Francisco Fernández-Carvajal 19 de abril de 2019
—
Señales que siguieron a la muerte de Nuestro Señor. La lanzada. El
descendimiento.
—
Preparación para la sepultura. Valentía y generosidad de Nicodemo y José de
Arimatea.
— Los
Apóstoles junto a la Virgen.
I. Después
de tres horas de agonía Jesús ha muerto. Los Evangelistas narran que el cielo
se oscureció mientra el Señor estuvo pendiente de la cruz, y ocurrieron sucesos
extraordinarios, pues era el Hijo de Dios quien moría. El velo del
templo se rasgó de arriba abajo1,
significando que con la muerte de Cristo había caducado el culto de la Antigua
Alianza2; ahora, el culto agradable a Dios se tributa a través de la
Humanidad de Cristo, que es Sacerdote y Víctima.
La
tarde del viernes avanzaba y era necesario retirar los cuerpos; no podían
quedar allí el sábado. Antes que luciera la primera estrella en el firmamento
debían estar enterrados. Como era la Parasceve (el día de la preparación de la
Pascua), para que no quedaran los cuerpos en la cruz, pues aquel sábado
era un día grande, los judíos rogaron a Pilato que les quebraran las piernas y
los quitasen3.
Este envió unos soldados que quebraron las piernas de los ladrones, para que
murieran más rápidamente. Jesús ya estaba muerto, pero uno de los
soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante brotó sangre y agua4.
Este suceso, además del hecho histórico que presenció San Juan, tiene un
profundo significado. San Agustín y la tradición cristiana ven brotar los
sacramentos y la misma Iglesia del costado abierto de Jesús: «Allí se abría la
puerta de la vida, de donde manaron los sacramentos de la Iglesia, sin los
cuales no se entra en la verdadera vida...»5.
La Iglesia «crece visiblemente por el poder de Dios. Su comienzo y crecimiento
están simbolizados en la sangre y el agua que manaron del costado abierto de
Cristo crucificado»6.
La muerte de Cristo significó la vida sobrenatural que recibimos a través de la
Iglesia.
Esta
herida, que llega al corazón y lo traspasa, es una herida de superabundancia de
amor que se añade a las otras. Es una manera de expresar lo que ninguna palabra
puede ya decir. María comprende y sufre, como Corredentora. Su Hijo ya no la
pudo sentir, Ella sí. Y así se acaba de cumplir hasta el final la profecía de
Simeón: una espada traspasará tu alma7.
Bajaron
a Cristo de la cruz con cariño y veneración, y lo depositaron con todo cuidado
en brazos de su Madre. Aunque su Cuerpo es una pura llaga, su rostro está
sereno y lleno de majestad. Miremos despacio y con piedad a Jesús, como le
miraría la Virgen Santísima. No solo nos ha rescatado del pecado y de la
muerte, sino que nos ha enseñado a cumplir la voluntad de Dios por encima de
todos los planes propios, a vivir desprendidos de todo, a saber perdonar cuando
el que ofende ni siquiera se arrepiente, a saber disculpar a los demás, a ser
apóstoles hasta el momento de la muerte, a sufrir sin quejas estériles, a
querer a los hombres aunque se esté padeciendo por culpa de ellos... «No
estorbes la obra del Paráclito: únete a Cristo, para purificarte, y siente, con
Él, los insultos, y los salivazos, y los bofetones..., y las espinas, y el peso
de la muerte..., y los hierros rompiendo tu carne, y las ansias de una muerte
en desamparo...
»Y
métete en el costado abierto de Nuestro Señor hasta hallar cobijo seguro en su
llagado Corazón»8.
Allí encontraremos la paz. Dice San Buenaventura, hablando de ese vivir
místicamente dentro de las llagas de Cristo: «¡Oh, qué buena cosa es estar con
Jesucristo crucificado! Quiero hacer en Él tres moradas: una, en los pies;
otra, en las manos, y otra perpetua en su precioso costado. Aquí quiero sosegar
y descansar, y dormir y orar. Aquí hablaré a su corazón y me ha de conceder
todo cuanto le pidiere. ¡Oh, muy amables llagas de nuestro piadoso Redentor!
(...). En ellas vivo, y de sus manjares me sustento»9.
Miramos
a Jesús despacio y, en la intimidad de nuestro corazón, le decimos: ¡Oh
buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. Nos permitas que me aparte
de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y
mándame ir a Ti, para que con tus Santos te alabe. Por los siglos de los siglos»10.
II. José
de Arimatea, discípulo de Jesús, hombre rico, influyente en el Sanedrín, que ha
permanecido en el anonimato cuando el Señor es aclamado por toda Palestina, se
presenta a Pilato para hacerse cargo del Cuerpo del Señor. Se dispone a pedirle
«la más grande demanda que jamás se ha hecho: el Cuerpo de Jesús, el Hijo de
Dios, el tesoro de la Iglesia, su riqueza, su enseñanza y ejemplo, su consuelo,
el Pan con que debía alimentarse hasta la vida eterna. José, en aquel momento,
representaba con su petición el deseo de todos los hombres, de toda la Iglesia,
que necesitaba de Él para mantenerse viva eternamente»11.
