Mons. Javier
Echevarría 19 de abril de 2019
Hoy es
un día de silencio en la Iglesia: Cristo yace en el sepulcro y la Iglesia
medita, admirada, lo que ha hecho por nosotros este Señor nuestro. Guarda
silencio para aprender del Maestro, al contemplar su cuerpo destrozado.
Cada
uno de nosotros puede y debe unirse al silencio de la Iglesia. Y al considerar
que somos responsables de esa muerte, nos esforzaremos para que guarden
silencio nuestras pasiones, nuestras rebeldías, todo lo que nos aparte de Dios.
Pero sin estar meramente pasivos: es una gracia que Dios nos concede cuando se
la pedimos delante del Cuerpo muerto de su Hijo, cuando nos empeñamos por
quitar de nuestra vida todo lo que nos aleje de Él.
El
Sábado Santo no es una jornada triste. El Señor ha vencido al demonio y al
pecado, y dentro de pocas horas vencerá también a la muerte con su gloriosa
Resurrección. Nos ha reconciliado con el Padre celestial: ¡ya somos hijos de
Dios! Es necesario que hagamos propósitos de agradecimiento, que tengamos la seguridad
de que superaremos todos los obstáculos, sean del tipo que sean, si nos
mantenemos bien unidos a Jesús por la oración y los sacramentos.
El
mundo tiene hambre de Dios, aunque muchas veces no lo sabe. La gente está
deseando que se le hable de esta realidad gozosa —el encuentro con el Señor—, y
para eso estamos los cristianos. Tengamos la valentía de aquellos dos hombres
—Nicodemo y José de Arimatea—, que durante la vida de Jesucristo mostraban
respetos humanos, pero que en el momento definitivo se atreven a pedir a
Pilatos el cuerpo muerto de Jesús, para darle sepultura. O la de aquellas
mujeres santas que, cuando Cristo es ya un cadáver, compran aromas y acuden a
embalsamarle, sin tener miedo de los soldados que custodian el sepulcro.
A la
hora de la desbandada general, cuando todo el mundo se ha sentido con derecho a
insultar, reírse y mofarse de Jesús, ellos van a decir: dadnos ese Cuerpo, que
nos pertenece. ¡Con qué cuidado lo bajarían de la Cruz e irían mirando sus
Llagas! Pidamos perdón y digamos, con palabras de san Josemaría Escrivá: yo
subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de
Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y
mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo
enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y
ahí, Señor, descansad!
Se
comprende que pusiesen el cuerpo muerto del Hijo en brazos de la Madre, antes
de darle sepultura. María era la única criatura capaz de decirle que entiende
perfectamente su Amor por los hombres, pues no ha sido Ella causa de esos
dolores. La Virgen Purísima habla por nosotros; pero habla para hacernos
reaccionar, para que experimentemos su dolor, hecho una sola cosa con el dolor
de Cristo.
Saquemos
propósitos de conversión y de apostolado, de identificarnos más con Cristo, de
estar totalmente pendientes de las almas. Pidamos al Señor que nos transmita la
eficacia salvadora de su Pasión y de su Muerte. Consideremos el panorama que se
nos presenta por delante. La gente que nos rodea, espera que los cristianos les
descubramos las maravillas del encuentro con Dios. Es necesario que esta Semana
Santa —y luego todos los días— sea para nosotros un salto de calidad, un
decirle al Señor que se meta totalmente en nuestras vidas. Es preciso comunicar
a muchas personas la Vida nueva que Jesucristo nos ha conseguido con la
Redención.
Acudamos
a Santa María: Virgen de la Soledad, Madre de Dios y Madre nuestra, ayúdanos a
comprender —como escribe San Josemaría— que es preciso hacer vida
nuestra la vida y la muerte de Cristo. Morir por la mortificación y la
penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los
pasos de Cristo, con afán de corredimir a todas las almas. Dar la vida por los demás.
Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una sola cosa con Él.
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