Francisco Fernández-Carvajal 21 de abril de 2019
— La
alegría verdadera tiene su origen en Cristo.
— La
tristeza nace del descamino y del alejamiento de Dios. Ser personas optimistas,
serenas, alegres, también en medio de la tribulación.
— Dar
paz y alegría a los demás.
I. El
Señor ha resucitado de entre los muertos, como lo había dicho, alegrémonos y regocijémonos
todos, porque reina para siempre. ¡Aleluya!1.
Nunca
falta la alegría en el transcurso del año litúrgico, porque todo él está
relacionado, de un modo u otro, con la solemnidad pascual, pero es en estos
días cuando este gozo se pone especialmente de manifiesto. En la Muerte y
Resurrección de Cristo hemos sido rescatados del pecado, del poder del demonio
y de la muerte eterna. La Pascua nos recuerda nuestro nacimiento sobrenatural
en el Bautismo, donde fuimos constituidos hijos de Dios, y es figura y prenda
de nuestra propia resurrección. Dios –nos dice San
Pablo– nos ha dado vida por Cristo y nos ha resucitado con Él2.
Cristo, que es el primogénito de los hombres, se ha convertido en ejemplo y
principio de nuestra futura glorificación.
Nuestra
Madre la Iglesia nos introduce en estos días en la alegría pascual a través de
los textos de la liturgia: lecturas, salmos, antífonas..., en ellos pide sobre
todo que esta alegría sea anticipo y prenda de nuestra felicidad eterna en el
Cielo. Desde muy antiguo se suprimen en este tiempo los ayunos y otras
mortificaciones corporales, como símbolo externo de esta alegría del alma y del
cuerpo. «Los cincuenta días del tiempo pascual –dice San Agustín– excluyen los
ayunos, pues se trata de una anticipación del banquete que nos espera allí
arriba»3. Pero de nada serviría esta invitación de la liturgia si en
nuestra vida no se produce un verdadero encuentro con el Señor, si no vivimos
con una mayor plenitud el sentido de nuestra filiación divina.
Los
Evangelistas nos han dejado constancia, en cada una de las apariciones, de cómo
los Apóstoles se alegraron viendo al Señor. Su alegría surge de
haber visto a Cristo, de saber que vive, de haber estado con Él.
La
alegría verdadera no depende del bienestar material, de no padecer necesidad,
de la ausencia de dificultades, de la salud... La alegría profunda tiene su
origen en Cristo, en el amor que Dios nos tiene y en nuestra correspondencia a
ese amor. Se cumple –ahora también– aquella promesa del Señor: Y Yo os
daré una alegría que nadie os podrá quitar4.
Nadie: ni el dolor, ni la calumnia, ni el desamparo..., ni las propias
flaquezas, si volvemos con prontitud al Señor. Esta es la única condición: no
separarse de Dios, no dejar que las cosas nos separen de Él; sabernos en todo
momento hijos suyos.
II. Nos
dice el Evangelio de la Misa: las mujeres se marcharon a toda prisa del
sepulcro; impresionadas y llenas de alegría, corrieron a anunciarlo a los
discípulos. De pronto, Jesús les salió al encuentro y les dijo: Alegraos. Ellas
se acercaron, se postraron ante él y le abrazaron los pies5.
La
liturgia del tiempo pascual nos repite con mil textos diferentes estas mismas
palabras: Alegraos, no perdáis jamás la paz y la alegría; servid
al Señor con alegría6,
pues no existe otra forma de servirle. «Estás pasando unos días de alborozo,
henchida el alma de sol y de color. Y, cosa extraña, ¡los motivos de tu gozo
son los mismos que otras veces te desanimaban!
»Es lo
de siempre: todo depende del punto de mira. —“Laetetur cor quaerentium
Dominum!” —cuando se busca al Señor, el corazón rebosa siempre de alegría»7.
En la
Última Cena, el Señor no había ocultado a los Apóstoles las contradicciones que
les esperaban; sin embargo, les prometió que la tristeza se tornaría en
gozo: Así pues, también vosotros ahora os entristecéis, pero os volveré
a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo8.
Aquellas palabras, que entonces les podrían resultar incomprensibles, se
cumplen ahora acabadamente. Y poco tiempo después, los que hasta ahora han
estado acobardados, saldrán del Sanedrín dichosos de haber padecido algo por su
Señor9. En el amor a Dios, que es nuestro Padre, y a los demás, y en
el consiguiente olvido de nosotros mismos, está el origen de esta alegría
profunda del cristiano10.
Y esta es lo normal para quien sigue a Cristo. El pesimismo y la tristeza
deberán ser siempre algo extraño al cristiano. Algo que, si se diera,
necesitaría de un remedio urgente.
El
alejamiento de Dios, el descamino, es lo único que podría turbarnos y quitarnos
ese don tan apreciado. Por tanto, luchemos por buscar al Señor en medio del
trabajo y de todos nuestros quehaceres, mortifiquemos nuestros caprichos y
egoísmos en las ocasiones que se presentan cada día. Este esfuerzo nos mantiene
alerta para las cosas de Dios y para todo aquello que puede hacer la vida más
amable a los demás. Esa lucha interior da al alma una peculiar juventud de
espíritu. No cabe mayor juventud que la del que se sabe hijo de Dios y procura
actuar en consecuencia.
