Francisco Fernández-Carvajal 21 de abril de 2019
— La
Resurrección del Señor, fundamento de nuestra fe. Jesucristo vive: esta es la
gran alegría de todos los cristianos.
— La
luz de Cristo. La Resurrección, una fuerte llamada al apostolado.
—
Apariciones de Jesús: el encuentro con su Madre, a quien se aparece en primer
lugar. Vivir este tiempo litúrgico muy cerca de la Virgen.
«Al
caer la tarde del sábado, María Magdalena y María, madre de Santiago, y Salomé
compraron aromas para ir a embalsamar el cuerpo muerto de Jesús. —Muy de
mañana, al otro día, llegan al sepulcro, salido ya el sol (Mc 16,
1-2). Y entrando, se quedan consternadas porque no hallan el cuerpo del Señor.
—Un mancebo, cubierto de vestidura blanca, les dice: No temáis: sé que buscáis
a Jesús Nazareno: non est hic, surrexit enim sicut dixit, —no está
aquí, porque ha resucitado, según predijo (Mt 28, 5).
»¡Ha
resucitado! —Jesús ha resucitado. No está en el sepulcro. —La Vida pudo más que
la muerte»2.
La
Resurrección gloriosa del Señor es la clave para interpretar toda su vida, y el
fundamento de nuestra fe. Sin esa victoria sobre la muerte, dice San Pablo,
toda predicación sería inútil y nuestra fe vacía de contenido3.
Además, en la Resurrección de Cristo se apoya nuestra futura resurrección.
Porque Dios, rico en misericordia, movido del gran amor con que nos
amó, aunque estábamos muertos por el pecado, nos dio vida juntamente con
Cristo... y nos resucitó con Él4.
La Pascua es la fiesta de nuestra redención y, por tanto, fiesta de acción de
gracias y de alegría.
La
Resurrección del Señor es una realidad central de la fe católica, y como tal
fue predicada desde los comienzos del Cristianismo. La importancia de este
milagro es tan grande, que los Apóstoles son, ante todo, testigos de la
Resurrección de Jesús5.
Anuncian que Cristo vive, y este es el núcleo de toda su predicación. Esto es
lo que, después de veinte siglos, nosotros anunciamos al mundo: ¡Cristo vive!
La Resurrección es el argumento supremo de la divinidad de Nuestro Señor.
Después
de resucitar por su propia virtud, Jesús glorioso fue visto por los discípulos,
que pudieron cerciorarse de que era Él mismo: pudieron hablar con Él, le vieron
comer, comprobaron las huellas de los clavos y de la lanza... Los Apóstoles
declaran que se manifestó con numerosas pruebas6,
y muchos de estos hombres murieron testificando esta verdad.
Jesucristo
vive. Y esto nos colma de alegría el corazón. «Esta es la gran verdad que llena
de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha
triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia
(...): en Él, lo encontramos todo; fuera de Él, nuestra vida queda vacía»7.
«Se
apareció a su Madre Santísima. —Se apareció a María de Magdala, que está loca
de amor. —Y a Pedro y a los demás Apóstoles. —Y a ti y a mí, que somos sus
discípulos y más locos que la Magdalena: ¡qué cosas le hemos dicho!
»Que
nunca muramos por el pecado; que sea eterna nuestra resurrección espiritual. —Y
(...) has besado tú las llagas de sus pies..., y yo más atrevido –por más niño–
he puesto mis labios sobre su costado abierto»8.
II. Dice
bellamente San León Magno9 que
Jesús se apresuró a resucitar cuanto antes porque tenía prisa en consolar a su
Madre y a los discípulos: estuvo en el sepulcro el tiempo estrictamente necesario
para cumplir los tres días profetizados. Resucitó al tercer día, pero lo antes
que pudo, al amanecer, cuando aún estaba oscuro10,
anticipando el amanecer con su propia luz.
El
mundo había quedado a oscuras. Solo la Virgen María era un faro en medio de
tantas tinieblas. La Resurrección es la gran luz para todo el mundo: Yo
soy la luz11,
había dicho Jesús; luz para el mundo, para cada época de la historia, para cada
sociedad, para cada hombre.
Ayer
noche, mientras participábamos –si nos fue posible– en la liturgia de la Vigilia
pascual, vimos cómo al principio reinaba en el templo una oscuridad total,
imagen de las tinieblas en las que se debate la humanidad sin Cristo, sin la
revelación de Dios. En un instante el celebrante proclamó la conmovedora y
feliz noticia: La luz de Cristo, que resucita glorioso, disipe las
tinieblas del corazón y del espíritu12.
Y de la luz del cirio pascual, que simboliza a Cristo, todos los fieles
recibieron la luz: el templo quedó iluminado con la luz del cirio pascual y de
todos los fieles. Es la luz que la Iglesia derrama sobre toda la tierra sumida
en tinieblas.
La
Resurrección de Cristo es una fuerte llamada al apostolado: ser luz y llevar la
luz a otros. Para eso hemos de estar unidos a Cristo. «Instaurare omnia
in Christo, da como lema San Pablo a los cristianos de Éfeso (Ef 1,
10); informar el mundo entero con el espíritu de Jesús, colocar a Cristo en la
entraña de todas las cosas. Si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad
meipsum (Jn12, 32), cuando sea levantado en alto sobre la
tierra, todo lo atraeré hacia mí. Cristo con su Encarnación, con su vida de
trabajo en Nazareth, con su predicación y milagros por las tierras de Judea y
de Galilea, con su muerte en la Cruz, con su Resurrección, es el centro de la
creación, Primogénito y Señor de toda criatura.
