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jueves, 23 de agosto de 2018

“El bolívar fuerte murió un lunes” (una crónica fúnebre) por @WillyMcKey


Por Willy McKey


Hoy son los funerales del bolívar fuerte. Hay silencio. No todas las desgracias tienen la obligación de llegar haciendo ruido. Es lunes de reconversión. Son las ocho de la mañana y se supone que justo ahora todo el aparato bancario del país está podándole cinco ceros a una moneda hiperinflamada. El ruido de la mototaxi de Ernesto es lo único que resuena en el ascenso por la calle Argentina. No hay buhoneros y la basura del último domingo de mercado pagado a bolívar fuerte se fermenta amontonada. El gobierno ordenó día no-laborable, de modo que nadie espera que pase el camión del aseo urbano. Ni siquiera parece haber suficientes moscas.

— Igual el mercado nunca abre los lunes. Es normal que no haya mucha gente.

— Aquí siempre hay buhoneros. Tú vienes el primero de enero y hay buhoneros aquí.

— Coño, verdad…

La referencia de Ernesto recuerda que reconversión anterior empezó el primero de enero de 2008, después de un año en campaña de familiarización con el nuevo cono monetario y sensibilización de las finanzas personales. En aquel año se eliminaron tres ceros y la inflación oficial rondaba el 20%. Gastón Parra Luzardo era el presidente del Banco Central de Venezuela y aparecía en las piezas audiovisuales de la tele y explicaba el redondeo. Incluso, había unas piezas animadas en las que un villano llamado Mediomalo lanzaba al aire frases que ahora resultaron profecías. El bolívar fuerte no estuvo ni siquiera cerca de vencerlo. Al parecer, Mediomalo estaba mejor informado que Parra Luzardo y aquel niño que gritaba “¡Aquí hay fuerza!” en la entusiasmada propaganda ya debe tener a varios amigos viviendo fuera del país, en caso de que no haya sido él quien migrara para ganar en otra moneda.

En aquella reconversión también se instalaron unos “facilitadores del emisor” en centros comerciales, terminales de pasajeros, estaciones de metro y otros puntos de tránsito. Acá en Pérez Bonalde, en el edificio que alguna vez fue la Jefatura Civil de la Parroquia Sucre y hoy está ocupado por colectivos oficialistas y grafiteado con figuras que apuntan rifles ak-47, estuvo uno de esos facilitadores. Hoy no hay una intención distinta a seguir intentando entender algo:


— Por lo menos, esos ciento ochenta millones del sueldo mínimo, ¿ahora son cuánto?

— Ciento ochenta soberanos. No. Ya va…

— Si le quitas cinco ceros no es ciento ochenta. Eso es quitarle seis.

— Yo lo que hago es que le quito seis y después le pongo uno. Mil ochocientos.

Cada quien estructura su método, pero el hambre siempre reconduce las conversaciones. Alguien repara en que son las nueve y media y no han desayunado. Otro dice que en los gochos de la calle Colombia están abiertos y los conocen: “Podemos pedir unas empanadas y mañana transferimos”. Ernesto me pregunta si ahí también me conocen, pero le digo que no. “Vámonos a Quinta Crespo, que ahí tengo dónde. Yo tampoco he comido”.


Bajamos por la calle Colombia para retomar la Av. Sucre. Hay guacales apilados, tenderetes recogidos, nada abierto. Sólo una avícola en la parte de atrás del Mercado de Catia. No están despachando. “Vinimos fue para aprovechar el feriado y limpiar esto. Como nos avisaron que había agua… así que jabón y manguera con eso”.

La vía desde el oeste hacia el centro de Caracas que pasa por el Palacio de Miraflores está militarizada. “Hoy los soldados deben estar ociosos”. Ernesto prefiere agarrar por Lídice y salir por La Pastora, con la intención de caer a la Avenida Baralt y bajar hasta Quinta Crespo. En toda la colina del barrio se respira un aire denso, vergonzoso como una resaca de domingo para lunes. Algo parecido a lo que los franceses llaman surmenage. No es distinto en la avenida. Santamarías cerradas que uniforman la avenida desierta. Incluso la militancia oficialista que hace guardia simbólica en Puente Llaguno se agarró el día.

