Benigno Alarcón Deza 29 de agosto de 2018
@benalarcon
En
nuestro último columna prometimos dedicar la presente a tratar de explicar cómo
puede producirse una transición democrática y el anhelado cambio que desde hace
ya tiempo la casi totalidad del país reclama y que hoy, más que un tema de
preferencias políticas, es una condición de la que depende la viabilidad misma
del Estado y la supervivencia de millones de venezolanos.
Hoy,
el sector democrático del país se encuentra sumido en la más profunda confusión
y parálisis. En lo personal, no puedo hacer responsable a ningún líder en
particular, pero mientras no se tomen decisiones, todos, sin excepción –por
acción u omisión– somos corresponsables de esta debacle. Tampoco es serio
explicar la situación a partir de teorías conspirativas que solo logran dividir
y debilitar más al sector democrático. Creo, hasta que alguien pruebe de manera
fehaciente e irrefutable lo contrario, que líderes como Henry Ramos, Julio
Borges, Leopoldo López, Henrique Capriles, Tomás Guanipa, Omar Barboza, Freddy
Guevara, Antonio Ledezma, María Corina Machado y Andrés Velásquez, entre otros
muchos, son de esta causa y no fichas del Gobierno.
También
comprendo, porque he estudiado y enseñado sobre conflicto y negociación por más
de veinte años, que las dificultades para alcanzar acuerdos en la oposición
tienen más que ver con condiciones estructurales de la situación (dilema de
prisionero), que con los actores. Se está ante una situación donde los costos
potenciales para los actores son muy altos, como lo demuestran Leopoldo López o
Juan Requesens, los más visibles hoy de entre cientos de héroes –conocidos o
anónimos– que han perdido su libertad o la vida. Lo menos que podemos hacer es
honrarlos con nuestro reconocimiento y respeto. Asimismo, los incentivos de
liderar esta lucha hacen mucho más difícil la coordinación, porque aquel líder
que logre sacar adelante la transición democrática del país ocupará un lugar especial
en la historia de Venezuela.
En la
medida en que el país renuncie a la convicción de que el cambio político está
en nuestras manos y no en factores o actores externos, el régimen habrá logrado
desmovilizar y afianzarse en el poder, mientras esperamos que algo pase o
alguien haga la tarea que nos corresponde a los venezolanos, en un mundo donde
más de la mitad de la humanidad se encuentra gobernada por regímenes
autoritarios. Sin la conformación de una amplia coalición social y política
nadie podrá llevar adelante la titánica tarea de generar un cambio político y
transformar a Venezuela en un país normal.
Como
afirmó Samuel Huntington (1980), la característica principal de las
transiciones democráticas a partir de lo que llamó la tercera ola de
democratización –iniciada con la Revolución de los Claveles, tras el golpe de
estado en Portugal (1974)– es que han sido impulsadas por la movilización
masiva de sus sociedades. En sentido contrario, la mayor parte de los procesos
de transición que se han intentado de arriba hacia abajo han fracasado
–circunscribiendo la dinámica a la interacción entre las élites políticas del
gobierno y la oposición– porque es mucho más fácil para un régimen con vocación
autoritaria perseguir, encarcelar, reprimir, ignorar o cooptar a unos pocos
líderes que conforman una élite con intenciones reformistas, que a un pueblo
que se moviliza masivamente para exigir y presionar por un cambio político.
Estos
niveles de movilización masiva se consiguieron durante la consulta del 16 de
julio de 2017, cuando alrededor de siete millones de personas tomaron las
calles para dar apoyo a todo lo que la oposición planteó en aquellas tres
preguntas a las que dedicamos nuestro anterior artículo. Lamentablemente, como
se hizo obvio posteriormente, no se tuvo una ruta estratégica más allá de la
consulta misma. Así, una de las mayores movilizaciones de protesta que se haya
hecho contra el régimen, terminó siendo el debut y la despedida de una clara
manifestación a favor del cambio, extendida por más de 120 días, pero que llegó
al declive como consecuencia de su anarquización y violencia.
