Francisco Fernández-Carvajal 27 de abril de 2019
—
Aparición de Jesús a los Apóstoles estando ausente Tomás. Le comunican que
Jesús ha resucitado. Apostolado con quienes han conocido a Cristo, pero no le
tratan.
— El
acto de fe del Apóstol Tomás. Nuestra fe ha de ser operativa: actos de
fe, confianza con el Señor, apostolado.
— La
Resurrección es una llamada a manifestar con nuestra vida que Cristo vive.
Necesidad de estar bien formados.
I. El primer
día de la semana1,
el día en que resucitó el Señor, el primer día del mundo nuevo, está repleto de
acontecimientos: desde la mañana, muy temprano2,
cuando las mujeres van al sepulcro, hasta la noche, muy tarde3,
cuando Jesús viene a confortar a sus más íntimos: La paz sea con
vosotros, les dice. Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
En esta ocasión, Tomás no estaba con los demás Apóstoles, no pudo ver al Señor,
ni oír sus consoladoras palabras.
Este
Apóstol fue el que dijo una vez: Vayamos también nosotros y muramos con
él4. Y en la Última Cena expresó al Señor su ignorancia, con la
mayor sencillez: Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el
camino?5. Llenos de un profundo gozo, los Apóstoles buscarían a Tomás
por Jerusalén aquella misma noche o al día siguiente. En cuanto dieron con él,
les faltó tiempo para decirle: ¡Hemos visto al Señor! Pero
Tomás, como los demás, estaba profundamente afectado por lo que habían visto
sus ojos: jamás olvidaría la Crucifixión y Muerte del Maestro. No da ningún
crédito a lo que los demás le dicen: Si no veo la señal de los clavos
en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su
costado, no creeré6.
Los que habían compartido con él aquellos tres años y con quienes por tantos
lazos estaba unido, le repetirían de mil formas diferentes la misma verdad, que
era su alegría y su seguridad: ¡Hemos visto al Señor!
Tomás
pensaba que el Señor estaba muerto. Los demás le aseguraban que vive, que ellos
mismos lo han visto y oído, que han estado con Él. Así hemos de hacer nosotros:
para muchos hombres y para muchas mujeres Cristo es como si estuviera muerto,
porque apenas significa nada para ellos, casi no cuenta en su vida. Nuestra fe
en Cristo resucitado nos impulsa a ir a esas personas, a decirles de mil formas
diferentes que Cristo vive, que nos unimos a Él por la fe y lo tratamos cada
día, que orienta y da sentido a nuestra vida.
De
esta manera, cumpliendo con esa exigencia de la fe, que es darla a conocer con
el ejemplo y la palabra, contribuimos personalmente a edificar la Iglesia, como
aquellos primeros cristianos de los que nos hablan los Hechos de los
Apóstoles: crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían
al Señor7.
II. A
los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos.
Estando las puertas cerradas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz
sea con vosotros. Después dijo a Tomás: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y
trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino fiel8.
La
respuesta de Tomás es un acto de fe, de adoración y de entrega sin
límites: ¡Señor mío y Dios mío! Son las suyas cuatro palabras
inagotables. Su fe brota, no tanto de la evidencia de Jesús, sino de un dolor
inmenso. No son tanto las pruebas como el amor el que le lleva a la adoración y
a la vuelta al apostolado. La Tradición nos dice que el Apóstol Tomás morirá
mártir por la fe en su Señor. Gastó la vida en su servicio.
Las
dudas primeras de Tomás han servido para confirmar la fe de los que más tarde
habían de creer en Él. «¿Es que pensáis –comenta San Gregorio Magno– que
aconteció por pura casualidad que estuviese ausente entonces aquel discípulo
elegido, que al volver oyese relatar la aparición, y que al oír dudase, dudando
palpase y palpando creyese? No fue por casualidad, sino por disposición de
Dios. La divina clemencia actuó de modo admirable para que, tocando el
discípulo dubitativo las heridas de la carne de su Maestro, sanara en nosotros
las heridas de la incredulidad (...). Así el discípulo, dudando y palpando, se
convirtió en testigo de la verdadera resurrección»9.
Si
nuestra fe es firme, también se apoyará en ella la de otros muchos. Es preciso
que nuestra fe en Jesucristo vaya creciendo de día en día, que aprendamos a
mirar los acontecimientos y las personas como Él los mira, que nuestro actuar
en medio del mundo esté vivificado por la doctrina de Jesús. Pero, en
ocasiones, también nosotros nos encontramos faltos de fe como el Apóstol Tomás.
Tenemos necesidad de más confianza en el Señor ante las dificultades en el
apostolado, ante acontecimientos que no sabemos interpretar desde un punto de
vista sobrenatural, en momentos de oscuridad, que Dios permite para que
crezcamos en otras virtudes...
La
virtud de la fe es la que nos da la verdadera dimensión de los acontecimientos
y la que nos permite juzgar rectamente de todas las cosas. «Solamente con la
luz de la fe y con la meditación de la palabra divina es posible reconocer
siempre y en todo lugar a Dios, en quien nos movemos y existimos (Hech 17,
28); buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en
todos los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el
verdadero sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como
en orden al fin del hombre»10.
