Francisco Fernández-Carvajal 25 de agosto de 2018
—
Nosotros, como los Apóstoles, seguimos a Jesús para siempre, como meta a la que
se encaminan nuestros pasos.
— Las
señales del camino y la libertad.
— La
verdadera libertad. Renovar nuestra entrega al Señor.
I. La Primera
lectura de la Misa1 nos relata el momento en que el pueblo de Dios,
atravesado ya el Jordán, está para entrar en la Tierra Prometida. Josué convocó
a todas las tribus de Israel en Siquén, y les dijo: Si os parece mal
servir al Señor, se os da a elegir; elegid hoy a quién queréis servir: a los
dioses a quienes sirvieron vuestros padres en Mesopotamia, o a los dioses
amorreos en cuya tierra habitáis, que yo y mi casa serviremos al Señor. Y
contestó el pueblo: Lejos de nosotros abandonar al Señor... Nosotros
serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios.
También
en el Evangelio de la Misa2 plantea Jesús a sus discípulos por quién se quieren
decidir. Después del anuncio de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún,
muchos discípulos abandonaron al Maestro porque les parecieron duras de aceptar
sus palabras sobre el misterio eucarístico. Jesús se ha quedado con sus más
íntimos, y quiere reafirmar la amistad y la confianza sin condiciones de los
suyos. Entonces, el Señor se volvió a los que le habían seguido día tras día, y
les preguntó: ¿También vosotros queréis marcharos? Y Pedro, en
nombre de todos, le dice: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de
vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios.
Los Apóstoles dicen que sí una vez más a Cristo. ¿Qué va a ser de ellos sin
Jesús? ¿A dónde van a encaminar sus pasos? ¿Quién colmaría las ansias de su
corazón? La vida sin Cristo, entonces y ahora, no tiene sentido.
También
nosotros hemos dicho que sí, para siempre, a Jesús. Hemos abrazado la Verdad,
la Vida, el Amor. La libertad que Dios nos ha dado la hemos dirigido en la
única dirección acertada. Aquel día en el que el Señor se fijó de modo
particular en nosotros, le confiamos que Él sería la meta a la que se
encaminarían nuestros pasos; y después de aquel momento, en otras muchas
ocasiones, le hemos dicho: Señor, ¿a quién iremos? Sin Ti nada
tiene sentido.
Hoy es
buena ocasión para examinar cómo es nuestra entrega al Señor, si dejamos con
alegría a un lado todo lo que nos aparte del seguimiento del Señor... «¿Quieres
tú pensar –yo también hago mi examen– si mantienes inmutable y firme tu
elección de Vida? ¿Si al oír esa voz de Dios, amabilísima, que te estimula a la
santidad, respondes libremente que Sí?»3. Decir que sí al Señor en todas las
circunstancias significa también decir no a otros caminos, a
otras posibilidades. Él es el Amigo; solo Él tiene palabras de vida eterna.
II. Como
aquellos discípulos que reafirmaron en Cafarnaún su plena adhesión a Cristo,
muchos hombres y mujeres de todos los tiempos y razas, después de haber andado
quizá largo tiempo en la oscuridad, un día encontraron a Jesús, y vieron
abierto y señalizado el camino que les conducía al Cielo, así también ocurrió
en nuestra vida; por fin, nuestra libertad no solo servía ya para ir de un lado
a otro sin rumbo fijo, sino para caminar hacia un objetivo: ¡Cristo! Entonces
comprendimos el carácter sorprendentemente alegre de la libertad que elige a
Jesús y lo que nos acerca a Él, y rechaza lo que nos separa, porque «la
libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía»4. El norte de nuestra libertad, lo que marca en todo momento la
dirección de nuestros pasos, es el Señor, pues sin Él, ¿a quién iremos?,
¿en qué gastaríamos estos cortos días que Dios nos ha dado?, ¿qué vale la pena
sin Él?
Para
muchos, desgraciadamente, la libertad significa seguir los impulsos o los
instintos, dejarse llevar por las pasiones o por lo que les apetece en un
momento dado. En realidad, estos hombres –¡tantos!– están olvidando que «la
libertad es ciertamente un derecho humano irrenunciable y básico, pero que ella
no se caracteriza por el poder de elegir el mal, sino por la
posibilidad de hacer responsablemente el bien, reconocido y deseado como
tal»5. Un hombre que tenga un equivocado y pobre concepto de la
libertad rechazará toda verdad, que proponga una meta válida y obligatoria para
todos los hombres, porque le parecerá como un enemigo de su libertad6.
Si
hemos elegido a Cristo, si Él es el verdadero objetivo de nuestros actos, por
encima de cualquier otro, todo aquello que nos indique cómo progresar hacia Él
o nos señale los obstáculos que de Él nos separan lo veremos como un bien
inmenso, como una valiosa orientación por la que nos sentimos hondamente
agradecidos. El viajero que se dirige a una región desconocida consulta un
mapa, pregunta a quien conoce el camino y sigue las señales de la carretera, y
lo hace con interés, pues desea llegar a su destino. De ninguna manera se
siente coartado en su libertad, ni considera una humillación depender de mapas,
señales y guías para llegar a donde se ha propuesto. Si estaba inseguro o
comenzaba a sentirse algo perdido, las señales que encuentra son para él motivo
de alivio y de agradecimiento.
