Por Willy McKey
Hoy son los funerales del
bolívar fuerte. Hay silencio. No todas las desgracias tienen la obligación de
llegar haciendo ruido. Es lunes de reconversión. Son las ocho de la mañana y se
supone que justo ahora todo el aparato bancario del país está podándole cinco
ceros a una moneda hiperinflamada. El ruido de la mototaxi de Ernesto es lo
único que resuena en el ascenso por la calle Argentina. No hay buhoneros y la
basura del último domingo de mercado pagado a bolívar fuerte se fermenta
amontonada. El gobierno ordenó día no-laborable, de modo que nadie espera que
pase el camión del aseo urbano. Ni siquiera parece haber suficientes moscas.
— Igual el mercado nunca
abre los lunes. Es normal que no haya mucha gente.
— Aquí siempre hay
buhoneros. Tú vienes el primero de enero y hay buhoneros aquí.
— Coño, verdad…
La referencia de Ernesto
recuerda que reconversión anterior empezó el primero de enero de 2008, después
de un año en campaña de familiarización con el nuevo cono monetario y
sensibilización de las finanzas personales. En aquel año se eliminaron tres
ceros y la inflación oficial rondaba el 20%. Gastón Parra Luzardo era el
presidente del Banco Central de Venezuela y aparecía en las piezas
audiovisuales de la tele y explicaba el redondeo. Incluso, había unas piezas
animadas en las que un villano llamado Mediomalo lanzaba al aire frases que
ahora resultaron profecías. El bolívar fuerte no estuvo ni siquiera cerca de
vencerlo. Al parecer, Mediomalo estaba mejor informado que Parra Luzardo y
aquel niño que gritaba “¡Aquí hay fuerza!” en la entusiasmada propaganda ya
debe tener a varios amigos viviendo fuera del país, en caso de que no haya sido
él quien migrara para ganar en otra moneda.
En aquella reconversión
también se instalaron unos “facilitadores del emisor” en centros comerciales,
terminales de pasajeros, estaciones de metro y otros puntos de tránsito. Acá en
Pérez Bonalde, en el edificio que alguna vez fue la Jefatura Civil de la
Parroquia Sucre y hoy está ocupado por colectivos oficialistas y grafiteado con
figuras que apuntan rifles ak-47, estuvo uno de esos facilitadores. Hoy no hay
una intención distinta a seguir intentando entender algo:
— Por lo menos, esos ciento
ochenta millones del sueldo mínimo, ¿ahora son cuánto?
— Ciento ochenta soberanos.
No. Ya va…
— Si le quitas cinco ceros
no es ciento ochenta. Eso es quitarle seis.
— Yo lo que hago es que le
quito seis y después le pongo uno. Mil ochocientos.
Cada quien estructura su
método, pero el hambre siempre reconduce las conversaciones. Alguien repara en
que son las nueve y media y no han desayunado. Otro dice que en los gochos de
la calle Colombia están abiertos y los conocen: “Podemos pedir unas empanadas y
mañana transferimos”. Ernesto me pregunta si ahí también me conocen, pero le
digo que no. “Vámonos a Quinta Crespo, que ahí tengo dónde. Yo tampoco he
comido”.
Bajamos por la calle
Colombia para retomar la Av. Sucre. Hay guacales apilados, tenderetes
recogidos, nada abierto. Sólo una avícola en la parte de atrás del Mercado de
Catia. No están despachando. “Vinimos fue para aprovechar el feriado y limpiar
esto. Como nos avisaron que había agua… así que jabón y manguera con eso”.
La vía desde el oeste hacia
el centro de Caracas que pasa por el Palacio de Miraflores está militarizada.
“Hoy los soldados deben estar ociosos”. Ernesto prefiere agarrar por Lídice y
salir por La Pastora, con la intención de caer a la Avenida Baralt y bajar
hasta Quinta Crespo. En toda la colina del barrio se respira un aire denso,
vergonzoso como una resaca de domingo para lunes. Algo parecido a lo que los
franceses llaman surmenage. No es distinto en la avenida. Santamarías
cerradas que uniforman la avenida desierta. Incluso la militancia oficialista
que hace guardia simbólica en Puente Llaguno se agarró el día.
