Francisco Fernández-Carvajal 27 de agosto de 2018
— La vida,
una continua conversión.
— Comenzar
y recomenzar.
—
Valorar lo pequeño que nos separa del Señor. La Virgen y la conversión.
I. San
Agustín había sido educado cristianamente por su madre, Santa Mónica. Como
consecuencia de este desvelo materno, aunque hubo unos años en que estuvo lejos
de la verdadera doctrina, siempre mantuvo el recuerdo de Cristo, cuyo nombre
«había bebido», dice él, «con la leche materna»1.
Cuando, al cabo de los años, vuelva a la fe católica afirmará que regresaba «a
la religión que me había sido imbuida desde niño y que había penetrado hasta la
médula de mi ser»2.
Esa educación primera ha sido, en innumerables casos, el fundamento firme de la
fe, a la que muchos han vuelto después de una vida quizá muy alejada del Señor.
El
amor a la verdad que siempre estuvo en el alma de Agustín, y especialmente el leer
algunas obras de los clásicos3,
no le libró de caer en errores graves y en llevar una vida moral lejos de Dios.
Sus errores consistieron principalmente «en el planteamiento equivocado de las
relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente
entre una y otra; en el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la
consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que
abandonar la Iglesia; y en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado
no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la
responsabilidad humana del pecado mismo»4.
Después
de años de buscar la verdad sin encontrarla, con la ayuda de la gracia que su
madre imploró constantemente llegó al convencimiento de que solo en la Iglesia
católica encontraría la verdad y la paz para su alma. Comprendió que fe y razón
están destinadas a ayudarse mutuamente para conducir al hombre al conocimiento
de la verdad5, y que cada una tiene su propio campo. Llegó al convencimiento
de que la fe, para estar segura, requiere la autoridad divina de Cristo que se
encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la Iglesia6.
Nosotros
también recibimos muchas luces en la inteligencia para ver claro, para conocer
con profundidad la doctrina revelada, y abundantes ayudas en la voluntad para
mantener en nuestra alma un estado de continua conversión, para estar cada día
un poco más cerca del Señor, pues «para un hijo de Dios, cada jornada ha de ser
ocasión de renovarse, con la seguridad de que, ayudado por la gracia, llegará
al fin del camino, que es el Amor.
»Por
eso, si comienzas y recomienzas, vas bien. Si tienes moral de victoria, si
luchas, con el auxilio de Dios, ¡vencerás! ¡No hay dificultad que no puedas
superar!»7. El Señor nunca niega su ayuda. Y si tuviéramos la desgracia
de separarnos de Él gravemente, nos esperará cada instante como el padre del
hijo pródigo, como aguardó durante tantos años la vuelta de San Agustín.
II.
Aunque Agustín veía claro dónde estaba la verdad, su camino no había terminado.
Buscaba excusas para no dar ese paso definitivo, que para él significaba,
además, una entrega radical a Dios, con la renuncia, por predilección a Cristo,
de un amor humano8.
«No es que le estuviera prohibido casarse -esto lo sabía muy bien Agustín, lo
que no quería era ser cristiano solamente de esta manera: renunciando al ideal
acariciado de la familia y dedicándose con todasu alma al amor y a
la posesión de la Sabiduría (...). Con gran rubor se preguntaba a sí
mismo: ¿No podrás tú hacer lo que hicieron estos jóvenes y estas
jóvenes? (Conf. 8, 11, 27). De ello se originó un drama
interior, profundo, lacerante, que la gracia divina condujo a buen desenlace»9.
Dio ese paso definitivo en el verano del año 386, y nueve meses más tarde, en
la noche del 24 al 25 de abril del año siguiente, durante la vigilia pascual,
tuvo su encuentro para siempre con Cristo, al recibir el Bautismo de manos de
San Ambrosio. Así cuenta el Santo la serena pero radical decisión que cambiaría
completamente su vida: «Fuimos (él, su amigo Alipio y su hijo Adeodato) donde
mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado. Ella se alegró. Le contamos
el desarrollo de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecir porque
Tú, Señor, concedes más de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3,
20). Veía que le habías otorgado, con relación a mí, más de lo que había pedido
con sus gemidos y lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan
absolutamente, que ya no buscaba ni esposa ni carrera en este mundo»10.
Cristo llenó por entero su corazón.
Nunca
olvidó San Agustín aquella noche memorable. «Recibirnos el bautismo recuerda al
cabo de los años y se disipó en nosotros la inquietud de la vida pasada.
Aquellos días no me hartaba de considerar con dulzura admirable tus profundos
designios sobre la salvación del género humano». Y añade: «Cuántas lágrimas
derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente
en tu Iglesia»11.
La
vida del cristiano nuestra vida está acompañada de frecuentes conversiones.
