Américo Martín 27 de agosto de 2018
Acometer
la infinita tarea de revertir el descomunal fracaso del Socialismo del siglo
XXI –quedará explicado por qué generalizo con esa denominación el caos
hirviente que destruye a Venezuela- ha resultado, como era de esperar, muy
superior a las fuerzas que pueda reunir la cúpula del poder.
La
marca del desastre se aprecia en sus infinitas contradicciones, que marcan con
cicatrices siniestras los infructuosos planes dictados para detener lo
indetenible.
El programa
de recuperación económica que en opinión de la clara mayoría de expertos e
instituciones financieras del mundo profundizará la crisis del país exhibe
contradicciones insalvables entre el signo y el sentido, dicho sea con frase
del poeta senegalés, Leopold Sedar Sengor. “El signo” es lo que promete. “El
sentido”, la negación de lo que promete.
La
índole del desafortunado plan ha sido desentrañada con argumentos implacables
que el régimen no puede rebatir. Quizá hayan impactado a esferas altas de la Nomenklatura,
pero ha costado tanto reunir el chavismo -o más bien el madurismo a secas- para
conjurar el cambio democrático, que remover un solo hilo de la tela amenaza con
desmadejar súbitamente toda la urdimbre.
Por
eso ponen buena cara, exhiben sonrisas optimistas, defienden sin convicción lo
indefendible y dejan el sueño de la perpetuación a la suerte de los dados.
Y sin
embargo mantienen casi por inercia otro juego: el de envenenar la relación
interna de la plural y variada oposición a fin de impedir que se reconstituya
una muy amplia unidad hacia la que fluya igualmente la creciente disidencia
democrática del chavismo, nacida de la comprensible descomposición
cívico-militar, ideológico-moral que aleja a quienes de buena fe creyeron en el
proceso.
Por
comprender Chávez que la zarandaja “ejército-poder-pueblo- del argentino
Ceresole no resistiría un debate serio, echó mano de un sistema ideológico que
aún no había tocado fondo, como el socialismo, sin aparentemente comprar sus
numerosos fracasos.
Entre
distancias y cercanías lo adornó con un adjetivo que sintió innovador:
“socialismo, sí, pero del siglo XXI” A quien preguntara con qué se come eso,
respondería según el interlocutor. Leninismo, Maoísmo, Trotskismo, Tercer
Camino de Tony Blair, socialdemocracia sueca, castrismo, lulismo, kirchnerismo.
No
todos los leales de la primera hora pudieron seguirlo por semejantes
vericuetos, mucho pero mucho menos desde que Maduro heredó el cetro. La esencia
contradictoria de su revolución se proyectó con fuerza a lo político.
Sospecho
que Castro, por el momento no Fidel sino don Cipriano, habrá alumbrado también
sus noches. El cabito fue reivindicado y sus bravas palabras en 1902 contra la
planta insolente del extranjero, fueron emblemas bolivarianos, olvidando
convenientemente que el impetuoso general andino confió a EEUU nuestra
diplomacia contra la planta insolente.
Cipriano
se batió por el Partido Liberal, pero no queriendo cargar con el pasado sino
adueñarse del futuro, le puso a su revolución un adjetivo que lo distanciara de
viejos errores. Liberal, sí, pero Restauradora.
Gran
verdad es que la Historia no se repite, solo que sus kafkianos paralelismos
mueven a la sorna.
Américo
Martín
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