Desde la Avenida Panteón
hasta Quinta Crespo, sólo vimos dos unidades de transporte público de las rutas
que van hacia El Paraíso. El local donde Ernesto esperaba que nos fiaran estaba
cerrado, así que decidimos volver vía Cota Mil, pero le pido que nos desviemos hacia
La Concordia antes de seguir. Una cuadra más arriba hay un estacionamiento
privado que hace años fue tomado y ahora es manejado por un colectivo
oficialista. Está cerrado y varios de los propietarios que tienen su vehículo
ahí no consiguen entrar. Llaman al encargado y les avisa que viene en camino,
que le ha costado conseguir transporte, pero que en minutos estará ahí. Llega y
alguien le dice bromeando que pensaba que habían secuestrado los carros para
devaluarlos. “Será para volverlos soberanos, ¿ah?”, dice antes de reírse y
quitar los candados mientras exclama un “¡Qué bolas este peo!” tan abstracto y
tan acertado a la vez. Tiene una bolsa con panes y le preguntan dónde los
compró. Cerca hay una panificadora que está despachando panes dulces a ochocientos
bolívares fuertes por una ventanita. Entre Ernesto y yo tenemos tres billetes
de mil. Compramos dos panes y nos vamos a la Plaza La Concordia a comer. Le
cuento la historia de la plaza, de La Rotunda, de López Contreras. Ernesto vive
en la Avenida Victoria. Se reprocha a sí mismo conocer tan poco el centro y
luego tiene un par de ideas sobre lo que él haría con El Helicoide. Me pregunta
por un amigo que metieron preso hace casi dos semanas. “No sabemos nada”. Se
nos acaba el pan y seguimos.
La Cota Mil es una vía
rápida que alguna vez se proyectó con la idea de llegar hasta Catia. Sólo llega
hasta aquí, en el entrompe con la Avenida Baralt. Dejamos atrás la salida hacia
San Bernardino, Maripérez y nos salimos en La Florida. Ernesto tiene un pana
con gasolina en Chapellín, que lo iba a salvar si no abrían las bombas. Ya es
la hora del almuerzo y quedé en encontrarme ahí con Tony, el otro mototaxista,
porque Ernesto tiene un compromiso a las doce y media. En la entrada del barrio
hay un local de comidas donde sí me conocen y nos fían dos sopas. Ernesto come
y se despide. Antes de subirse a la moto, le llega un SMS donde su mujer le
dice que algunos bancos ya están operativos. Igual quedamos en que le pago
mañana. O más tarde.
Tony llega confirmando que
ya algunos cajeros están dando plata. Decidimos dar una vuelta por Plaza
Venezuela. La ciudad todavía parece un desierto habitado y el sol del mediodía
lo hace más evidente. En toda la Avenida Casanova vuelve a aparecer el sopor,
esa resaca de lunes. Pequeñas filas en algunos bares revelan el rito de algunos
clientes fijos que no pretenden renunciar a la evasión vuelta cerveza. “Si el
gobierno dice que es día de fiesta, hay que celebrar”, dice una mujer alicorada
en esa pollera venida a menos que alguna vez fue un night-club con luces neón.
Alguien pregunta si ya funciona el punto: “Todavía no” y en ese “todavía” hay
un hastío de quien no quisiera perder el día.
— ¿Sabes si El Recreo está
abierto?”
— Me imagino que sí. A esos
carajos los multan sino abren.
— ¿Incluso si es feriado?
— Ah, coño… no sé. Pero me
imagino que sí deben estar abiertos.
Está abierto, pero vacío.
Apenas algunos peatones en parejas o grupos de tres entran apurando el paso. A
varios se les ven las tarjetas de débito en las manos. Vienen del Farmatodo de
la esquina. Se gritan de una acera a otra: “¿Sí tiene?” “¿Cuál es tu banco?”
“¿Y cuánto están dando? ¡No joda!”. La escena se repite unas tres veces desde
el Farmatodo hasta la mítica arepera Misia Jacinta, ésa que alguna vez funcionó
las veinticuatro horas de los sietes días de la semana todo el año. “Excepto el
primero de enero”. Y una vez más Caracas se calca: “Con lo de la reconversión
no abrimos, pero aprovechamos para venir a limpiar. Nos avisaron que había agua
y en eso estamos, aunque si ya los bancos están funcionando como que deberíamos
abrir, ¿no?”
Es un día feriado en el que
nadie se atrevió a hacer planes, porque los planes son dinero. El primer cajero
automático con una fila que avanzaba se nos cruzó justo donde El Rosal se
vuelve Chacao. “Está dando billetes de dos, de cinco y de diez”, afirma un
desocupado que sólo ha venido a ver la fila, como si volver a ver efectivo se
tratara de un espectáculo de feria. Después del reconocible sonido de una
máquina que cuenta billetes que pueden ser nuestros, la pared de ladrillos
escupe dinero. La nostalgia que se despierta en los tarjetahabientes es
brevísima. Se transforma en decepción apenas se percatan de que el monto máximo
es diez bolívares soberanos. Un millón de los de antes. Saquemos cuentas: un
café pequeño en la panadería que está cerrada justo al lado costaba, al menos
hasta ayer, dos millones y medio de bolívares fuertes. Si no lo aumentan,
mañana costará veinticinco. Es más del doble de lo que el cajero les había
hecho creer que era una buena noticia.
El nuevo comienzo económico
arranca decepcionando a sus primeros testigos.