Muchas veces hemos tenido que hacer de hijo pródigo y volver a
la casa del Padre, que siempre nos espera. Todos los santos saben de esos
cambios íntimos y profundos, en los que se han acercado de una manera nueva,
más sincera y humilde, a Dios. Para volver al Señor es necesario no excusar
nuestras flaquezas y pecados, no hacer componendas con aquello que no va según
el querer de Dios. ¡Cómo recordaría San Agustín su conversión cuando años más
tarde, siendo ya Obispo, predicaba a sus fieles!: «Pues yo reconozco mi
culpa, tengo presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados
ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien
palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto
precisamente puede atreverse a pedir perdón»12.
Fiados
de la misericordia divina, no nos debe importar estar siempre comenzando. «Me
dices, contrito: “¡cuánta miseria me veo! Me encuentro, tal es mi torpeza y tal
el bagaje de mis concupiscencias, como si nunca hubiera hecho nada por
acercarme a Dios. Comenzar, comenzar: ¡oh, Señor, siempre en los comienzos! Procuraré,
sin embargo, empujar con toda mi alma en cada jornada”.
»Que
Él bendiga esos afanes tuyos»13.
III. «Buscad
a Dios, y vivirá vuestra alma. Salgamos a su encuentro para alcanzarle, y
busquémosle después de hallarlo. Para que le busquemos, se oculta, y para que
sigamos indagando, aun después de hallarle, es inmenso. Él llena los deseos
según la capacidad del que investiga»14.
Esta
fue la vida de San Agustín: una continua búsqueda de Dios; y esta ha de ser la
nuestra. Cuanto más le encontremos y le poseamos, mayor será nuestra capacidad
para seguir creciendo en su amor.
La
conversión lleva siempre consigo la renuncia al pecado y al estado de vida
incompatible con las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia, y la vuelta sincera
a Dios. Hemos de pedir con frecuencia a Nuestra Madre Santa María que nos
conceda la gracia de prestarle importancia aun a lo que parece pequeño, pero
que nos separa del Señor, para apartarlo y arrojarlo lejos de nosotros. Este
camino de conversión parte siempre de la fe: el cristiano mira la infinita
misericordia de Dios, movido por la gracia, y reconoce su culpa o su falta de
correspondencia a lo que Dios esperaba de él. Y, a la vez, nace en el alma una
esperanza más firme y un amor más seguro.
Al
terminar hoy nuestra oración, no olvidemos que «a Jesús siempre se va y se
“vuelve” por María»15.
Dirígete a Ella, «pídele que te haga el regalo prueba de su cariño por ti de la
contrición, de la compunción por tus pecados, y por los pecados de todos los
hombres y mujeres de todos los tiempos, con dolor de Amor.
»Y,
con esa disposición, atrévete a añadir: Madre, Vida, Esperanza mía, condúceme
con tu mano... y si algo hay ahora en mí que desagrada a mi Padre-Dios,
concédeme que lo vea y que, entre los dos, lo arranquemos.
»Continúa
sin miedo: ¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen Santa María!, ruega
por mí, para que, cumpliendo la amabilísima Voluntad de tu Hijo, sea digno de
alcanzar y gozar las promesas de Nuestro Señor Jesús»16.
No olvidemos que también Dios, pacientemente, nos espera a nosotros. Nos llama
a una vida de fe y de entrega más plenos. No retrasemos nuestra llegada.
1 San
Agustín, Confesiones, 3, 4, 8. —
2 ídem, Tratado
contra los Académicos, 2, 2, 5. —
3 ídem, Confesiones,
3, 4, 7. —
4 Juan
Pablo II, Carta Apost. Agustinum hipponensem, 28-VIII-1986.
—
5 San
Agustín Tratado contra los Académicos, 3, 20, 43. —
6 ídem, Confesiones,
6, 5, 7; 7, 7, 11. —
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 344. —
8 Cfr. San
Agustín, Confesiones, 6, 15, 25. —
9 Juan
Pablo II, loc. cit. —
10 San
Agustín, Confesiones, 8, 12, 30. —
11 Ibídem,
8, 9, 14. —
12 ídem, Sermón
19. —
13 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 378. —
14 San
Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 61, 1.
—
15 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 495. —
16 ídem, Forja,
n. 161.
*San
Agustín nació en Tagaste (África) el año 354. Después de una juventud azarosa
se convirtió a los 33 años en Milán, donde fue bautizado por el Obispo San
Ambrosio. Vuelto a su patria y elegido Obispo de Hipona, desarrolló una enorme
actividad a través de la predicación y de sus escritos doctrinales en defensa
de la fe. Durante treinta y cuatro años, en los que estuvo al frente de su
grey, fue un modelo de servicio para todos y ejerció una continua catequesis
oral y escrita. Es uno de los grandes Doctores de la Iglesia. Murió el año 430.
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