La
desesperanza parece ser hoy el sentimiento dominante en una sociedad que,
aunque mayoritariamente opuesta al actual orden, se encuentra desmovilizada y
confundida. Sabemos, porque lo hemos evaluado y vivido en los últimos 19 años,
que sí es posible levantar las expectativas y movilizar a la sociedad
nuevamente, y es imprescindible para lograr el tan anhelado cambio político. Lo
que no puede repetirse es movilizar sin estrategia y objetivos claramente definidos;
la movilización no puede ser un fin en sí misma sino el medio para producir la
transición democrática.
Pese
al escepticismo que nos domina y que está más que justificado, sigo convencido
de que una transición democrática, pacífica y sin derramamiento de sangre sigue
siendo posible, independientemente de la demostrada falta de disposición del
régimen a salidas negociadas y a su inclinación a usar toda su fuerza para
mantenerse en el poder.
Recientemente,
un importante experto en la situación política de África me comentó, durante su
visita a Venezuela, que la diferencia de nuestro país con algunas dictaduras
africanas radica en que los venezolanos aún no se han rendido. Construir las
condiciones políticas para girar el tablero de juego a favor de los sectores
democráticos sí es posible.
El
éxito del sector democrático no depende de estrategias secretas ni de tácticas
de guerra para las cuales no está preparado, ni suelen ser exitosas, como
demuestra el fracaso de decenas de procesos que trataron de impulsar cambios
por la fuerza, algunos con resultados desastrosos, como en Serbia. No existe
ningún escenario que el régimen ya no conozca, es quien mejor ha estudiado
esta teoría y comprende, mejor que los
sectores democráticos, las dinámicas transicionales. A fin de cuentas, en ello
se juega su propia existencia.
Hay
que retomar una lucha asimétrica en la arena política para lograr la
movilización social masiva, capaz de producir un cambio político que no pueda
ser contenido por la fuerza. Una ruta estratégica debe considerar, al menos,
cinco componentes básicos: presión interna, presión internacional, reducción de
los costos de tolerancia, tener un plan para un gobierno que atienda la
gobernabilidad durante la transición y prepararse para una elección
presidencial.
Desarrollemos y razonemos brevemente cada
uno de estos componentes.
1. Presión interna. Ya
dijimos que la mayor parte de las transiciones democráticas en el mundo se han
producido por la movilización y presión social masivas, como lo identificó
Huntington. Si quienes demandan cambio son mayoría, como el 80% de la población
venezolana, pero están paralizados por miedo, por su sobrevivencia o por
división en su liderazgo –los regímenes generan condiciones para todo ello–, el
régimen no tiene necesidad de reprimir para sostenerse y su costo de represión
es cero. Los movimientos sociales exitosos demandaron porcentajes pequeños, de
entre el 3,5 y el 5% de esas poblaciones, como lo documentó el estudio de Erika
Chenoweth y María Stephan (2009). Pero para alcanzar consistentemente esos
niveles de participación la renuncia a la violencia de los movilizados es
condición sine que non. La violencia genera la excusa para reprimir,
desincentiva la participación ciudadana y deja el conflicto en manos de los más
radicales, lo que escala la reacción de los cuerpos policiales, que vencen por
estar mejor equipados. En sentido opuesto, con menor nivel de violencia hay
mayor participación y el costo de reprimir es mayor para el gobierno. Así,
crecen exponencialmente las probabilidades de producir un cambio; pero eso
implica crear las condiciones para una acción colectiva coordinada y sostenible
–como una gran orquesta– ello demanda organización, planificación y ejecución
con una sola partitura y bajo una sola dirección o liderazgo.
