Francisco Fernández-Carvajal 18 de agosto de 2018
— La
Sagrada Comunión es ya un adelanto del Cielo y garantía de alcanzarlo.
— La
Sagrada Eucaristía es también prenda de la futura glorificación del cuerpo.
—
Mientras nos dirigimos hacia la casa del Padre, nuestras debilidades deben
llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión.
I. La Primera
lectura de la Misa1 muestra
la invitación que Dios hace a los hombres desde antiguo: Venid a comer
mi pan y a beber el vino... Este banquete es una imagen frecuentemente
empleada en la Sagrada Escritura para anunciar la llegada del Mesías, llena de
bienes, y de modo particular es prefiguración de la Sagrada Eucaristía, en la
que Cristo se nos da como Alimento; y de este manjar nos habla San Juan,
recogiendo las palabras finales de Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, donde
anunció el inefable don que habría de dejar a los hombres. Yo soy el
pan vivo que ha bajado del Cielo, nos dice Jesús: el que coma de
este pan, vivirá para siempre. Y un poco más adelante añade: El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y Yo le resucitaré en el
último día. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida...
Este es el pan bajado del Cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron
y murieron: el que come este pan vivirá para siempre2.
La
Comunión, como alimento del alma, aumenta la vida sobrenatural del hombre; a la
vez, y como consecuencia, da defensas para resistir a lo que en nosotros no es
de Dios, aquello que se opone a la unión plena con Cristo. Ayuda a combatir la
inclinación al mal y fortalece contra el pecado; aumenta la alegría que procede
de Dios, el fervor y la fidelidad a la propia vocación. Al encender la caridad
y despertar la contrición por nuestras faltas, borra los pecados veniales de
los que estamos arrepentidos y preserva de los mortales.
Además,
la Sagrada Eucaristía no solo es alimento del alma en su camino hacia Dios,
sino prenda de vida eterna y anticipo del Cielo. Prenda es la
señal que se entrega como garantía del cumplimiento de una promesa3.
En la Comunión tenemos ya un adelanto de la vida gloriosa y la garantía de
alcanzarla, si no traicionamos la fidelidad al Señor.
En una
antigua Antífona del culto eucarístico, rezamos: Oh sagrado convite, en
el que se recibe a Cristo... el alma se llena de gracia, y se nos da una prenda
de la gloria futura. El banquete es imagen muy empleada en la Sagrada
Escritura para describir el gozo y la felicidad que alcanzaremos en Dios. El
mismo Señor anunció que no bebería ya del fruto de la vid, hasta aquel
día en que lo beba con vosotros de nuevo, en el Reino de mi Padre4.
Hace referencia a un vino nuevo5,
porque ya no habrá la necesidad del alimento y de la bebida común: tendremos a
Cristo para siempre en una unión vivísima, sin término, sin los velos de la fe.
Ahora, en la Comunión, tenemos el anticipo y la garantía de esa unión
definitiva, y «hace también presentes a todos los miembros del Cuerpo Místico
más allá de las distancias y más allá de la muerte, porque el espacio y el
tiempo quedan suprimidos en el Cristo glorioso allí presente»6.
¡Qué
alegría poder estar con Cristo y entrar de alguna manera en el Cielo ya aquí en
la tierra! «Agiganta tu fe en la Sagrada Eucaristía. -¡Pásmate ante esa
realidad inefable!: tenemos a Dios con nosotros, podemos recibirle cada día y,
si queremos, hablamos íntimamente con Él, como se habla con el amigo, como se
habla con el hermano, como se habla con el padre, como se habla con el Amor»7.
II. En
la Comunión, «sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad,
banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se llena de gracia y se
nos da la prenda de la gloria futura»8,
nos enseña el Concilio Vaticano II. Esta gloria eterna no es solo del alma,
sino también del cuerpo, de todo el hombre9.
El Señor hacía referencia al hombre entero cuando prometió que aquel que
comiera de Él, vivirá por Él y no morirá jamás, y que Él le resucitará en el
último día10. La Eucaristía proclama la muerte del Señor hasta que
venga11, al final de los tiempos, cuando tenga lugar la resurrección
de los cuerpos y vuelvan a unirse al alma. Así, quienes han sido fieles amarán
y gozarán de Dios –con el alma y con el cuerpo– para siempre.
Jesús
es la Vida, no solo la del más allá, sino también la vida
sobrenatural que la gracia opera en el alma del hombre que todavía se encuentra
en camino. Cuando Jesús acude a Betania para resucitar a Lázaro, dirá a
Marta: Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí, aunque haya
muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en Mí no morirá para siempre12.
El Señor vuelve a repetir aquí en Betania la enseñanza de Cafarnaún que hoy
encontramos en el Evangelio de la Misa: quien le recibe no morirá.
Los
Padres de la Iglesia llaman a la Comunión «medicina de la inmortalidad,
antídoto para no morir, sino para vivir por siempre en Jesucristo»13.
Como el leño de la vid –enseña San Ireneo–, puesto en la tierra, fructifica a
su tiempo, y el grano de trigo caído en la tierra y deshecho se levanta
multiplicado y, «después, por la sabiduría de Dios, llega a ser Eucaristía, que
es Cuerpo y Sangre de Cristo, así también nuestros cuerpos, alimentados con
ella y colocados en la tierra y deshechos en ella, resucitarán a su tiempo...»14:
esa garantía de la futura resurrección que es la Eucaristía actúa como semilla
de la futura glorificación del cuerpo y lo alimenta para la incorruptibilidad
de la vida eterna. Siembra en el hombre un germen de inmortalidad, pues la vida
de la gracia se prolonga más allá de la muerte.