También
en estos momentos de desconcierto, cuando los discípulos, excepto Juan, han
huido, hace su aparición otro discípulo de gran relieve social, que tampoco ha
estado presente en las horas de triunfo. Llegó Nicodemo, el mismo que
había venido a Él de noche, trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de cien
libras12.
¡Cómo
agradecería la Virgen la ayuda de estos dos hombres: su generosidad, su
valentía, su piedad! ¡Cómo se lo agradecemos también nosotros!
El
pequeño grupo que, junto a la Virgen y a las mujeres de las que hace especial
mención el Evangelio, se hicieron cargo de dar sepultura al Cuerpo de Jesús,
tienen poco tiempo a causa de la fiesta del día siguiente, que comenzaba al
atardecer de ese día. Lavaron el Cuerpo con extremada piedad, lo perfumaron (la
cantidad de perfumes que trajo Nicodemo era muy grande: como cien
libras), lo envolvieron en un lienzo nuevo que compró José13 y
lo depositaron en un sepulcro excavado en la roca, que era del propio José y
que no había sido utilizado para ningún otro cuerpo14.
Cubrieron su cabeza con un sudario15.
¡Cómo
envidiamos a José de Arimatea y a Nicodemo! ¡Cómo nos gustaría haber estado
presentes para cuidar con inmensa piedad del Cuerpo del Señor!: «Yo subiré con
ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el
fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo
envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de
roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!
»Cuando
todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré,
Señor»16.
No
debemos olvidar un solo día que en nuestros sagrarios está Jesús ¡vivo!, pero
tan indefenso como en la Cruz, o como después en el Sepulcro. Cristo se entrega
a su Iglesia y a cada cristiano para que el fuego de nuestro
amor lo cuide y lo atienda lo mejor que podamos, y para que nuestra
vida limpia lo envuelva como aquel lienzo que compró José. Pero además
de esas manifestaciones de nuestro amor, debe haber otras que quizá exijan
parte de nuestro dinero, de nuestro tiempo, de nuestro esfuerzo: José de
Arimatea y Nicodemo no escatimaron esas otras muestras de amor.
III. El
Cuerpo de Jesús yacía en el sepulcro. El mundo ha quedado a oscuras. María era
la única luz encendida sobre la tierra. «La Madre del Señor –mi Madre– y las
mujeres que han seguido al Maestro desde Galilea, después de observar todo
atentamente, se marchan también. Cae la noche.
»Ahora
ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios,
porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.
»Empti
enim estis pretio magno! (1 Cor 6, 20), tú y yo
hemos sido comprados a gran precio.
»Hemos
de hacer vida nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación
y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir
entonces los pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas.
»Dar
la vida por los demás. Solo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una
misma cosa con Él»17.
No
sabemos dónde estaban los Apóstoles aquella tarde, mientras dan sepultura al
Cuerpo del Señor. Andarían perdidos, desorientados y confusos, sin rumbo fijo,
llenos de tristeza.
Si el
domingo ya se les ve de nuevo unidos18 es
porque el sábado, quizá la misma tarde del viernes, han acudido a la Virgen.
Ella protegió con su fe, su esperanza y su amor a esta naciente Iglesia, débil
y asustada. Así nació la Iglesia: al abrigo de nuestra Madre. Ya desde el
principio fue Consoladora de los afligidos, de quienes estaban en apuros. Este
sábado, en el que todos cumplieron el descanso festivo según manda la
ley19, no fue para Nuestra Señora un día triste: su Hijo ha dejado
de sufrir. Ella aguarda serenamente el momento de la Resurrección; por eso no
acompañará a las santas mujeres a embalsamar el Cuerpo muerto de Jesús.
Siempre,
pero de modo particular si alguna vez hemos dejado a Cristo y nos encontramos
desorientados y perdidos por haber abandonado el sacrificio y la Cruz como los
Apóstoles, debemos acudir enseguida a esa luz continuamente encendida en
nuestra vida que es la Virgen Santísima. Ella nos devolverá la esperanza.
«Nuestra Señora es descanso para los que trabajan, consuelo de los que lloran,
medicina para los enfermos, puerto para los que maltrata la tempestad, perdón
para los pecadores, dulce alivio de los tristes, socorro de los que la
imploran»20. Junto a Ella nos disponemos a vivir la inmensa alegría de la
Resurrección.
1 Cfr. Mt 27,
51. —
2 Cfr. Heb 9,
1-14. —
3 Jn 19,
31. —
4 Jn 19,
34. —
5 San
Agustín, Coment. al Evangelio de San Juan, 120, 2. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3. —
7 Lc 2,
35. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 58. —
9 Oración
de San Buenaventura, citada por Fray Luis de Granada, Vida
de Jesucristo, Madrid 1975, pp. 221-222. —
10 Misal
Romano, Acción de gracias después de la Misa. —
11 L.
de la Palma, La Pasión del Señor, p. 244. —
12 Jn 19,
39. —
13 Mc 15, 46. —
14 Cfr. Mt 27, 60. —
15 Cfr. Jn 20, 5-6. —
18 Cfr. Lc 24,
9. —
19 Cfr. Lc 23,
56. —
20 San
Juan Damasceno, Homilía en la Dormición de la
B. Virgen María.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico