Francisco Fernández-Carvajal 24 de abril de 2019
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Aparición a los Once. Jesús conforta a los Apóstoles. Presencia de Jesucristo
en nuestros sagrarios.
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La Visita al Santísimo, continuación de la acción de gracias de la
Comunión y preparación de la siguiente. El Señor nos espera a cada uno.
—
Frutos de este acto de piedad.
I. Después
de haberse aparecido a María Magdalena, a las demás mujeres, a Pedro y a los
discípulos de Emaús, Jesús se aparece a los Once, según nos narra el Evangelio
de la Misa1. Él les dijo: ¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen
dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona.
Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis
que yo tengo.
Les mostró
luego las manos y los pies y comió con ellos. Los Apóstoles tendrán para
siempre la seguridad de que su fe en el Resucitado no es efecto de la
credulidad, del entusiasmo o de la sugestión, sino de hechos comprobados
repetidamente por ellos mismos. Jesús, en sus apariciones, se adapta con
admirable condescendencia al estado de ánimo y a las situaciones diferentes de
aquellos a quienes se manifiesta. No trata a todos de la misma manera, pero por
caminos diversos conduce a todos a la certeza de su Resurrección, que es la
piedra angular sobre la que descansa la fe cristiana. Quiere el Señor dar todas
las garantías a quienes constituyen aquella Iglesia naciente para que, a través
de los siglos, nuestra fe se apoye sobre un sólido fundamento: ¡El
Señor en verdad ha resucitado! ¡Jesús vive!
La paz
sea con vosotros, dijo el Señor al presentarse a sus discípulos
llenos de miedo. Enseguida, vieron sus llagas y se llenaron de gozo y de
admiración. Ese ha de ser también nuestro refugio. Allí encontraremos siempre la
paz del alma y las fuerzas necesarias para seguirle todos los días de nuestra
vida. «Acudiremos como las palomas que, al decir de la Escritura (Cfr. Cant 2,
14), se cobijan en los agujeros de las rocas a la hora de la tempestad. Nos
ocultamos en ese refugio, para hallar la intimidad de Cristo: y veremos que su
modo de conversar es apacible y su rostro hermoso (Cfr. Cant 2,
14), porque los que conocen que su voz es suave y grata, son los que
recibieron la gracia del Evangelio, que les hace decir: Tú tienes palabras de
vida eterna (S. Gregorio Niseno, In Canticum Canticorum
homiliae, V)»2.
A
Jesús le tenemos muy cerca. En las naciones cristianas, donde existen tantos
sagrarios, apenas nos separamos de Cristo unos kilómetros. Qué difícil es no
ver los muros o el campanario de una iglesia, cuando nos encontramos en medio
de una populosa ciudad, o viajamos por una carretera, o desde el tren... ¡Allí
está Cristo! ¡Es el Señor!3,
gritan nuestra fe y nuestro amor. Porque el Señor se encuentra allí con una
presencia real y sustancial. Es el mismo que se apareció a sus discípulos y se
mostró solícito con todos.
Jesús
se quedó en la Sagrada Eucaristía. En este memorable sacramento se contiene
verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma
y la Divinidad de Nuestro Señor y, por consiguiente, Cristo entero. Esta
presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía es real y permanente,
porque, acabada la Santa Misa, queda el Señor en cada una de las formas y
partículas consagradas no consumidas4.
Es el mismo que nació, murió y resucitó en Palestina, el mismo que está a la
diestra de Dios Padre.
En el
Sagrario nos encontramos con Él, que nos ve y nos conoce. Podemos hablarle como
hacían los Apóstoles, y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa. Allí
encontramos siempre la paz verdadera, la que perdura por encima del dolor y de
cualquier obstáculo.
II. La
piedad eucarística, dice Juan Pablo II, «ha de centrarse ante todo en la
celebración de la Cena del Señor, que perpetúa su amor inmolado en la cruz.
Pero tiene una lógica prolongación (...), en la adoración a Cristo en este
divino sacramento, en la visita al Santísimo, en la oración ante el sagrario,
además de los otros ejercicios de devoción, personales y colectivos, privados y
públicos, que habéis practicado durante siglos (...). Jesús nos espera en este
Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la
adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las graves
faltas y delitos del mundo»5.
Jesús
está allí, en el sagrario cercano. Quizá a pocos kilómetros, o quizá a pocos
metros. ¿Cómo no vamos a ir a verle, a amarle, a contarle nuestras cosas,
pedirle? ¡Qué falta de coherencia, si no lo hiciéramos con fe! ¡Qué bien
entendemos esta costumbre secular de las «cotidianas visitas a los divinos
sagrarios»!6. Allí el Maestro nos espera desde hace veinte siglos7,
y podremos estar junto a Él como María, la hermana de Lázaro –la que escogió la
mejor parte8–, en su casa de Betania. «Os diré –son palabras de San
Josemaría Escrivá– que para mí el Sagrario ha sido siempre Betania, el lugar
tranquilo y apacible donde está Cristo, donde podemos contarle nuestras
preocupaciones, nuestros sufrimientos, nuestras ilusiones y nuestras alegrías,
con la misma sencillez y naturalidad con que le hablaban aquellos amigos suyos,
Marta, María y Lázaro. Por eso, al recorrer las calles de alguna ciudad o de
algún pueblo, me da alegría descubrir, aunque sea de lejos, la silueta de una
iglesia: es un nuevo Sagrario, una ocasión más de dejar que el alma se escape
para estar con el deseo junto al Señor Sacramentado»9.