San
Gregorio de Nisa explica que el hombre tomó un alimento de muerte (con el
pecado original) y debe, por tanto, tomar una medicina que le sirva de
antídoto, como quienes han tomado algún veneno deben tomar un contraveneno.
Esta medicina de nuestra vida no es otra que el Cuerpo de Cristo, «que ha
vencido a la muerte y es la fuente de la Vida»15.
Si
alguna vez nos entristece el pensamiento de la muerte y sentimos que se
derrumba esta casa de la tierra que ahora habitamos, debemos pensar, llenos de
esperanza, que la muerte es un paso: más allá sigue la vida del alma, y un poco
más tarde la acompañará el cuerpo, que será también glorificado; como ocurre a
quien tiene que abandonar su hogar por alguna catástrofe, que se consuela e
incluso se alegra al saber que le aguarda otro mejor, que ya no tendrá que
abandonar jamás. La Sagrada Eucaristía no solo es anticipo, sino «señal que se
da en garantía» de la promesa que nos ha hecho el mismo Señor: El que
come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el
último día.
III. Mirad
con cuidado cómo vivís; no sea como necios, sino como sabios, aprovechando bien
el tiempo, pues los días son malos, nos advierte San Pablo en la Segunda
lectura de la Misa16.
Ahora, como entonces, los días son malos, y el tiempo, corto. Es
pequeño el espacio que nos separa de la vida definitiva junto a Dios, y las
posibilidades de dejarse arrastrar por un ambiente que no conduce al Señor son
abundantes.
El
Apóstol nos invita a aprovechar bien el tiempo, el que nos toca vivir. Más aún,
hemos de recuperar el tiempo perdido. Rescatar el tiempo –explica San Agustín–
«es sacrificar, cuando llegue el caso, los intereses presentes a los intereses
eternos, que así se compra la eternidad con la moneda del tiempo»17.
Así aprovecharemos todos los momentos y circunstancias para dar gloria a Dios,
para reafirmar el amor a Él, por encima de todo lo que es pasajero y no deja
huella.
Cristo,
en la Sagrada Comunión, nos enseña a contemplar el presente con una mirada de
eternidad; nos muestra lo que es verdaderamente importante en cada situación,
en cada acontecimiento. Ilumina el futuro y da perspectiva trascendente a
nuestras obras bien hechas, avanzando cada jornada hasta dar el paso hacia una
existencia nueva y eterna, ante la que el mundo de hoy nos parecerá como una
sombra18. En la Sagrada Eucaristía encontramos las fuerzas necesarias
para recorrer el camino que todavía nos falta hasta llegar a la casa del Padre;
«es para nosotros prenda eterna, de manera que ello nos asegura el
Cielo; estas son las arras que nos envía el Cielo en garantía de que un día
será nuestra morada; y, aún más, Jesucristo hará que nuestros cuerpos resuciten
tanto más gloriosos, cuanto más frecuente y dignamente hayamos recibido el suyo
en la Comunión»19.
Nuestras
debilidades deben llevarnos a buscar fortaleza en la Comunión. En este
sacramento, «es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las
asperezas del camino, y lo conforta con el calor de su comprensión y de su
amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: Venid
a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que Yo os aliviaré (Mt 11,
28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de toda
nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar –al menos como
participación y pregustación– en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la
mesa eucarística»20.
Con Él, si somos fieles, entraremos un día en el Cielo, y lo que era garantía
de una promesa se tornará realidad: la vida junto a la Vida por toda la
eternidad.
Ecce
Panis angelorum, factus cibus viatorum, vere panis filiorum: he
aquí el Pan de los Ángeles, hecho alimento de los que caminan, verdaderamente
el pan de los hijos21:
danos, Señor, la fuerza para recorrer con garbo humano y sobrenatural nuestro
camino de esta tierra, con la mirada puesta en la meta.
1 Prov
9, 1-6, —
2 Jn 6,
51-58. —
3 Cfr. M.
Moliner, Diccionario del uso del español, Gredos, Madrid
1970, voz Prenda. —
4 Mt 26,
29. —
5 Cfr. Is 25,
6. —
6 Ch. Lubich, La
Eucaristía, Ciudad Nueva, 2ª ed., Madrid 1978, p. 80. —
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 268. —
8 Conc. Vat.
II, Const. Sacrosanctum Concilium, 47. —
9 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed., Madrid 1963,
vol. VI, p. 439. —
10 Cfr. Jn 6,
54. —
11 1
Cor 11, 26. —
12 Jn 11,
25. —
13 San
Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 20, 20. —
14 San
Ireneo, Contra las herejías, 5, 2, 3. —
15 Cfr. San
Gregorio de Nisa, Discursos catequéticos, 37. —
16 Ef 5,
15-20. —
17 San
Agustín, Sermón 16, 2. —
18 Cfr. 1
Cor 7, 3 1. —
19 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la Comunión. —
20 Juan
Pablo II, Homilía 9-VII-1980. —
21 Misal
Romano, Solemnidad del Smo. Cuerpo y Sangre de Cristo.
Secuencia Lauda Sion.
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