»Nuestra
misión de cristianos es proclamar esa Realeza de Cristo, anunciarla con nuestra
palabra y con nuestras obras. Quiere el Señor a los suyos en todas las
encrucijadas de la tierra. A algunos los llama al desierto, a desentenderse de
los avatares de la sociedad de los hombres, para hacer que esos mismos hombres
recuerden a los demás, con su testimonio, que existe Dios. A otros, les
encomienda el ministerio sacerdotal. A la gran mayoría, los quiere en medio del
mundo, en las ocupaciones terrenas. Por lo tanto, deben estos cristianos llevar
a Cristo a todos los ámbitos donde se desarrollan las tareas humanas: a la
fábrica, al laboratorio, al trabajo de la tierra, al taller del artesano, a las
calles de las grandes ciudades y a los senderos de montaña»13.
III. La
Virgen, que estuvo acompañada por las santas mujeres en las horas tremendas de
la crucifixión de su Hijo, no acompañó a estas en el piadoso intento de
terminar de embalsamar el Cuerpo muerto de Jesús. María Magdalena y las demás
mujeres que le habían seguido desde Galilea han olvidado las palabras del Señor
acerca de su Resurrección al tercer día. La Virgen Santísima sabe que
resucitará. En un clima de oración, que nosotros no podemos describir, Ella
espera a su Hijo glorificado.
«Los
evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a María. De todos
modos, como Ella estuvo de manera especialmente cercana a la cruz del Hijo,
hubo de tener también una experiencia privilegiada de su resurrección»14.
Una tradición antiquísima de la Iglesia nos transmite que Jesús se apareció en
primer lugar y a solas a su Madre. En primer término, porque Ella es la primera
y principal corredentora del género humano, en perfecta unión con su Hijo. A
solas, puesto que esta aparición tenía una razón de ser muy diferente de las
demás apariciones a las mujeres y a los discípulos. A estos había que
reconfortarlos y ganarlos definitivamente para la fe. La Virgen, que ya había
sido constituida Madre del género humano reconciliado con Dios, no dejó en
ningún momento de estar en perfecta unión con la Trinidad Beatísima. Toda la
esperanza en la Resurrección de Jesús que quedaba sobre la tierra se había
cobijado en su corazón.
No
sabemos de qué manera tuvo lugar la aparición de Jesús a su Madre. A María
Magdalena se le apareció de forma que ella no le reconoció en un primer
momento. A los dos discípulos de Emaús se les unió como un hombre que iba de
viaje. A los Apóstoles reunidos en el Cenáculo se les apareció con las puertas
cerradas... A su Madre, en una intimidad que podemos imaginar, se le mostró en
tal forma que Ella conociera, en todo caso, su estado glorioso y que ya no
continuaría la misma vida de antes sobre la tierra15.
La Virgen, después de tanto dolor, se llenó de una inmensa alegría. «No sale
tan hermoso el lucero de la mañana –dice fray Luis de Granada–, como
resplandeció en los ojos de la Madre aquella cara llena de gracias y aquel
espejo sin mancilla de la gloria divina. Ve el cuerpo del Hijo resucitado y
glorioso, despedidas ya todas las fealdades pasadas, vuelta la gracia de
aquellos ojos divinos y resucitada y acrecentada su primera hermosura. Las
aberturas de las llagas, que eran para la Madre como cuchillos de dolor, verlas
hechas fuentes de amor; al que vio penar entre ladrones, verle acompañado de
ángeles y santos; al que la encomendaba desde la cruz al discípulo ve cómo
ahora extiende sus amorosos brazos y le da dulce paz en el rostro; al que tuvo
muerto en sus brazos, verle ahora resucitado ante sus ojos. Tiénele, no le
deja; abrázale y pídele que no se le vaya; entonces, enmudecida de dolor, no
sabía qué decir; ahora, enmudecida de alegría, no puede hablar»16.
Nosotros nos unimos a esta inmensa alegría.
Se
cuenta que Santo Tomás de Aquino, cada año en esta fiesta, aconsejaba a sus
oyentes que no dejaran de felicitar a la Virgen por la Resurrección de su Hijo17.
Es lo que hacemos nosotros, comenzando hoy a rezar el Regina Coeli,
que ocupará el lugar del Ángelus durante el tiempo
Pascual: Alégrate, Reina del cielo, ¡aleluya!, porque Aquel a quien
mereciste llevar dentro de ti ha resucitado, según predijo... Y le
pedimos que nosotros resucitemos en íntima unión con Jesucristo. Hagamos el
propósito de vivir este tiempo pascual muy cerca de Santa María.
1 Antífona
de entrada de la Misa. Cfr. Lc 24, 34; Cfr. Apoc 1,
6. —
2 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario, primer misterio glorioso.
—
3 Cfr. 1
Cor 15, 14-17. —
4 Ef 2,
4-6. —
5 Cfr Hech 1,
22; 2, 32; 3, 15; etc. —
6 Hech 1,
3. —
7 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 102. —
8 ídem, Santo
Rosario, primer misterio glorioso. —
9 San
León Magno, Sermón 71, 2. —
10 Jn 20,
1. —
11 Jn 8,
12. —
12 Misal
Romano, Vigilia pascual. —
13 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 105. —
14 Juan
Pablo II, Discurso en el santuario de Nª Sª de la Alborada,
Guayaquil, 31-I-1985. —
15 Cfr. F.
M. Willam, Vida de María, Herder, Barcelona 1974, p. 330.
—
16 Fray
Luis de Granada, Libro de la oración y meditación, Palabra,
2ª ed., Madrid 1979, 26, 4, 16. —
17 Cfr.
Fr. J. F. P., Vida y misericordia de la Santísima Virgen, según los
textos de Santo Tomás de Aquino, Segovia 1935, pp. 181-182.
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