar de su labor, el padre Jesús no es una figura querida por
todos. Entre muchos brasileños de Pacaraima despierta recelos.
Este
pequeño pueblo fronterizo vive desde hace meses colapsado
por el éxodo venezolano. Muchos vecinos consideran que se dedica demasiado
esfuerzo a ayudarles a ellos, cuando entre los brasileños las cosas tampoco van
precisamente bien. En esta guerra de pobres contra pobres, el sacerdote
está en medio.
"La
situación política, económica y social de Brasil está por los suelos, y encima
dentro de nada tendremos elecciones. Los políticos está predicando un sermón de
violencia, un espíritu xenófobo que da votos y contagia a la población",
lamenta, y asegura que él ya se veía venir esta situación. Acusa a las
autoridades de dejadez a la hora de gestionar la ola migratoria. Cuando han
empezado a actuar ya era demasiado tarde.
La
olla a presión en la que se convirtió la pequeña Pacaraima estalló la semana
pasada. Después de que unos venezolanos robaran y agredieran a un
comerciante local, un grupo de vecinos se tomó la justicia por su mano y atacó
a decenas de inmigrantes que acampaban en la calle. Más de mil huyeron
despavoridos de vuelta hacia Venezuela. Muchos perdieron para siempre las pocas
pertenencias que tenían.
El
padre Jesús remarca que era una tragedia anunciada. "A mí no me cogió por
sorpresa. Cuando el volcán ruge, la lava no tarda en llegar", dice, y
explica que el día del ataque la policía y el Ejército le ofrecieron
llevarle a un lugar seguro, por si acaso. Él prefirió quedarse en su comedor.
"No lo justifico, pero puedo comprender la desesperación de los brasileños
también. La ciudadanía quedó infectada de un baño de ira y de odio, pero
esa rabia deben dirigirla contra los políticos, no contra el pobrecito que está
en la calle pasando hambre y frío con sus hijos. Les quemaron sus cosas, fue
horrible. No tenían culpa de nada".
Después
de la agresión, el padre Jesús pensaba que los venezolanos tendrían miedo y no
acudirían a desayunar a su comedor. Pero cuando se asomó a la puerta había 600
personas esperando: "La fuerza del hambre vence a la fuerza del
miedo".
Este
sacerdote, que en este pueblo llama la atención por su semblante austero y sus
finos ojos azules, confiesa que no se esperaba que a sus 77 años, casi al final
de su "pastoreo" iba a encontrarse con la misión más importante de su
vida.
Bromea
diciendo que debería estar descansando en una playa del Caribe, pero su
trayectoria vital está llena de giros inesperados. Hijo
de un militar, nació en Tetuán, y se pasó media vida por España, aunque se
considera vallisoletano, porque fue allí donde estudió el bachillerato. Llegó a
dirigir un colegio en Madrid y a trabajar en una inmobiliaria en la Costa del
Sol, pero un día sintió un «hastío vital» y decidió poner tierra de por medio.
Vendió
todo lo que tenía y se plantó en Brasil, en plena selva amazónica, en busca de
aventuras. La llamada de lo divino tardaría en llegar: no fue hasta los
54 años cuando se ordenó sacerdote en un seminario de Manaos. Ahora
lleva nueve años en este pequeño pueblo fronterizo, donde despierta amor y odio
a partes iguales. "Yo sé que algunos no me tienen mucha simpatía, porque
creen que ayudo a quien no debe ser ayudado, pero cada vez que escucho un
comentario negativo para mí es una medalla. Bienaventurados los calumniados por
causa de la Justicia".
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