Algunos negocios de comida
se envalentonan, pero no abren “hasta chequear los puntos de pago con las
tarjetas de algunos empleados y clientes de confianza, no vaya a ser que falle
y nos quedemos en el aire. Con esta gente nunca se sabe”.
En la entrada del barrio
Pajaritos, en las ruinas de una gasolinera que ya no parece sino un baldío, un
grupo de señores juega a las cartas y apuestan el efectivo que tienen entre lo
dulce del azar y lo amargo del chimó. Juegan sobre una mesa improvisada, la
suma de una tabla y un cartón sobre el último muro de los que separaban la
acera de la bomba de gasolina. Del otro lado, en la misma entrada al barrio,
hay una mesa de dominó donde se dejan menos cosas al azar.
Al lado de los jugadores hay
un sofá destartalado, que tiene como asiento el resto del cartón que no usaron
para la mesa de las cartas. El hombre que está ahí aguarda a que se termine la
partida que está en marcha. Destaca por reposado, sereno. Tiene una gorra roja
desgastada. “Me la regaló mi hijo que trabaja ahí, pero está por irse para
Colombia. A la gente que sabe de petróleo siempre le sale algún trabajito por
ahí”. Le pregunta a Tony quiénes somos y qué estoy anotando, al mismo tiempo
que el doble seis aparece en medio de la partida y uno de los jugadores exige
que si van a tomarle una foto sea justo ahora, “Para salir contento, soltando
este peso”. El hombre de la gorra se ríe y, sin necesidad de preguntarle
demasiado, hace memoria: “Yo me acuerdo que la otra reconversión arrancó justo
cuando arrancó el año: el primero de enero. Y a uno le explicaron cómo iba a
ser la vaina. Esto de ahora me parece tan improvisado. Una mamarrachada. Hace diez
años yo ayudé aquí a explicar cómo iba a ser lo del bolívar fuerte. Nos dieron
afiches y folleticos.
Pero, dime tú, hace diez años qué iba a pensar uno que se
iba a armar todo este peo, mi hermano, y tendrían que quitar no tres sino cinco
ceros. Uno en ese momento creía en su vaina, pero hoy es distinto. Ya se sabe
que estos billetes que nos cambian ahorita no van a alcanzar y más adelante
tendrán que sacar otros. Yo me acuerdo que el billete de cien bolívares
fuertes, el marrón ése que intentaron sacarlo de circulación y era más arrecho
que Bruce Willis, ¡no joda! Yo pasé como seis meses para poder tener el primero
que fuera mío, mío. Y ahora resulta que en la monedita ésa que sacaron hoy
caben mil billeticos de esos. ¡Mil! ¿Quién puede volver a confiar en esta
gente?”
Lo interrumpe la algarabía
que hay en la esquina del ajiley. Alguien llegó con cinco billetes de dos
bolívares soberanos a una mesa en la que siguen permitiendo que los billetes de
quinientos y cien bolívares fuertes se mantengan en juego. “Yo leí que después
uno los cambia, pero si se pierden qué importa: eso ya no vale un carajo. Esto
es más por diversión que por plata”. De todas maneras, cada quien vigila su
paquita de billetes y la pone en el lado de la tabla que le sirve de pisapapeles.
Les pregunto si alguien más tiene billetes de los nuevos. “Nada más él, que
acaba de llegar fiebrúo con los billeticos esos”. El dueño de los billetes
refuerza la pantomima y se pavonea con sus bolívares soberanos en las manos.
“¡Yo no voy a jugar con ese pichache que tienen ustedes ahí!”, ironiza mientras
se ríen y la lata de chimó pasa de una esquina de la mesa a la otra.
La mano bota tres, el que le
sigue dos, el otro tres más y él sólo bota una. Levantan y se retan. La mano
sube la apuesta. Uno entra y los otros dos se salen. Gana la mano y se lleva
todo lo que había en la mesa: tres billetes de cien mil bolívares fuertes y
cinco de veinte mil.
Todos tienen el mismo rostro
de Simón Bolívar, sólo que en dos colores.
En el delgado bulto de ocho
billetes, el ganador apenas alcanza el monto de dos billeticos de los nuevos.
“¿Cuántos te ganaste ahí, para ver? Cuatro soberanos y de vaina. Anote ahí, mi
hermano: el bolívar fuerte murió un lunes. Por cierto: que no nos salga la cara
en la foto a los que estamos jugando cartas, ¿sabes? Con los del dominó no
importa, porque ellos sí tienen permiso de su mujer. Mira, ¿y tú nada más
escribes o también vas a jugar? ¿Tienes efectivo? ¡Coño, qué calor está
haciendo! Y este marico que no nos quiere fiar las cervezas, como si no lo
conociera a uno, como si uno no le diera confianza, ¿ah? Bueno, él es quien se
deja de ganar las que pudo vender hoy por no querer cobrarlas mañana. Puto
calor: parece que fuera a temblar, pero aquí ni esas vainas pasan”.
22-08-18
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