2. Presión internacional: La
presión internacional ha tenido una gran importancia en buena parte de los
procesos de transición política, aunque no suelen ser su variable causal. Es
indudable que en el caso venezolano la comunidad internacional ha demostrado
niveles de compromiso con la democracia como nunca antes, aunque ha sido
también evidente que tales esfuerzos son insuficientes para producir un cambio.
Ante la falta de resultados las demandas suelen ubicarse en un espectro que va
desde el cese de las sanciones hasta la intervención armada. La presión
internacional ejercida a través de sanciones, como es nuestro caso, sí genera
una elevación de los costos para el régimen, pero tiene un efecto paradójico
que perjudica un proceso de transición. Mientras por un lado tiene la virtud de
elevar los costos para quienes son llamados a reprimir para mantener al
gobierno en el poder, por el otro aumenta los costos que un potencial cambio
tiene para quienes están en las listas de sancionados. Las esperanzas de una
transición democrática en Venezuela no pueden endosarse a la comunidad
internacional porque las decisiones de los países aliados no están en manos del
sector que demanda cambio en Venezuela. Las actuaciones de los aliados
internacionales de la democracia, al ser países democráticos, responden más a
razones de política interna en cada país que a las preferencias o convicciones
de sus propios mandatarios. Ante este escenario, la falta de resultados puede
llevar a un desescalamiento de la presión internacional si no se reorientan los
esfuerzos y se optimiza la coordinación entre actores democráticos nacionales e
internacionales, de manera tal que existan expectativas creíbles para un cambio
democrático. La comunidad internacional continuará apoyando los cambios
democráticos, pero no invadirá Venezuela ni puede hacer la tarea que
corresponde al liderazgo político y social del país. Para avanzar es esencial
una estrecha coordinación entre la comunidad democrática internacional y un
liderazgo nacional bien definido que tenga la responsabilidad de impulsar el
proceso de transición.
3. Reducir
los costos de tolerancia: La mayor parte de los procesos de
transición se han producido por una combinación de conflicto y negociación. El
conflicto generado por la movilización social masiva y la negociación con
actores clave del régimen, o esenciales para su sostenimiento. En estos procesos
es fundamental que el liderazgo democrático sea capaz de generar una visión de
país inclusiva, en la que aquellos que apoyaron o aún sostienen al régimen no
vean el cambio como una situación terminal en la que se juegan la vida, porque
ello les pondría en una posición de luchar o morir. En tal sentido, es esencial
que el liderazgo democrático pueda posicionarse del lado de la tolerancia y la
justicia, que es lo opuesto a la venganza; demostrar que se está abierto al
diálogo constructivo con los sectores que estén dispuestos a cooperar para
llevar al país a la normalidad, pero no a negociaciones maliciosas como las que
se dieron en República Dominicana. Es necesario que el liderazgo democrático
sea capaz de convencer a quienes hoy sostienen al régimen que su futuro está en
manos de ese liderazgo y no en las de un régimen que se resiste a su inevitable
colapso. Estos procesos de negociación, en ocasiones, se producen con los
mismos actores gubernamentales (España, Sudáfrica, Brasil o Chile), y en otros
casos se producen, ante la negativa del régimen, con quienes lo soportan (Perú,
Polonia, Serbia, Ucrania, República Checa, Túnez o Egipto). Quienes están
dispuestos a negociar solo lo harán si saben quién gobernará la transición, lo
que obliga a definir quién gobernará ese lapso y prepararse para una
negociación, aunque hoy no la creamos posible.