Desde la Avenida Panteón hasta Quinta Crespo, sólo vimos dos unidades de transporte público de las rutas que van hacia El Paraíso. El local donde Ernesto esperaba que nos fiaran estaba cerrado, así que decidimos volver vía Cota Mil, pero le pido que nos desviemos hacia La Concordia antes de seguir. Una cuadra más arriba hay un estacionamiento privado que hace años fue tomado y ahora es manejado por un colectivo oficialista. Está cerrado y varios de los propietarios que tienen su vehículo ahí no consiguen entrar. Llaman al encargado y les avisa que viene en camino, que le ha costado conseguir transporte, pero que en minutos estará ahí. Llega y alguien le dice bromeando que pensaba que habían secuestrado los carros para devaluarlos. “Será para volverlos soberanos, ¿ah?”, dice antes de reírse y quitar los candados mientras exclama un “¡Qué bolas este peo!” tan abstracto y tan acertado a la vez. Tiene una bolsa con panes y le preguntan dónde los compró. Cerca hay una panificadora que está despachando panes dulces a ochocientos bolívares fuertes por una ventanita. Entre Ernesto y yo tenemos tres billetes de mil. Compramos dos panes y nos vamos a la Plaza La Concordia a comer. Le cuento la historia de la plaza, de La Rotunda, de López Contreras. Ernesto vive en la Avenida Victoria. Se reprocha a sí mismo conocer tan poco el centro y luego tiene un par de ideas sobre lo que él haría con El Helicoide. Me pregunta por un amigo que metieron preso hace casi dos semanas. “No sabemos nada”. Se nos acaba el pan y seguimos.

La Cota Mil es una vía rápida que alguna vez se proyectó con la idea de llegar hasta Catia. Sólo llega hasta aquí, en el entrompe con la Avenida Baralt. Dejamos atrás la salida hacia San Bernardino, Maripérez y nos salimos en La Florida. Ernesto tiene un pana con gasolina en Chapellín, que lo iba a salvar si no abrían las bombas. Ya es la hora del almuerzo y quedé en encontrarme ahí con Tony, el otro mototaxista, porque Ernesto tiene un compromiso a las doce y media. En la entrada del barrio hay un local de comidas donde sí me conocen y nos fían dos sopas. Ernesto come y se despide. Antes de subirse a la moto, le llega un SMS donde su mujer le dice que algunos bancos ya están operativos. Igual quedamos en que le pago mañana. O más tarde.

Tony llega confirmando que ya algunos cajeros están dando plata. Decidimos dar una vuelta por Plaza Venezuela. La ciudad todavía parece un desierto habitado y el sol del mediodía lo hace más evidente. En toda la Avenida Casanova vuelve a aparecer el sopor, esa resaca de lunes. Pequeñas filas en algunos bares revelan el rito de algunos clientes fijos que no pretenden renunciar a la evasión vuelta cerveza. “Si el gobierno dice que es día de fiesta, hay que celebrar”, dice una mujer alicorada en esa pollera venida a menos que alguna vez fue un night-club con luces neón. Alguien pregunta si ya funciona el punto: “Todavía no” y en ese “todavía” hay un hastío de quien no quisiera perder el día.

— ¿Sabes si El Recreo está abierto?”

— Me imagino que sí. A esos carajos los multan sino abren.

— ¿Incluso si es feriado?

— Ah, coño… no sé. Pero me imagino que sí deben estar abiertos.


Está abierto, pero vacío. Apenas algunos peatones en parejas o grupos de tres entran apurando el paso. A varios se les ven las tarjetas de débito en las manos. Vienen del Farmatodo de la esquina. Se gritan de una acera a otra: “¿Sí tiene?” “¿Cuál es tu banco?” “¿Y cuánto están dando? ¡No joda!”. La escena se repite unas tres veces desde el Farmatodo hasta la mítica arepera Misia Jacinta, ésa que alguna vez funcionó las veinticuatro horas de los sietes días de la semana todo el año. “Excepto el primero de enero”. Y una vez más Caracas se calca: “Con lo de la reconversión no abrimos, pero aprovechamos para venir a limpiar. Nos avisaron que había agua y en eso estamos, aunque si ya los bancos están funcionando como que deberíamos abrir, ¿no?”

Es un día feriado en el que nadie se atrevió a hacer planes, porque los planes son dinero. El primer cajero automático con una fila que avanzaba se nos cruzó justo donde El Rosal se vuelve Chacao. “Está dando billetes de dos, de cinco y de diez”, afirma un desocupado que sólo ha venido a ver la fila, como si volver a ver efectivo se tratara de un espectáculo de feria. Después del reconocible sonido de una máquina que cuenta billetes que pueden ser nuestros, la pared de ladrillos escupe dinero. La nostalgia que se despierta en los tarjetahabientes es brevísima. Se transforma en decepción apenas se percatan de que el monto máximo es diez bolívares soberanos. Un millón de los de antes. Saquemos cuentas: un café pequeño en la panadería que está cerrada justo al lado costaba, al menos hasta ayer, dos millones y medio de bolívares fuertes. Si no lo aumentan, mañana costará veinticinco. Es más del doble de lo que el cajero les había hecho creer que era una buena noticia.


El nuevo comienzo económico arranca decepcionando a sus primeros testigos.

Algunos negocios de comida se envalentonan, pero no abren “hasta chequear los puntos de pago con las tarjetas de algunos empleados y clientes de confianza, no vaya a ser que falle y nos quedemos en el aire. Con esta gente nunca se sabe”.