Jesús
espera nuestra visita. Es, en cierto modo, la devolución de la que Él nos ha
hecho en la Comunión y «es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración
a Cristo Señor, allí presente»10.
Es continuación de la acción de gracias de la Comunión anterior, y preparación
para la siguiente.
Cuando
nos encontremos delante del sagrario bien podremos decir con toda verdad y
realidad: Dios está aquí. Y ante este misterio de fe no cabe otra
actitud que la de adoración: Adoro te devote... Te adoro con devoción,
Deidad oculta; de respeto y asombro; y, a la vez, de confianza sin
límites. «Permaneciendo ante Cristo, el Señor, los fieles disfrutan de su trato
íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por los suyos y ruegan por
la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en
el Espíritu Santo, sacan de este trato admirable un aumento de su fe, su
esperanza y su caridad. Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten
celebrar con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir
frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre»11.
III.
«Comenzaste con tu visita diaria... —No me extraña que me digas: empiezo a
querer con locura la luz del Sagrario»12.
La Visita al Santísimo es un acto de piedad que lleva pocos minutos, y, sin
embargo, ¡cuántas gracias, cuánta fortaleza y paz nos da el Señor! Allí mejora
nuestra presencia de Dios a lo largo del día, y sacamos fuerzas para llevar con
garbo las contrariedades de la jornada; allí se enciende el afán de trabajar
mejor, y nos llevamos una buena provisión de paz y alegría para la vida de
familia... El Señor, que es buen pagador, agradece siempre el que hayamos ido a
visitarle. «Es tan agradecido, que un alzar de ojos con acordarnos de Él no
deja sin premio»13.
En la
Visita al Santísimo vamos a hacer compañía a Jesús Sacramentado durante unos
minutos. Quizá ese día no han sido muchos quienes le han visitado, aunque Él
los esperaba. Por eso le alegra mucho más el vernos allí. Rezaremos alguna
oración acostumbrada junto a la Comunión espiritual, le pediremos ayudas
–espirituales y materiales–, le contaremos lo que nos preocupa y lo que nos
alegra, le diremos que, a pesar de nuestras miserias, puede contar con nosotros
para evangelizar de nuevo el mundo, le diremos, quizá, que queremos acercarle
un amigo... «¿Qué haremos, preguntáis algunas veces, en la presencia de Dios
Sacramentado? Amarle, alabarle, agradecerle y pedirle. ¿Qué hace un sediento en
vista de una fuente cristalina?»14.
Cuando
dejemos el templo, después de esos momentos de oración, habrá crecido en
nosotros la paz, la decisión de ayudar a los demás, y un vivo deseo de
comulgar, pues la intimidad con Jesús no se realizará completamente más que en
la Comunión. Nos habrá servido, en fin, para aumentar la presencia de Dios en
medio del trabajo y de nuestras ocupaciones diarias. Nos será fácil mantener
con Él un trato de amistad y de confianza a lo largo del día.
Los
primeros cristianos, desde el momento en que tuvieron iglesias y reserva del
Santísimo Sacramento, ya vivían esta piadosa costumbre. Así comenta San Juan
Crisóstomo estas breves palabras del Evangelio: «Y entró Jesús en el
templo. Esto era lo propio de un buen hijo: pasar enseguida a la casa de su
padre, para tributarle allí el honor debido. Como tú, que debes imitar a Jesucristo,
cuando entres en una ciudad debes, lo primero, ir a la iglesia»15.
Una
vez en la iglesia, podremos localizar fácilmente el sagrario –que es a donde se
debe dirigir en primer lugar nuestra atención–, pues deberá estar situado en un
lugar «verdaderamente destacado» y «apto para la oración privada». Y en él, la
presencia de la Santísima Eucaristía estará indicada por la pequeña lámpara
que, como signo de honor al Señor, arderá de continuo junto al tabernáculo16.
Al
terminar nuestra oración le pedimos a nuestra Madre Santa María que nos enseñe
a tratar a Jesús realmente presente en el sagrario como Ella le trató en
aquellos años de su vida en Nazaret.
1 Cfr. Lc 24,
35-48. —
2 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 302. —
3 Cfr. Jn 21,
7. —
4 Cfr. Concilio
de Trento, Can. 4 sobre la Eucaristía, Dz 836. —
5 Juan
Pablo II, Alocución, 31-X-1982. —
6 Pío XII,
Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 537. —
8 Cfr. Lc 10,
42. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 154. —
10 Pablo VI,
Enc. Mysterium fidei, 3-IX-1965. —
11 Cfr. Instrucción
sobre el Misterio Eucarístico, 50. —
12 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 683. —
13 Santa
Teresa, Camino de perfección, 23, 3. —
14 San
Alfonso Mª de Ligorio, Visitas al Stmo. Sacramento, 1.
—
15 San
Juan Crisóstomo, en Catena Aurea, vol. III, p. 14. —
16 Cfr. Instrucción
sobre el Misterio Eucarístico, 53 y 57. Cfr. Código de Derecho
Canónico, can. 938 y 940.
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