Si
alguna vez tuviéramos la desgracia de apartarnos de Dios, nos acordaríamos del
hijo pródigo, y con la ayuda del Señor volveríamos de nuevo a Dios con el
corazón arrepentido. En el Cielo habría ese día una gran fiesta, y también en
nuestra alma. Esto es lo que ocurre todos los días en pequeñas cosas. Así, con
muchos actos de contrición, el alma está habitualmente con paz y serenidad.
Debemos
fomentar siempre la alegría y el optimismo y rechazar la tristeza, que es
estéril y deja el alma a merced de muchas tentaciones. Cuando se está alegre,
se es estímulo para los demás; la tristeza, en cambio, oscurece el ambiente y
hace daño.
III.
Estar alegres es una forma de dar gracias a Dios por los innumerables dones que
nos hace; la alegría es «el primer tributo que le debemos, la manera más
sencilla y sincera de demostrar que tenemos conciencia de los dones de la
naturaleza y de la gracia y que los agradecemos»11.
Nuestro Padre Dios está contento con nosotros cuando nos ve felices y alegres
con el gozo y la dicha verdaderos.
Con
nuestra alegría hacemos mucho bien a nuestro alrededor, pues esa alegría lleva
a los demás a Dios. Dar alegría será con frecuencia la mejor muestra de caridad
para quienes están a nuestro lado. Fijémonos en los primeros cristianos. Su
vida atraía por la paz y la alegría con que realizaban las pequeñas tareas de
la vida ordinaria. «Familias que vivieron de Cristo y que dieron a conocer a
Cristo. Pequeñas comunidades cristianas, que fueron como centros de irradiación
del mensaje evangélico. Hogares iguales a los otros hogares de aquellos
tiempos, pero animados de un espíritu nuevo que contagiaba a quienes los
conocían y los trataban. Esos fueron los primeros cristianos, y eso hemos de
ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y alegría, de la paz y de la
alegría que Jesús nos ha traído»12.
Muchas personas pueden encontrar a Dios en nuestro optimismo, en la sonrisa
habitual, en una actitud cordial. Esta muestra de caridad con los demás –la de
esforzarnos por alejar en todo momento el malhumor y la tristeza y remover su
causa– ha de manifestarse particularmente con los más cercanos. En concreto,
Dios quiere que el hogar en el que vivimos sea un hogar alegre. Nunca un lugar
oscuro y triste, lleno de tensiones por la incomprensión y el egoísmo.
Una
casa cristiana debe ser alegre, porque la vida sobrenatural lleva a vivir esas
virtudes (generosidad, cordialidad, espíritu de servicio...), a las que tan
íntimamente está unida esta alegría. Un hogar cristiano da a conocer a Cristo
de modo atrayente entre las familias y en la sociedad.
Debemos
procurar también llevar esta alegría serena y amable a nuestro lugar de
trabajo, a la calle, a las relaciones sociales. El mundo está triste e inquieto
y tiene necesidad, ante todo, del gaudium cum pace13,
de la paz y de la alegría que el Señor nos ha dejado. ¡Cuántos han encontrado
el camino que lleva a Dios en la conducta cordial y sonriente de un buen
cristiano! La alegría es una enorme ayuda en el apostolado, porque nos lleva a
presentar el mensaje de Cristo de una forma amable y positiva, como hicieron
los Apóstoles después de la Resurrección. Jesucristo debía manifestar siempre
su infinita alegría interior. La necesitamos también para nosotros mismos, para
crecer en la propia vida interior. Santo Tomás dice expresamente que «todo el
que quiere progresar en la vida espiritual necesita tener alegría»14.
La tristeza nos deja sin fuerzas; es como el barro pegado a las botas del
caminante que, además de mancharlo, le impide caminar.
Esta
alegría interior es también el estado de ánimo necesario para el perfecto
cumplimiento de nuestras obligaciones. Y «cuanto más elevadas sean estas, tanto
más habrá de elevarse nuestra alegría»15.
Cuanto mayor sea nuestra responsabilidad (sacerdotes, padres, superiores,
maestros...), mayor también nuestra obligación de tener paz y alegría para
darla a los demás, mayor la urgencia de recuperarla si se hubiera enturbiado.
Pensemos
en la alegría de la Santísima Virgen. Ella está «abierta sin reservas a la
alegría de la Resurrección (...). Ella recapitula todas las alegrías, vive la
perfecta alegría prometida a la Iglesia: Mater plena sanctae laetitiae,
y, con toda razón, sus hijos en la tierra, volviendo los ojos hacia la madre de
la esperanza y madre de la gracia, la invocan como causa de su alegría: Causa
nostrae laetitiae»16.
1 Antífona
de entrada en la Misa. —
2 Ef 2,
6. —
3 San
Agustín, Sermón 252. —
4 Jn 16,
22. —
5 Mt 28,
8-9. —
6 Sal 99,
2. —
7 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 72. —
8 Jn 16,
22. —
9 Hech 5,
40. —
10 Cfr. Santos
Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, pp. 1125-1126. —
11 P.
A. Reggio, Espíritu sobrenatural y buen humor, Rialp,
Madrid 1966, p. 12. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 30.
—
13 Misal
Romano, Preparación de la Santa Misa, Formula intentionis.
—
14 Santo
Tomás, Comentario a la Carta a los Filipenses, 4, 1.
—
15 P.
A. Reggio, o. c., p. 24. —
16 Pablo
VI, Exhor. Apost. Gaudete in Domino, 9-V-1975, IV.
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