Francisco Fernández-Carvajal 05 de enero de 2019
— En
qué consiste nuestra filiación. Somos realmente hijos de Dios. Agradecimiento
por este inmenso don.
— El
sentido de la filiación divina define y encauza nuestras relaciones con Dios y
con los hombres. Consecuencias.
—
Nuestra paz y serenidad tienen su fundamento en que somos hijos de Dios.
I. A
todos los que le recibieron (a Jesucristo) les dio poder
para ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre, que no han nacido de la
sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios1, nos dice San Juan en el Evangelio de la Misa.
Dios
Padre nos predestinó para adoptarnos como hijos por Jesucristo, según
el propósito de su voluntad2.
Dios
nos hace hijos suyos. Nunca acabaremos de comprender y de estimar
suficientemente este don inefable. ¡Hijos de Dios! Mirad qué amor nos
ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo somos realmente.
Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que
seremos...3.
Cuando
decimos: «yo soy hijo de Dios», no estamos expresando una metáfora, ni es un
modo piadoso de hablar. Somos hijos. Si la generación humana da como resultado
la «paternidad» y la «filiación», de modo semejante aquellos que han sido «engendrados
por Dios» son realmente hijos suyos. Esta realidad incomparable tiene lugar en
el Bautismo4, donde, gracias a la Pasión y Resurrección de Cristo, tiene
lugar el nacimiento a una vida nueva, que antes no existía. Ha surgido una
nueva criatura5, por lo cual el recién bautizado se llama y es realmente «hijo
de Dios».
La
filiación divina natural se da en un grado eminente y único en Dios Hijo:
«Jesucristo, Hijo unigénito de Dios, y nacido del Padre antes de todos los
siglos (...), engendrado, no hecho, consustancial al Padre»6. Y para señalar la diferencia esencial entre nuestra filiación
y la filiación eterna del Hijo, se llamó adoptiva a la nuestra. El considerar
la adopción aquí en la tierra (el nuevo padre no le da vida alguna al hijo,
aunque sí su nombre, derechos de herencia, etc.), podría llevar a algunos a
confundir la verdadera realidad de nuestra filiación: somos hijos de Dios
porque la vida de Dios corre por nuestra alma en gracia7.
Nos
ayudará en nuestra oración de hoy el considerar que Dios es más Padre nuestro
que aquel a quien en este mundo llamamos padre porque nos dio la vida natural.
«Designar al cristiano como hijo de Dios no es una simple imagen que evoca la
protección o vigilancia paternal que Dios ejerce a su respecto, sino que hay
que entenderlo rigurosamente, en el mismo sentido en el que se dice de
cualquiera: es hijo de tal persona (...).
»Por
la generación, un nuevo hombre llega a la existencia; así como el animal
engendra a un animal de su especie, también el hombre engendra a otro hombre,
semejante a él. A menudo la semejanza es grande, y la gente se complace en
reconocer que tal niño se parece mucho a su padre: en las facciones, en el
porte, en el modo de mirar y de hablar... Pues bien, el cristiano nace de Dios,
es hijo suyo en el sentido real, por lo cual debe parecerse a su Padre del Cielo;
su condición de hijo consistirá precisamente en participar de la misma
naturaleza que Él. Aquí se sitúan las palabras de San Pedro: participantes
de la naturaleza divina, que significan algo más que una analogía, más que
una semejanza o parentesco, pues implican una elevación y transformación de la
naturaleza humana: la posesión de aquello que es propio del ser divino. El
cristiano entra en un mundo superior (sobrenatural), que está por encima de la
naturaleza original: el mundo de Dios»8.
Estos
días de Navidad, en los que la Nochebuena está aún tan cercana y cuando todavía
contemplamos a Jesús Niño en el belén, constituyen una gran ocasión
para agradecerle el que nos haya traído el inmenso don de la filiación divina y
que nos haya enseñado a llamar Padre al Dios de los Cielos: «Cuando
oréis habéis de decir: Padre...».
II.
«Vino el Hijo enviado por el Padre, quien nos eligió en Él antes de la creación
del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en
restaurar en Él todas las cosas (Cfr. Ef 1, 4-5. 10)»9.
El
primer fruto de esta restauración obrada por Cristo fue nuestra filiación
divina. No solo restauró la naturaleza caída, sino que nos dio una nueva vida,
una vida sobre-natural. Es la mayor gracia recibida: «el que no se sabe hijo de
Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y
del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas»10.
El
sentido de nuestra filiación divina define y encauza nuestra actitud y, por
tanto, nuestra oración y nuestra manera de comportarnos en todas las
circunstancias. Es un modo de ser y un modo de vivir.