Meditemos
el Evangelio de la Misa de hoy. «Pongamos de nuevo los ojos en el Maestro.
Quizá tú también escuches en este momento el reproche dirigido a Tomás: mete
aquí tu dedo, y registra mis manos; y trae tu mano y métela en mi costado, y no
seas incrédulo sino fiel (Jn 20 27); y, con el Apóstol,
saldrá de tu alma, con sincera contrición, aquel grito: ¡Señor mío y
Dios mío! (Jn 20, 28), te reconozco definitivamente por
Maestro, y ya para siempre –con tu auxilio– voy a atesorar tus enseñanzas y me
esforzaré en seguirlas con lealtad»11.
¡Señor
mío y Dios mío! ¡Mi Señor y mi Dios! Estas palabras han
servido de jaculatoria a muchos cristianos, y como acto de fe en la presencia
real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, al pasar delante de un sagrario,
en el momento de la Consagración en la Santa Misa... También pueden ayudarnos a
nosotros para actualizar nuestra fe y nuestro amor a Cristo resucitado,
realmente presente en la Hostia Santa.
III. El
Señor le contestó a Tomás: Porque me has visto has creído: bienaventurados los
que sin haber visto han creído12.
«Sentencia en la que sin duda estamos señalados nosotros –dice San Gregorio
Magno–, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Se alude
a nosotros, con tal que vivamos conforme a la fe; porque solo cree de verdad el
que practica lo que cree»13.
La
Resurrección del Señor es una llamada a que manifestemos con nuestra vida que
Él vive. Las obras del cristiano deben ser fruto y manifestación del amor a
Cristo.
En los
primeros siglos la difusión del cristianismo se realizó principalmente por el
testimonio personal de los cristianos que se convertían. Era una predicación
sencilla de la Buena Nueva: de hombre a hombre, de familia a familia; entre
quienes tenían el mismo oficio, entre vecinos; en los barrios, en los mercados,
en las calles. Hoy también quiere el Señor que el mundo, la calle, el trabajo,
las familias sean el cauce para la transmisión de la fe.
Para
confesar nuestra fe con la palabra es necesario conocer su contenido con
claridad y precisión. Por eso, nuestra Madre la Iglesia ha hecho tanto hincapié
a lo largo de los siglos en el estudio del Catecismo, donde, de una
manera breve y sencilla, se contiene lo esencial que hemos de conocer para
poder vivirlo después. Ya San Agustín insistía a aquellos catecúmenos a punto
de recibir el Bautismo: «Así, pues, el sábado próximo, en que celebraremos la
vigilia, si Dios quiere, habréis de dar no la oración (el Padrenuestro), sino
el símbolo (el Credo); porque si ahora no lo aprendéis, después, en la iglesia,
no se lo habéis de oír todos los días al pueblo. Y, en aprendiéndolo bien,
decidlo a diario para que no se olvide: al levantaros de la cama, al ir a
dormiros, dad vuestro símbolo, dádselo a Dios, procurando hacer memoria de
ello, y sin pereza de repetirlo. Es cosa buena repetir para no olvidar. No
digáis: “Ya lo dije ayer, y lo digo hoy, y a diario lo digo; téngolo bien
grabado en la memoria”. Sea para ti como un recordatorio de tu fe y un espejo
donde te mires. Mírate, pues, en él; examina si continúas creyendo todas las
verdades que de palabra dices creer, y regocíjate a diario en tu fe. Sean ellas
tu riqueza, sean a modo de vestidos para el aderezo de tu alma»14.
¡A cuántos cristianos habría que decirles estas mismas palabras, pues han
olvidado lo esencial del contenido de su fe!
Jesucristo
nos pide también que le confesemos con obras delante de los hombres. Por eso,
pensemos: ¿no tendríamos que ser más valientes en esa o aquella ocasión?, ¿no
tendríamos que ser más sacrificados a la hora de sacar adelante nuestros
quehaceres? Pensemos en nuestro trabajo, en el ambiente que nos rodea: ¿se nos
conoce como personas que llevan vida de fe?, ¿nos falta audacia en el
apostolado?, ¿conocemos con profundidad lo esencial de nuestra fe?
Terminamos
nuestra oración pidiendo a la Virgen, Asiento de la Sabiduría, Reina de
los Apóstoles, que nos ayude a manifestar con nuestra conducta y nuestras
palabras que Cristo vive.
1 Jn 20,
1. —
2 Mc 16,
2. —
3 Jn 20,
19. —
4 Jn 11,
16. —
5 Jn 14,
5. —
6 Jn 20,
25. —
7 Hech 5,
14. —
8 Jn 20,
26-27. —
9 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 26, 7.
—
10 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 145. —
12 Jn 20,
29. —
13 San
Gregorio Magno, loc. cit., 26, 9. —
14 San
Agustín, Sermón 58, 15.
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