4. Tener
un plan de gobierno que atienda la gobernabilidad durante la transición: Este
es uno de los componentes más complejos, imposible de abordar en pocas líneas,
me limitare a algunas ideas puntuales. Existen numerosos esfuerzos, muy
valiosos, de reconocidos expertos que han trabajado en planes de gobierno, pero
pocas veces se tiene presente que gobernar en una transición no es lo mismo que
hacerlo en democracia. Esta diferencia queda plasmada en casos como el de
Egipto, donde se perdió el gobierno de transición en menos de un año; o el de
Nicaragua, donde el proceso se revirtió en el mediano plazo como consecuencia
de decisiones y medidas que no se implementaron durante el gobierno de
transición. Un gobierno de transición debe concentrar todos sus esfuerzos en
levantar de manera simultánea y balanceada tres pilares sobre los cuales se
sostendrá la gobernabilidad. Primero, el pilar democrático, lo que incluye
entre otros objetivos la reforma electoral, el fortalecimiento del sistema de
partidos políticos y de la sociedad civil organizada. Segundo, el pilar de la
capacidad estatal mediante reformas institucionales y burocráticas que busquen
el fortalecimiento de las instituciones que darán sostén a la nueva democracia,
así como su capacidad para canalizar y dar respuesta a las múltiples demandas
que se generan desde el sistema político y social. Tercero, el estado de
derecho, lo que implica tanto la reforma del marco constitucional y legal
vigente, como del sistema judicial de administración de justicia.
5. Prepararse
para una elección presidencial: Dejamos para el cierre
el componente que, sin lugar dudas, será el más controversial, o sea, la
necesidad de preparase para una elección presidencial que es muy difícil
predecir cuándo y bajo qué condiciones se producirá. Como hemos dicho en
artículos anteriores, es falsa la idea de que “dictadura no sale por votos”, de
hecho, como consecuencia de una elección han salido regímenes tan represivos
como los de Pinochet en Chile, Milosevic en Serbia, o Yanukovich en Ucrania. En
este sentido, es importante entender que el rol de lo electoral en una transición
no siempre es el mismo. Han existido casos en los que lo electoral ha sido el
detonador de las crisis, que terminaron en una transición política por un error
de cálculo del régimen (Perú, Serbia, Ucrania, Polonia). En otras situaciones
la elección no ha sido el detonador sino el resultado de una transición
negociada, como sucedió en España tras la muerte de Franco; o en Sudáfrica con
las negociaciones entre Mandela y de Klerk. En otros casos, los menos
frecuentes, las elecciones se han constituido en el capítulo inicial de un
proceso de transición, tras la ruptura o la salida del régimen anterior, por
mecanismos distintos a los electorales (golpe de estado o colapso del régimen
gobernante) como sucedió en los casos de Venezuela tras la caída de Pérez Jiménez
y Portugal tras la Revolución de los Claveles. En respuesta a quienes
alegan que el actual gobierno ha cerrado la vía electoral o jamás permitirá una
elección, es importante recordar que ninguna autocracia o dictadura, como la de
Venezuela, renuncia o celebra una elección voluntariamente para perder el
poder, sino porque la presión supera su capacidad de represión o porque quienes
ejercen la represión deciden no continuar asumiendo los costos de sostener al
régimen y éste se ve obligado a renunciar o negociar la forma y consecuencias
de su salida. Bien sea en el escenario de una salida electoral –producto de un
error de cálculo del régimen–, de una transición electoral negociada o de una
elección posterior a una ruptura, el sector democrático del país está obligado
a definir un liderazgo unitario que tenga la capacidad de ganar una contienda
electoral, sin las condiciones y garantías ideales, y tenga la legitimidad
necesaria para desarrollar las tareas propias de una transición, durante un
periodo que nunca podría ser menor a dos años. La no definición de tal
liderazgo con suficiente anticipación coloca al sector democrático en una
posición de gran vulnerabilidad que implicaría la pérdida de una importante
oportunidad de cambio, como sucedió con el caso de la Primavera Árabe. En
Egipto, en menos de un año, los Hermanos Musulmanes perdieron el gobierno de
transición tras un golpe de estado ejecutado por el mismo ejército que estuvo
bajo las ordenes de Mubarak y que luego lo desalojó del poder. Ese ejército
resultó “legitimado” en un proceso electoral posterior que colocó a su
comandante como nuevo jefe de un estado hoy mucho más represivo.
