MIBELIS ACEVEDO DONÍS 23 de agosto de 2018
@Mibelis
Llegar
al infierno, aturdido por borracheras utópicas y creyendo que Caronte no es
Caronte, que se navega en inefable “mar de la felicidad”; en la puerta, tener
que abandonar toda esperanza -como cuenta Dante- para luego retornar, hirsuto,
desengañado y al tanto del yerro, no debe ser travesía simple. La apostasía
política -en tanto desafío al statu quo y la autoridad; en tanto rebelión y
pública renuncia a la fe profesada hasta ese instante- implica no sólo agudeza
sino instinto de conservación, talento para rectificar, para sobreponerse al
orgullo y la indiferencia, soltar la traílla de la heteronomía y asumir
responsabilidades. Penosamente, no todos cuentan con avíos para desandar sus
propios abismos, más cuando el señuelo del poder hinca su uña en la conciencia.
La
realidad es terca, no obstante; ni credos ni voluntarismos alcanzan para
desbancar “condiciones objetivas” como las que impone el mercado, ni aplican
como medida de verdad individual. El desplome de la URSS y su proyecto de
dirección centralizada, por ejemplo, marcó un hito que no pudieron soslayar sus
devotos, y que llevó al economista marxista John Roemer a admitir que “el mayor
problema de la izquierda es la ausencia de una teoría”, un modelo ideal que dé
respuestas en lo económico.
Las
limitaciones de regímenes que apelan al estatismo y la colectivización para
solventar las necesidades de la población, su incapacidad para mejorar la
oferta de la sociedad abierta y el libre mercado se han hecho palmarias. El
caso de la China de Mao sigue exhibiendo el más brutal testimonio al respecto:
estiman que entre 1958 y 1961 la hambruna aniquiló a más de 30 millones de
personas. Culpa del “Gran Salto Adelante”, ese abominable fiasco en el que el
gobierno se revolcó dogmáticamente durante 3 largos años.
Pero a
contramano de esos espejos o de avisos como los del Premio Nobel de Economía,
Amartya Sen, -quien demuestra que allí donde existen libertades democráticas no
hay hambrunas- el socialismo, esgrimido por neopopulistas asidos al embeleco
del discurso antisistema, toma un segundo aire en el s.XXI cabalgando sobre la
ola del “control férreo” de crisis endosadas al “capitalismo salvaje”. En
Venezuela, especialmente, mientras se salivaba con la redistribución de la
renta, mientras se restituía el apego por una utopía en desuso y los
apolillados tótems eran sacados del fondo del armario, se desecharon
antecedentes de sensatez que emanaron incluso de antiguos camaradas. Un
heredero de la bandera del estructuralismo cepalista de Prebisch como el mismo
Fernando Henrique Cardoso, por cierto, quien tras haber avalado en los 60-70 la
intervención del Estado como palanca del desarrollo, de haber ayudado a
desarrollar la Teoría de la Dependencia que deslumbró entonces a la izquierda o
de sufrir la cárcel y el exilio prescritos por la dictadura militar, entendió
que sin reformas profundas que atacasen la distorsión estructural (afines a las
del frustrado “Gran viraje” de CAP II) la debacle brasilera de los 90 no sería
eficazmente domeñada.
Adaptarse
y evolucionar era lo vital. Como ministro de Hacienda, Cardoso impulsó el Plan
Real que en tiempos de Itamar Franco abatió la hiperinflación (la variación
mensual se redujo a 1,7% en 1995) y condujo a la revalorización real del
salario. Estando en la presidencia no temió al “coco” de la privatización, y
emprendió una fértil cruzada de licitaciones que llevó incluso a romper el
monopolio de Petrobras; abrió el mercado interno a la inversión extranjera, con
consecuente incremento de las reservas y recuperación de la confianza; transformó
un sistema burocratizado y centralizado que consumía 70% del ingreso público,
entre otras acciones que podrían servir de guía a la Venezuela de hoy. ¡Ah!
Pero la ceguera continúa acá cobrando despojos.
"Por
mí se va a la ciudad doliente/ por mí se ingresa en el dolor eterno/ por mí se
va con la perdida gente": el canto de entrada al infierno no parece
brindar aún suficiente alarma. El plan de ajustes recién anunciado atrae a un
híbrido inviable que respira entre dos mundos, que amarrado al prejuicio
populista arranca por el final y promete ahondar la ruina, que atorado en lo
coyuntural retoza con el espejismo de “una fórmula revolucionaria que pone al
trabajo como centro para el reequilibrio, basado en la producción de bienes y
la remuneración del salario”... ¿acaso eso no vuelve a la machacada tesis de
Dieterich, un modelo que no atienda al precio de mercado ni a leyes de oferta y
demanda sino a lo que llamó “Economía de valores”, fundada en el “valor del
trabajo”: o sea, el tiempo que implica producir un producto o servicio? ¿Se
pretende así omitir el forzoso incentivo a la productividad, el concurso del
esfuerzo y del capital de los privados?
Bajo
sayo dudoso, el Socialismo del s.XXI insiste en imponerse, lo ideológico sigue
nublando el foco. Está visto: sin apóstatas capaces de apartar los atavismos
que nos retrotraen, la recuperación no será más que otro paraíso inalcanzable.
MIBELIS
ACEVEDO DONÍS
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