ABC 27 de abril de 2019
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Hambre, violencia y desabastecimiento, en
barrios sin esperanza
Llegar
a Maracaibo es entrar en una especie de zona de guerra. Los habitantes
deambulan como fantasmas entre las ruinas de calles desoladas y montones de
basura que ellos mismos han de quemar porque ningún servicio público se ocupa
de recogerlas. Los escombros, fruto de los saqueos a comercios durante los
últimos apagones, dominan el decadente paisaje urbano.
Venezuela
se muere. Y en muchos casos no por falta de alimentos, sino de dinero para
acceder a ellos. ABC muestra los efectos de la tragedia venezolana que el
régimen de Maduro quiere ocultar. Entre chabolas destartaladas en los barrios
de Maracaibo malviven enfermos físicos y mentales, niños desnutridos, las
víctimas más vulnerables de la dictadura chavista.
Pero
la capital del estado Zulia, otrora el centro del orgullo petrolero de
Venezuela, no es Siria ni Libia. La causa de la ruina de Maracaibo, la segunda
ciudad el país, es la descomunal crisis en la que ha hundido al país el régimen
chavista, agudizada ahora, aún más, por los cortes en el suministro eléctrico,
que obliga a los maracuchos a peregrinar durante horas en busca de agua
potable, alimentos y combustible o a quedarse refugiados en sus casas, a la
espera de luz para encender el aire acondicionado con que hacer frente a un
calor abrasador.
«Llevamos
más de un año sin agua. ¡Yo debería estar en mi escuela y no voy porque debo
ayudar a mi mamá en esto!», grita con rabia Michelle, una adolescente con la
ropa empapada y el rostro demacrado, mientras intenta conseguir agua potable de
una tubería subterránea, por la que hacen cola y se pelean niños, mujeres y
hombres. «Aquí donde me ve, no me he llevado un pan a la boca desde anoche»,
añade esta chica de 14 años que parece mayor.
Los
carteles y vallas publicitarias con el eslogan «La primera ciudad de Venezuela»
que salpican Maracaibo son hoy un sarcasmo agraz. Zulia, donde se extrae el 60%
del crudo venezolano y con un extraordinario potencial agrícola y ganadero,
llegó a ser la envidia de Iberoamérica. En su aeropuerto había un intenso tráfico
internacional. Ahora la lucha por la supervivencia es extrema para los cuatro
millones de habitantes de la región, las colas para llenar el depósito son
kilométricas y sobran los dedos de una mano para contar las rutas de vuelos.
«Aquí
los pobres perdemos la vida. Hoy voy para cuatro horas y ahora acaban de cerrar
la estación para ver si llega otro camión para surtir», dice con resignación
Abelardo Montiel, mientras espera cerveza en mano en una gasolinera. «Yo no
tengo los cobres (dinero) para pagar a los guardias que te quieren vender hasta
en un dólar el litro, cuando la gasolina es regalada en este país», se lamenta.
El drama en toda su crudeza
La
miseria es también patente en Caracas, pero el régimen de Maduro destina los
recursos que puede a la capital del país para protegerla como una burbuja y
evitar que haya estallidos sociales. Si el problema no ocurre en Caracas, es
como si no existe. En Maracaibo, en cambio, el drama del chavismo se presenta
en toda su crudeza.
Por
eso también el régimen se esfuerza por mantenerla aislada, fuera de la vista de
los medios independientes. Militares, milicianos y paramilitares armados de los
«colectivos» vigilan para impedir el acceso de la prensa a los puntos calientes
de la ciudad. Los hospitales están blindados y entrar en ellos sin autorización
puede acarrear ser detenido o expulsado, en caso de los periodistas
extranjeros.
«La
censura es cada vez mayor. A nosotros nos han metido hasta tanques dentro de
las residencias», asegura Carmen Gamboa, residente de un bastión opositor, las
Torres del Saladillo. «Estos grupos no respetan a nadie –explica–. Vienen con
armas y nos amenazan si protestamos o denunciamos lo que está ocurriendo».
Además,
la señal de internet es intermitente. Los periódicos de papel han desaparecido
y solo quedan panfletos de propaganda del Gobierno, por lo que en Maracaibo, si
no hay conexión a la red, uno no se entera de nada.
Solo
hay luz unas pocas horas al día. Los cortes no tienen ningún tipo de
programación. Una zona de la ciudad pasa una semana entera a oscuras, mientras
otras tienen electricidad un par de horas. A veces aparece inesperadamente,
pero si llueve puede que los transformadores estallen o fallen.
«Nos
salvamos de una tragedia», cuenta Gladys Bardallo, de 79 años, del sector
Libertador. «Los cables se incendiaron sobre la casa y el cuarto se nos quemó y
explotaron todos los cables –recuerda–. Los bomberos, que están a dos calles,
no llegaron nunca por no tener insumos para trabajar, ni personal».
Pero
para conocer las verdaderas entrañas de la tragedia de Venezuela hay que
adentrarse en un barrio como el de los Altos del Milagro Norte, en la parroquia
Coquivacoa. En chabolas hechas con restos de madera y hojalata, malviven niños
siempre hambrientos, que como mucho comen una vez al día. Las epidemias campan
a sus anchas y las expectativas de vida son muy escasas. Además, los supuestos
«operativos de paz» de las Fuerzas Especiales de Seguridad (FAES) y la
violencia de las bandas acechan a diario.