En
Venezuela, la demanda por una nueva elección presidencial es una de las pocas
banderas en torno a la cual se puede unificar y coordinar la presión nacional e
internacional. En lo internacional, porque una parte importante de la comunidad
democrática ha desconocido la validez de la elección presidencial del pasado
mes de mayo y ha exigido, una y otra vez, la celebración de elecciones
democráticas. En lo interno, porque una proporción mayor a dos tercios del país
no reconoce tampoco la pasada elección presidencial, pero además está
consciente de que la grave problemática del país no cambiará sin que antes haya
un cambio de gobierno.
La
ruta descrita demanda un factor común para su desarrollo exitoso, un liderazgo
que asuma la dirección y vocería única del proceso, que debe desarrollarse bajo
un plan debidamente concebido. Tal como sucede con una orquesta, se necesita un
director y una partitura, sin tal liderazgo resulta prácticamente imposible lograr
avances significativos en ninguno de los componentes descritos. Sin un
liderazgo único, o unitario, es imposible lograr el nivel de coordinación para
movilizar a la sociedad de manera masiva para generar los niveles necesarios de
presión interna. Sin un liderazgo único, o unitario, no es posible coordinar
esfuerzos con la comunidad internacional de manera eficiente. Sin un liderazgo
que ejerza la dirección y vocería del cambio es imposible construir una visión
coherente del país posible y tampoco es posible que los actores
gubernamentales, o quienes les sostienen en el poder, encuentren una
contraparte con quien negociar. Sin liderazgo unitario alrededor del que se
generen expectativas creíbles de cambio, es imposible conformar con suficiente
anticipación equipos que puedan preparase adecuadamente para gobernar en medio
de las dificultades e inestabilidad propias de una transición política. Sin un
liderazgo único, o unitario, es imposible estar preparados para ganar una
elección y blindar a un nuevo gobierno con la legitimidad necesaria para
consolidar una democracia, bien sea porque esta elección se produzca como
resultado de la presión interna e internacional, de una negociación, o como
consecuencia de una renuncia o ruptura del bloque de gobierno.
Lo expuesto
nos obliga a una conclusión inevitable: la transición, como ha sucedido en la
mayoría de los casos, exige la definición de su liderazgo y de una estrategia
única que permita orquestar la presión interna e internacional, asumir la
vocería que permita construir una visión de país y la interlocución con quienes
estén dispuestos a negociar. Un liderazgo con un equipo y un plan de gobierno
apropiados a los desafíos de un proceso de democratización, y alrededor del que
se construya el consenso y apoyo necesarios para garantizar su éxito en una
elección que lo envista de la legitimidad imprescindible para emprender los
cambios urgentes que el país necesita, pero que no resultarán sencillos.
Tal
liderazgo, para ser efectivo, demanda un importante nivel de consenso, por lo
que difícilmente puede derivarse de un acuerdo entre élites partidistas. Tales
liderazgos, normalmente, son legitimados desde las propias bases, bien sea
mediante procesos formales, como una primaria, o ante la falta de reglas y
procesos que permitan su elección, terminan por emerger y abrirse paso en medio
de las dificultades y desafíos propios de un proceso de cambio político.
Las
circunstancias y condiciones bajo las cuales se celebró la elección
presidencial del pasado mes de mayo hacen imposible para la comunidad
internacional democrática el reconocimiento de la presidencia de Maduro a
partir de enero de 2019. Tal situación constituye una nueva ventana de
oportunidad que solo es posible aprovechar, sí y solo sí, el país y la comunidad
internacional se unifican en torno a un solo objetivo: elecciones democráticas
para elegir al Presidente que liderará un gobierno de transición a partir de
enero de 2019.
Tomado
de: https://politikaucab.net/2018/08/28/como-producir-una-transicion-democratica-en-venezuela/
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