Francisco Fernández-Carvajal 23 de abril de 2019
— En
el camino de Emaús. Jesús vive y está a nuestro lado.
—
Cristo nunca abandona a los suyos, no le abandonemos nosotros. La virtud de la
fidelidad. Ser fieles en lo pequeño.
— La
virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del
cristiano.
I. El
Evangelio de la Misa de hoy nos presenta otra aparición de Jesús el mismo día
de Pascua por la tarde.
Dos
discípulos se dirigen a su aldea, Emaús, perdida la virtud de la esperanza
porque Cristo, en quien habían puesto todo el sentido de su vida, ha muerto. El
Señor, como si también Él fuese de camino, les da alcance y se une a ellos sin
ser reconocido1.
La conversación tiene un tono entrecortado, como cuando se habla mientras se
camina. Hablan entre sí de lo que les preocupa: lo ocurrido en Jerusalén la
tarde del viernes, la muerte de Jesús de Nazaret. La crucifixión del Señor
había supuesto una grave prueba para las esperanzas de todos aquellos que se
consideraban sus discípulos y que, en un grado o en otro, habían depositado en
Él su confianza. Todo se había desarrollado con gran rapidez, y aún no se han
recobrado de lo que habían visto sus ojos.
Estos
que regresan a su aldea, después de haber celebrado la fiesta de la Pascua en
Jerusalén, muestran su inmensa tristeza, su desesperanza y desconcierto a
través de la conversación: Nosotros esperábamos que había de redimir a
Israel, dicen. Ahora hablan de Jesús como de una realidad pasada: Lo
de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso...«Fijaos en este
contraste. Ellos dicen: (...) “¡Que fue!”... ¡Y lo tienen al lado, está
caminando con ellos, está en su compañía indagando la razón, las raíces íntimas
de su tristeza!
»“Que
fue...”, dicen ellos. Nosotros, si hiciéramos un sincero examen, un detenido
examen de nuestra tristeza, de nuestros desalientos, de nuestro estar de vuelta
de la vida, encontraríamos una clara vinculación con ese pasaje evangélico. Comprobaríamos
que espontáneamente decimos: “Jesús fue...”, “Jesús dijo...”,
porque olvidamos que, como en el camino de Emaús, Jesús está vivo a nuestro
lado ahora mismo. Este redescubrimiento aviva la fe, resucita la esperanza, es
hallazgo que nos señala a Cristo como gozo presente: Jesús es, Jesús prefiere;
Jesús dice; Jesús manda, ahora, ahora mismo»2.
Jesús vive.
Conocían
estos hombres la promesa de Cristo acerca de su Resurrección al tercer día.
Habían oído por la mañana el mensaje de las mujeres que han visto el sepulcro
vacío y a los ángeles. Habían tenido suficiente claridad para alimentar su fe y
su esperanza; sin embargo, hablan de Cristo como de algo pasado, como de una
ocasión perdida. Son la imagen viva del desaliento. Su inteligencia está a
oscuras y su corazón embotado.
Cristo
mismo –a quien al principio no reconocen, pero cuya compañía y conversación
aceptan– les interpreta aquellos acontecimientos a la luz de las Escrituras.
Con paciencia, les devuelve la fe y la esperanza. Y aquellos dos recuperan
también la alegría y el amor: ¿No es verdad –dicen más
tarde– que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba en
el camino y nos explicaba las Escrituras?3.
Es
posible que nosotros también nos encontremos alguna vez con el desaliento y la
falta de esperanza ante defectos que no acabamos de desarraigar, ante dificultades
en el apostolado o en el trabajo que nos parecen insuperables... En esas
ocasiones, si nos dejamos ayudar, Jesús no permitirá que nos alejemos de Él.
Quizá sea en la dirección espiritual donde, al abrir el alma con sinceridad,
veamos de nuevo al Señor. Con Él vienen siempre la alegría y los deseos de
recomenzar cuanto antes: Y se levantaron a toda prisa y regresaron a
Jerusalén... Pero es necesario dejarse ayudar, estar dispuestos a ser
dóciles a los consejos que recibimos.
II. La
esperanza es la virtud del caminante que, como nosotros, todavía no ha llegado
a la meta, pero sabe que siempre tendrá los medios para ser fiel al Señor y
perseverar en la propia vocación recibida, en el cumplimiento de los propios
deberes. Pero hemos de estar atentos a Cristo, que se acerca a nosotros en
medio de nuestras ocupaciones, y «agarrarnos a esa mano fuerte que Dios nos
tiende sin cesar, con el fin de que no perdamos el punto de mira sobrenatural;
también cuando las pasiones se levantan y nos acometen para aherrojarnos en el
reducto mezquino de nuestro yo, o cuando –con vanidad pueril– nos sentimos el
centro del universo. Yo vivo persuadido de que, sin mirar hacia arriba, sin
Jesús, jamás lograré nada; y sé que mi fortaleza, para vencerme y para vencer,
nace de repetir aquel grito: todo lo puedo en Aquel que me conforta (Flp 4,13),
que recoge la promesa segura de Dios de no abandonar a sus hijos, si sus hijos
no le abandonan»4.