Para
acceder a este rincón oculto donde habitan los grandes olvidados de la
revolución bolivariana es imprescindible recurrir a un líder social que permita
sortear a las cuadrillas de paramilitares y a los agentes de Policía.
Los
vecinos del barrio acogen a los periodistas con cierto alivio, como una posible
tabla de salvación frente al abandono y el aislamiento a los que se ven
condenados, sin apenas ayuda en su desgracia. «Si no denunciamos la realidad de
lo que está pasando, nadie se entera de la verdad, ni los venezolanos ni el
mundo. Aquí tenemos de todo: exterminio, hambruna, maltrato familiar. Es un
infierno», resume Carolina Leal, una líder social que en el pasado militó en el
partido chavista, pero que ahora vive para ayudar a la gente. Desde hace tres
años reparte más de 250 almuerzos semanales.
Desnutrición y enfermedad
Recorrer
los Altos del Milagro es desnudar lo más bajo de la crisis venezolana. En una
sola manzana, como desterrados en su propia patria, se ocultan, entre paredes
hechas a retazos y techos destartalados, niños desnutridos, discapacitados,
infectados de VIH y enfermos mentales.
Miguel
Blanco, un joven de tez blanca de 28 años, yace con las piernas encogidas sobre
una cama en una de las infraviviendas del barrio. Su cuerpo está famélico,
carece de masa muscular y su piel se pega a los huesos. El rostro revela una
desnutrición severa y una hidrocefalia congénita. Su madre, sin ayuda, le
dedica incasablemente sus días. «Le doy lo poco que puedo, yuca y arroz, y le
hago pañales de tela», afirma.
No
lejos de allí se halla Ana Bravo, de 14 años. Mide poco más de un metro y pesa
20 kilos. No habla y se comunica con señas. Golpea sus manos para indicar que
quiere comer. No se pudo desarrollar a consecuencia de la mala alimentación. Es
un ejemplo del centenar de casos de malnutrición en este mísero caserío.
Otros
niños montan en bicicleta o juegan en las calles, rodeados de escombros y
polvo. Gustavo Rincón, un pediatra que visita con frecuencia el barrio, señala
que los menores hacen un esfuerzo por olvidar el hambre, pero el cuerpo los
delata. «Tienen el pelo cobrizo y fino, y son cabezones. Esos son síntomas
claros de desnutrición. Estamos lamentablemnte ante una generación de tarados»,
denuncia.
En
estos atestados suburbios, sus pobladores usan una mezcla de maíz, sal y yuca
para intentar hacer algo similar a la tradicional arepa venezolana. Es cuanto
se pueden permitir.
La
escasez que azota Venezuela es aún peor en Maracaibo por el contrabando con
Colombia, que deja millones de ganacias a aquellos que se aprovechan de la
circunstancia. Hablar de hambre aquí es diferente. Hay alimentos, pero lo
complicado es tener los recursos para pagarlos. «Con nuestro sueldo mínimo
(cuatro euros), tan solo compramos un cartón de huevos. Es imposible que no
existan desnutridos en este país», apunta una vecina, Daysi Delgado.
El
otro gran muestrario de la catástrofe humanitaria de Maracaibo es el Hospital
Universitario. En su día fue un ambicioso proyecto incluido en el programa de
obras públicas de la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, en los años
50, con más de 600 camas. Además, fue el primer hospital venezolano en realizar
un trasplante de riñón. Hoy su realidad es otra.
«Llevo
diez años esperando un trasplante de riñón, pero ante lo que está ocurriendo
prefiero esperar. A un compañero de diálisis lo llamaron para avisar de que ya
estaba listo su donante, y en medio de los apagones el riñón que esperaba se
dañó», cuenta María Esis.
El
centro cuenta con una planta eléctrica, pero solo puede funcionar una o dos
horas, frente a las interrupciones, que pueden durar 24 horas. Ante ello, los
cirujanos han tenido que finalizar las intervenciones quirúrgicas con la luz de
sus teléfonos móviles.
Las
salas de hospitalización apenas tienen pacientes, ya que no existe material
para realizar las operaciones, y las habitaciones han pasado hacer de depósitos
de equipos y camas en desuso.
Además,
el centro de salud se encuentra en riesgo de una contaminación generalizada,
porque falla la recogida de residuos y la limpieza de las zonas donde se
almacenan. «Con el calor las bacterias proliferan, y hay que recordar que en
Maracaibo las temperaturas pueden alcanzar 40 grados centígrados, lo que
fácilmente convierte los pabellones en hornos», denuncia la cirujana Dora
Colmenares.
El
hospital no cuenta con radiólogos ni enfermeras, debido a que la situación del
país ha forzado a más de 2.800 miembros del personal médico a cruzar las
fronteras. «En estos momentos nos encontramos en una emergencia humanitaria
compleja. Los médicos tenemos conocimiento de que el 60% de la población está
en condición de desnutrición, pero qué pasa con los que no vemos porque
prefieren morir en sus casas. En materia de salud hemos retrocedido siete
décadas, en estos momentos nos encontramos prácticamente en el siglo XIX»,
asegura Colmenares. Y añade: «No entendemos por qué razón la ayuda enviada al
país no llegó primero al estado con una mayor urgencia sanitaria». Los médicos
también denuncian que, desde hace cinco años, carecen de un boletín epidemiológico,
por lo que disponen siquiera con un control de las enfermedades del país.
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