En la entrada del barrio Pajaritos, en las ruinas de una gasolinera que ya no parece sino un baldío, un grupo de señores juega a las cartas y apuestan el efectivo que tienen entre lo dulce del azar y lo amargo del chimó. Juegan sobre una mesa improvisada, la suma de una tabla y un cartón sobre el último muro de los que separaban la acera de la bomba de gasolina. Del otro lado, en la misma entrada al barrio, hay una mesa de dominó donde se dejan menos cosas al azar.

Al lado de los jugadores hay un sofá destartalado, que tiene como asiento el resto del cartón que no usaron para la mesa de las cartas. El hombre que está ahí aguarda a que se termine la partida que está en marcha. Destaca por reposado, sereno. Tiene una gorra roja desgastada. “Me la regaló mi hijo que trabaja ahí, pero está por irse para Colombia. A la gente que sabe de petróleo siempre le sale algún trabajito por ahí”. Le pregunta a Tony quiénes somos y qué estoy anotando, al mismo tiempo que el doble seis aparece en medio de la partida y uno de los jugadores exige que si van a tomarle una foto sea justo ahora, “Para salir contento, soltando este peso”. El hombre de la gorra se ríe y, sin necesidad de preguntarle demasiado, hace memoria: “Yo me acuerdo que la otra reconversión arrancó justo cuando arrancó el año: el primero de enero. Y a uno le explicaron cómo iba a ser la vaina. Esto de ahora me parece tan improvisado. Una mamarrachada. Hace diez años yo ayudé aquí a explicar cómo iba a ser lo del bolívar fuerte. Nos dieron afiches y folleticos. 

Pero, dime tú, hace diez años qué iba a pensar uno que se iba a armar todo este peo, mi hermano, y tendrían que quitar no tres sino cinco ceros. Uno en ese momento creía en su vaina, pero hoy es distinto. Ya se sabe que estos billetes que nos cambian ahorita no van a alcanzar y más adelante tendrán que sacar otros. Yo me acuerdo que el billete de cien bolívares fuertes, el marrón ése que intentaron sacarlo de circulación y era más arrecho que Bruce Willis, ¡no joda! Yo pasé como seis meses para poder tener el primero que fuera mío, mío. Y ahora resulta que en la monedita ésa que sacaron hoy caben mil billeticos de esos. ¡Mil! ¿Quién puede volver a confiar en esta gente?”


Lo interrumpe la algarabía que hay en la esquina del ajiley. Alguien llegó con cinco billetes de dos bolívares soberanos a una mesa en la que siguen permitiendo que los billetes de quinientos y cien bolívares fuertes se mantengan en juego. “Yo leí que después uno los cambia, pero si se pierden qué importa: eso ya no vale un carajo. Esto es más por diversión que por plata”. De todas maneras, cada quien vigila su paquita de billetes y la pone en el lado de la tabla que le sirve de pisapapeles. Les pregunto si alguien más tiene billetes de los nuevos. “Nada más él, que acaba de llegar fiebrúo con los billeticos esos”. El dueño de los billetes refuerza la pantomima y se pavonea con sus bolívares soberanos en las manos. “¡Yo no voy a jugar con ese pichache que tienen ustedes ahí!”, ironiza mientras se ríen y la lata de chimó pasa de una esquina de la mesa a la otra.

La mano bota tres, el que le sigue dos, el otro tres más y él sólo bota una. Levantan y se retan. La mano sube la apuesta. Uno entra y los otros dos se salen. Gana la mano y se lleva todo lo que había en la mesa: tres billetes de cien mil bolívares fuertes y cinco de veinte mil.

Todos tienen el mismo rostro de Simón Bolívar, sólo que en dos colores.


En el delgado bulto de ocho billetes, el ganador apenas alcanza el monto de dos billeticos de los nuevos. “¿Cuántos te ganaste ahí, para ver? Cuatro soberanos y de vaina. Anote ahí, mi hermano: el bolívar fuerte murió un lunes. Por cierto: que no nos salga la cara en la foto a los que estamos jugando cartas, ¿sabes? Con los del dominó no importa, porque ellos sí tienen permiso de su mujer. Mira, ¿y tú nada más escribes o también vas a jugar? ¿Tienes efectivo? ¡Coño, qué calor está haciendo! Y este marico que no nos quiere fiar las cervezas, como si no lo conociera a uno, como si uno no le diera confianza, ¿ah? Bueno, él es quien se deja de ganar las que pudo vender hoy por no querer cobrarlas mañana. Puto calor: parece que fuera a temblar, pero aquí ni esas vainas pasan”.

22-08-18

https://prodavinci.com/el-bolivar-fuerte-murio-un-lunes-una-cronica-funebre/


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