Rafael Luciani 05 de enero de 2019
Siempre
existe la tentación de idealizar el mensaje de Jesús y leerlo fuera de los
contextos donde nació. Sus gestos, acciones y palabras resonaron en los
corazones de personas que vivían en medio de una realidad fracturada y
desesperanzada, llena de ira e impiedad, agobiada por el peso de un porvenir
incierto. Era una realidad cuyas instituciones de gobierno producían cada vez
más pobres y víctimas. Y las autoridades religiosas sólo ofrecían una vida de
fe que se reducía a las devociones y al culto. Muchos habían olvidado la fuerza
transformadora de palabras como «reconciliación» o «justicia»; no recordaban
cómo era una vida de «solidaridad fraterna». Era un mundo donde una gran
mayoría de personas no creía en un futuro bueno, ni tenían voluntad de
construir un mundo mejor.
¿Cuál
fue la actitud de Jesús? Él aprendió de Juan el Bautista que el proyecto de
nación en el que él vivía había fracasado (Mt 3,10.12), así como el sistema
religioso bajo el II Templo (Mt 3,7). No obstante no se dejó vencer por la
desesperanza. Comenzó a anunciar una buena nueva que acontecería cuando el odio
y la violencia no dominaran los pensamientos y los corazones. Nunca dejó de
creer que sí era posible construir un mundo más humano. Esta esperanza lo movía
siempre a hacer cosas nuevas, impulsándolo a abrir caminos en medio de la
desesperanza que encontraba. Para ello entendió que sólo podía haber Buena
Nueva para todos, sirviendo a los «pobres y hambrientos» y defendiendo a las
«víctimas» (Is 61,1; Lc 4,18), para que no existiese más la pobreza ni triunfase
el victimario. La existencia cada vez mayor de pobres y víctimas es testimonio
de una sociedad donde la indolencia comienza a ser normal, y el mal estructural
va afectando los modos de pensar, de actuar y de discernir.
La
profunda esperanza y confianza que tenía Jesús en que todo mejoraría se
alimentaba de la oración cotidiana. Él pedía fuerzas para hacer de «este mundo,
como era el del cielo» (Mt 6,10), es decir, que los hombres pudieran gozar de
una calidad de vida como la de Dios (Gn 1,26). Su propuesta ofrecía algo que
parecía insignificante: «sanar los corazones rotos» (Is 61,1), y «rechazar a
los que humillan» (Is 58,3). Muchos se preguntaban cómo sería eso posible. Pero
él, siguiendo el espíritu del profeta Isaías, no cesaba de pensar y meditar:
«¿no será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de la
maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y
quitar las duras cargas? ¿no será partir el pan con el hambriento y recibir a
los pobres sin hogar en mi casa? ¿que cuando veas a un desnudo le cubras y no
te apartes de tu prójimo? Entonces brotará tu luz como la aurora y tu herida se
sanará rápidamente» (Is 58,6-8).
Esto
supone sanar la realidad que ha sido afectada por el mal estructural y hacer
justicia para que no vuelva a ocurrir. Esto pasa por revisar nuestras maneras
de relacionarnos, de hablar y tratar a los demás, de discernir lo que vivimos,
y preguntarnos las verdaderas opciones que nos mueven. Jesús buscó la
humanización de su realidad, de las personas y la sociedad, y llamaba a la
conversión, al cambio. Como Nelson Mandela nos recordó, aquí «no se trata de
pasar la página, sino de volver a leerla, pero esta vez juntos»; sin
absolutizar el poder y la riqueza, sin humillar al que piensa distinto (Lc
6,20-26); mirando con compasión (Lc 6,27-49) y rechazando toda forma de
violencia (Jn 18,36). Confiando en Dios, pero sin ser ingenuos (Lc 16,13).
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