Sergio Arancibia 24 de abril de 2019
Ser
progresistas consiste, en primer lugar, en creer en la posibilidad de que
nuestros países caminen por una senda de evolución positiva – en lo económico,
en lo social y en lo político – es decir, suponer que no estamos condenados por
la historia, ni por los dioses, ni por la raza, ni por la geografía, a perdurar
en condiciones de atraso y de pobreza y, en segundo lugar, en tener propuestas
concretas y realistas como para lograr que eso se haga posible, pues tampoco
las cosas sucederán por casualidad.
Durante
muchos años y décadas, por lo menos en la América Latina, hubo sectores que
legítimamente fueron calificados, o se autocalificaron, como progresistas. La
mayoría de ellos provenía de las múltiples expresiones de la izquierda
latinoamericana, pero no todas las izquierdas eran progresistas – pues había
sectores cuyas propuestas no eran desde ningún punto de vista portadoras de
progreso- ni todos los progresistas eran izquierdistas – pues había sectores
liberales y demócratas que lucharon con fuerza y sinceridad para romper con
atrasos seculares de nuestras sociedades y para abrir paso a la modernidad. Del
seno del mundo progresista – así concebido – salieron propuestas tales como la
nacionalización de las riquezas básicas – cobre, hierro, petróleo, estaño – la
industrialización – aun con todas sus limitaciones que se manifestaron
posteriormente – e incluso la ruptura, por diferentes vías, del mundo
oligárquico y tradicional que imperaba en los sectores agrarios.
La
historia no ha sido suficientemente justa en el reconocimiento del progresismo
latinoamericano – que se ha visto muchas veces opacado por sus propias
expresiones de utopismo, mesianismo, sectarismo y hasta militarismo. Pero no
hay duda de que hubieron desde allí aportes sustantivos al progreso de nuestras
naciones. Baste recordar que la nacionalización de las riquezas básicas
permitió a los estados disponer de importantes excedentes económicos que se
necesitaban para promover el desarrollo social y económico de nuestros países.
Hoy en
día, sin embargo, no está claro cuales son las grandes propuestas de los viejos
o de los nuevos movimientos progresistas como para hacer avanzar en un sentido
históricamente positivo la vida social, política y económica de cada uno de los
países de la región.
Aceptemos,
por un momento, que hoy en día la sobrevivencia de nuestros países y sus
posibilidades de disfrutar de todos los
frutos de la vida moderna y de tener cuotas crecientes de libertad y de
justicia social, depende de la capacidad de insertarse en forma exitosa en los
canales y circuitos del comercio internacional contemporáneo, de la capacidad
de captar, dominar y crear en el campo de la ciencia y la tecnología, de los acuerdos que se establezcan con otros países para potenciar de conjunto
sus capacidades económicas y tecnológicas, y depende también, desde luego, de
lo que se haga o deje de hacer en materia de distribución de la riqueza eventualmente creada, y de lo
que se haga en materia de educación y salud.
En
ámbitos más distantes del desarrollo económico nacional – pero igualmente
importantes – el momento histórico exige
respuestas – adecuadas a los tiempos que corren – a problemas que son
universales y permanentes, tales como la defensa de los derechos humanos, la
lucha en pro de los sectores más desfavorecidos en el seno de la sociedad, la
lucha por la igualdad y la libertad, los derechos de las minorías y en avance y
profundización de la democracia.
Si eso
es así, entonces el ser progresista se convierte en un desafío en términos de
generar respuestas y propuestas claras y creíbles respecto al que hacer en esos
campos, las cuales deben ayudar, entre otras cosas, a diferenciar con claridad
a los progresistas de los que no lo son, para que esa categoría siga teniendo
vigencia.
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