De
hecho, con frecuencia nos fiamos más de los mapas o de las señales de carretera
que de nuestro propio sentido de orientación, de cuya poca fiabilidad tenemos
sobrada experiencia. Cuando aceptamos esas señales no experimentamos ninguna
sensación de imposición; más bien las recibimos como una gran ayuda, un nuevo
conocimiento, que pronto convertimos en algo propio. Esto ocurre con los Mandamientos
de Dios, con las leyes y enseñanzas de la Iglesia, con el consejo que recibimos
en la dirección espiritual o el que pedimos ante una situación comprometida...
Son señales que, de modo diverso, garantizan nuestra libertad, la elección
libre que hicimos de seguir a Cristo, dejando a un lado otros caminos que no
llevan a donde queremos ir. «La autoridad de la Iglesia, en sus enseñanzas de
fe o de moral, es un servicio. Es la señalización del camino que
lleva al Cielo. Merece toda confianza, porque goza de una autoridad divina. No
se impone a nadie. Se ofrece, sencillamente, a los hombres. Y cada uno puede,
si quiere, apropiarse de ella, hacerla suya...»7.
No nos
debe sorprender si alguna vez esas señales indicadoras de las que Dios se sirve
nos conducen a dejar senderos o avenidas que parecen más gratos, para escoger
otros más empinados y duros. Aunque esa elección sufra las protestas de nuestra
comodidad, siempre tendremos la alegría, también cuando sintamos las asperezas
del terreno, de que nuestra vida tiene un formidable objetivo, que escogimos
quizá hace ya un buen número de años o, por el contrario, hace apenas unos
días. Vamos a la cumbre, y allí nos espera Cristo.
III. Las
señales que el Señor nos va dando son de fiar; no son restricciones impuestas
al hombre, no son cargas onerosas: son brillantes puntos de luz que iluminan el
camino, para que lo podamos ver y recorrer con confianza. Quien trata de responder
sinceramente a las gracias de Dios, experimenta que en el seguimiento de Jesús
encuentra la libertad. Al escuchar su voz, uno ve, por fin, clara su senda:
«los mandamientos entonces no se sienten ya como una imposición que viene de
fuera, sino como una exigencia que nace de dentro, y a la cual, por tanto, la
persona se somete de buen grado, libremente, porque sabe que, de
este modo, puede realizarse en plenitud»8. Y se toma la decisión propia y personal, por la que buscamos
el bien en el trabajo, en la diversión legítima, en la familia, en la
amistad..., en todo lo noble; una decisión muchas veces renovada, por la que
nos adherimos a Cristo y así realizamos la plenitud a la que hemos sido
llamados.
«El
hombre –enseña el Papa Juan Pablo II– no puede ser auténticamente libre ni
promover la verdadera libertad, si no reconoce y no vive la trascendencia de su
ser por encima del mundo y su relación con Dios, pues la libertad es siempre la
del hombre creado a imagen de su Creador (...). Cristo, Redentor del hombre,
hace libres. Si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres,
refiere el Apóstol Juan (8, 36). Y San Pablo añade: Allí donde está el
espíritu del Señor, allí está la libertad (2 Cor 3, 17).
Ser liberado de la injusticia, del miedo, del apremio, del sufrimiento, no
serviría de nada, si se permanece esclavo allá en lo hondo de los corazones,
esclavo del pecado. Para ser verdaderamente libre, el hombre debe ser liberado
de esta esclavitud y transformado en una nueva creatura. La libertad radical
del hombre se sitúa, pues, al nivel más profundo: el de la apertura a Dios por
la conversión del corazón, ya que es en el corazón del hombre donde se sitúan las
raíces de toda sujeción, de toda violación de la libertad»9.
Mientras
cada día que seguimos a Cristo experimentamos con más fuerza la alegría de
nuestra elección y el ensanchamiento de nuestra libertad, vemos a nuestro
alrededor cómo viven en servidumbre quienes un día volvieron la espalda a Dios
o no quisieron conocerle. «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de
nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de
ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse.
»El
Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos
decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos
liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a
preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas»10. Al elegir a Cristo como fin de nuestra vida lo hemos ganado
todo.
Señor,
¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
Reafirmemos también hoy nuestro seguimiento a Cristo, con mucho amor, confiados
en su ayuda llena de misericordia; y con plena libertad le diremos: mi
libertad para Ti. Imitaremos así a la que supo decir: He aquí la
Esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.
1 Jos 24,
1-2; 15-17; 18. —
2 Jn 6,
61-70. —
3 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 24. —
4 Ibídem,
26. —
5 Juan
Pablo II, Alocución 6-VI-1988. —
6 Cfr. C.
Burke, Conciencia y libertad, pp. 91-92. —
7 Ibídem,
pp. 66-67. —
8 Juan
Pablo II, loc. cit. —
9 ídem, Mensaje
para la Jornada de la Paz, 8-XII-1980, 11 —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., 38.
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