Al
vivir con sentido de hijos de Dios aprendemos a tratar a nuestros hermanos los
hombres. «Nuestro Señor ha venido a traer la paz, la buena nueva, la vida, a
todos los hombres. No solo a los ricos, ni solo a los pobres. No solo a los
sabios, ni solo a los ingenuos. A todos. A los hermanos, que hermanos somos,
pues somos hijos de un mismo Padre Dios. No hay, pues, más que una raza: la
raza de los hijos de Dios. No hay más que un color: el color de los hijos de
Dios. Y no hay más que una lengua: esa que habla al corazón y a la cabeza, sin
ruido de palabras, pero dándonos a conocer a Dios y haciendo que nos amemos los
unos a los otros»11.
El
sabernos hijos de Dios nos enseña a comportarnos de modo sereno ante los
acontecimientos, por duros que puedan parecernos. Nuestra vida se convierte en
un activo abandono de hijos que confían plenamente en la bondad de un Padre a
quien, además, están sometidos todos los poderes de la creación. La certeza de
que Dios quiere lo mejor para nosotros nos lleva a un abandono sosegado y alegre
aun en los momentos más difíciles de nuestra vida. Así escribía Santo Tomás
Moro a su hija desde la cárcel: «Ten, pues, buen ánimo, hija mía, y no te
preocupes por mí, sea lo que sea que me pase en este mundo. Nada puede pasarme
que Dios no quiera. Y todo lo que él quiere, por muy malo que nos parezca, es
en realidad lo mejor»12.
Cuando
nos encontremos con un problema o una contradicción, la actitud de un hijo de
Dios es la de pedir más ayuda a su Padre del Cielo, y renovar el empeño por ser
santo en todas las circunstancias, también en las que parecen menos favorables.
III. La
filiación divina es el fundamento de la verdadera libertad –la libertad de los
hijos de Dios– frente a todas las opresiones, y de modo singular frente a la
esclavitud a que nos quieren someter nuestras propias pasiones13.
La
filiación divina es también el fundamento seguro de la paz y de la alegría. En
ella, el cristiano encuentra la protección que necesita, el calor paternal y la
confianza ante un futuro siempre incierto.
Sabernos
hijos de Dios en cualquier circunstancia es el fundamento de una gran paz,
incluso en medio de la necesidad y de la contradicción. El Señor nos da siempre
los medios para salir adelante si acudimos a Él con confianza de hijos. En
muchas ocasiones nos dará estos medios por los caminos más insospechados.
Nosotros,
por nuestra parte, debemos tener siempre muy presente que, en todo momento, lo
esencial en nuestra vida es buscar la santidad a través de esas circunstancias.
Seremos
buenos hijos de Dios Padre si contemplamos y tratamos a Jesús. Él nos enseña en
todo momento el camino que lleva al Padre. Lo recordaremos con frecuencia
cuando nos acerquemos a besar y a adorar al Niño. Pro nobis egenus et
foeno cubantem...14, hecho pobre por nosotros, yace entre las pajas; le daremos
calor, le abrazaremos con cariño. Contemplamos a Jesús en el Nacimiento, que es
en estos días el centro de nuestra atención y de nuestra piedad. Hablamos con
Él en nuestra oración, le miramos, le escuchamos, le adoramos en
silencio. Sic nos amantem, quis non redamaret15: a quien así nos ama, ¿quién no le corresponderá con amor?
Ese amor que se ha de traducir en un trato más delicado y amable con quienes
están a nuestra vera.
La
filiación divina nos lleva a tratar a los demás con un gran respeto, como
corresponde a hijos de Dios. La Virgen nos invita a pasarnos largos ratos
delante del belén mirando a su Hijo. A Ella le pedimos que
afine nuestras maneras de acuerdo con la altísima dignidad que hemos recibido;
le suplicamos también que nos ayude a no olvidar en ningún momento del día, en
ninguna circunstancia, que somos, en verdad, hijos de Dios. Y si somos
hijos, también herederos, coherederos con Cristo16. Somos hijos a quienes espera un lugar en el Cielo, preparado
por su Padre Dios.
1 Jn 1,
12-13. —
2 Segunda
lectura de la Misa, Ef 1, 4. —
3 Jn 3,
1-2. —
4 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium. —
5 2
Cor 5, 17. —
6 Conc.
de Nicea a. 325, Denz-Sch, 125. —
7 Cfr. 2
Par 8, 4. —
8 C.
Spicq, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970,
vol. I, pp. 87-88. —
9 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 26. —
11 ídem, Es
Cristo que pasa, 106. —
12 Santo
Tomás Moro, Carta escrita en la cárcel a su hija Margarita.
—
13 Cfr. Rom 6,
12-13. —
14 Himno
«Adeste fideles». —
15 Ibídem.
—
16 Rom 8,
17.
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