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domingo, 6 de enero de 2019

No perder la esperanza, por @rafluciani




Rafael Luciani 05 de enero de 2019

Siempre existe la tentación de idealizar el mensaje de Jesús y leerlo fuera de los contextos donde nació. Sus gestos, acciones y palabras resonaron en los corazones de personas que vivían en medio de una realidad fracturada y desesperanzada, llena de ira e impiedad, agobiada por el peso de un porvenir incierto. Era una realidad cuyas instituciones de gobierno producían cada vez más pobres y víctimas. Y las autoridades religiosas sólo ofrecían una vida de fe que se reducía a las devociones y al culto. Muchos habían olvidado la fuerza transformadora de palabras como «reconciliación» o «justicia»; no recordaban cómo era una vida de «solidaridad fraterna». Era un mundo donde una gran mayoría de personas no creía en un futuro bueno, ni tenían voluntad de construir un mundo mejor.

¿Cuál fue la actitud de Jesús? Él aprendió de Juan el Bautista que el proyecto de nación en el que él vivía había fracasado (Mt 3,10.12), así como el sistema religioso bajo el II Templo (Mt 3,7). No obstante no se dejó vencer por la desesperanza. Comenzó a anunciar una buena nueva que acontecería cuando el odio y la violencia no dominaran los pensamientos y los corazones. Nunca dejó de creer que sí era posible construir un mundo más humano. Esta esperanza lo movía siempre a hacer cosas nuevas, impulsándolo a abrir caminos en medio de la desesperanza que encontraba. Para ello entendió que sólo podía haber Buena Nueva para todos, sirviendo a los «pobres y hambrientos» y defendiendo a las «víctimas» (Is 61,1; Lc 4,18), para que no existiese más la pobreza ni triunfase el victimario. La existencia cada vez mayor de pobres y víctimas es testimonio de una sociedad donde la indolencia comienza a ser normal, y el mal estructural va afectando los modos de pensar, de actuar y de discernir.

La profunda esperanza y confianza que tenía Jesús en que todo mejoraría se alimentaba de la oración cotidiana. Él pedía fuerzas para hacer de «este mundo, como era el del cielo» (Mt 6,10), es decir, que los hombres pudieran gozar de una calidad de vida como la de Dios (Gn 1,26). Su propuesta ofrecía algo que parecía insignificante: «sanar los corazones rotos» (Is 61,1), y «rechazar a los que humillan» (Is 58,3). Muchos se preguntaban cómo sería eso posible. Pero él, siguiendo el espíritu del profeta Isaías, no cesaba de pensar y meditar: «¿no será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de la maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y quitar las duras cargas? ¿no será partir el pan con el hambriento y recibir a los pobres sin hogar en mi casa? ¿que cuando veas a un desnudo le cubras y no te apartes de tu prójimo? Entonces brotará tu luz como la aurora y tu herida se sanará rápidamente» (Is 58,6-8).

Esto supone sanar la realidad que ha sido afectada por el mal estructural y hacer justicia para que no vuelva a ocurrir. Esto pasa por revisar nuestras maneras de relacionarnos, de hablar y tratar a los demás, de discernir lo que vivimos, y preguntarnos las verdaderas opciones que nos mueven. Jesús buscó la humanización de su realidad, de las personas y la sociedad, y llamaba a la conversión, al cambio. Como Nelson Mandela nos recordó, aquí «no se trata de pasar la página, sino de volver a leerla, pero esta vez juntos»; sin absolutizar el poder y la riqueza, sin humillar al que piensa distinto (Lc 6,20-26); mirando con compasión (Lc 6,27-49) y rechazando toda forma de violencia (Jn 18,36). Confiando en Dios, pero sin ser ingenuos (Lc 16,13).


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