El
Señor nos habla con frecuencia de fidelidad a lo largo del
Evangelio: nos pone como ejemplo al siervo fiel y prudente, al criado bueno y
leal en lo pequeño, al administrador fiel, etcétera. La idea de la fidelidad
penetra tan hondo dentro del cristiano que el título de fieles bastará para
designar a los discípulos de Cristo5.
A la
perseverancia se opone la inconstancia, que inclina a desistir fácilmente de la
práctica del bien o del camino emprendido, al surgir las dificultades y
tentaciones. Entre los obstáculos más frecuentes que se oponen a la
perseverancia fiel está, en primer lugar, la soberbia, que oscurece el
fundamento mismo de la fidelidad y debilita la voluntad para luchar contra las
dificultades y tentaciones. Sin humildad, la perseverancia se torna endeble y
quebradiza. Otras veces, lo que dificulte la lealtad a los compromisos
contraídos, será el propio ambiente, la conducta de personas que tendrían que
ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parece querer dar a entender que
el ser fiel no es un valor fundamental de la persona.
En
otras ocasiones, los obstáculos pueden tener su origen en el descuido de la
lucha en lo pequeño. El mismo Señor nos ha dicho: Quien es fiel en lo
pequeño, también lo es en lo grande6.
El cristiano que cuida hasta los pequeños deberes de su trabajo profesional
(puntualidad, orden...); el que lucha por mantener la presencia de Dios durante
la jornada; el que guarda con naturalidad los sentidos; el marido leal con su
esposa en los pequeños incidentes de la vida diaria; el estudiante que prepara
sus clases cada día..., esos están en camino de ser fieles cuando sus
compromisos requieran un auténtico heroísmo.
La
fidelidad hasta el final de la vida exige la fidelidad en lo pequeño de cada
jornada, y saber recomenzar de nuevo cuando por fragilidad hubo algún
descamino. Perseverar en la propia vocación es responder a las llamadas que
Dios hace a lo largo de una vida, aunque no falten obstáculos y dificultades y,
a veces, incidentes aislados de cobardía o derrota. El llamamiento de Cristo
exige una respuesta firme y continuada y, a la vez, penetrar más profundamente
en el sentido de la Cruz y en la grandeza y en las exigencias del propio
camino.
III. Esta
virtud de la fidelidad debe informar todas las manifestaciones de la vida del
cristiano: relaciones con Dios, con la Iglesia, con el prójimo en el trabajo,
en sus deberes de estado y consigo mismo. Es más, el hombre vive la fidelidad
en todas sus formas cuando es fiel a su vocación, y es de su fidelidad al Señor
de donde se deduce, y a la que se reduce, la fidelidad a todos sus compromisos
verdaderos. Fracasar, pues, en la vocación que Dios ha querido para nosotros es
fracasar en todo. Al faltar la fidelidad al Señor, todo queda desunido y roto.
Aunque luego Él, en su misericordia, puede recomponerlo todo, si el hombre,
humildemente, se lo pide.
Dios
mismo sostiene constantemente nuestra fidelidad, y cuenta siempre con la
flaqueza humana, los defectos y las equivocaciones. Está dispuesto a darnos las
gracias necesarias, como a aquellos dos de Emaús, para salir adelante en todo
momento, si hay sinceridad de vida y deseos de lucha. Y ante el aparente
fracaso de muchas tentativas (si lo hubiera), debemos recordar que Dios, más
que el «éxito», lo que mira con ojos amorosos es el esfuerzo continuado en la
lucha.
De
este modo, perseverando con la ayuda de Dios en lo poco de cada día, lograremos
oír al final de nuestra vida, con gozosísima dicha, aquellas palabras del
Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te
constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor7.
Es muy
posible que nosotros también nos encontremos con personas que han perdido el
sentido sobrenatural de su vida, y tendremos que llevarlas –en nombre del
Señor– a la luz y a la esperanza. Porque es mucha la tibieza en el mundo, mucha
la oscuridad, y la misión apostólica del cristiano es continuación de la de
Jesús, concretada en aquellas personas entre las que transcurre su vida.
Al
terminar nuestra oración también le decimos nosotros a Jesús: Quédate
con nosotros, porque se hace de noche. Quédate con nosotros, Señor, porque
sin Ti todo es oscuridad y nuestra vida carece de sentido. Sin Ti, andamos
desorientados y perdidos. Y contigo todo tiene un sentido nuevo: hasta la misma
muerte es otra realidad radicalmente diferente. Mane nobiscum, quoniam
advesperascit et inclinatus est iam dies. Quédate, Señor, con nosotros...,
recuérdanos siempre las cosas esenciales de nuestra existencia..., ayúdanos a
ser fieles y a saber escuchar con atención el consejo sabio de aquellas
personas en las que Tú te haces presente en nuestro continuo caminar hacia Ti.
«“Quédate con nosotros, porque ha oscurecido...” Fue eficaz la oración de
Cleofás y su compañero.
»—¡Qué
pena, si tú y yo no supiéramos “detener” a Jesús que pasa!, ¡qué dolor, si no
le pedimos que se quede!»8.
1 Lc 24,
13-35. —
2 A.
Gª Dorronsoro, Dios y la gente, Rialp, Madrid 1973, p. 103.
—
3 Lc 24,
32. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 213. —
5 Cfr. Hech 10, 45; 2 Cor 6,
15; Ef 1, 1. —
6 Lc 16, 10. —
7 Mt 25, 21-23. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 671.
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