Francisco Fernández-Carvajal 26 de abril de 2019
— El
Señor nos envía al mundo para dar a conocer su doctrina.
— Como
los Apóstoles, encontraremos obstáculos. Ir contra corriente. La
reevangelización de Europa y del mundo. Santidad personal.
—
«Tratar a las almas una a una». Optimismo sobrenatural.
I. La
Resurrección del Señor es una llamada al apostolado hasta el fin de los
tiempos. Cada una de las apariciones concluye con un mandato apostólico. A
María Magdalena le dice Jesús: ... ve a mis hermanos y diles: Subo a mi
Padre y a vuestro Padre1;
a las demás mujeres: Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y
que allí me verán2.
Los mismos discípulos de Emaús sienten la necesidad, aquella misma noche, de
comunicar a los demás que Cristo vive3.
En el Evangelio de la Misa de hoy, San Marcos recoge el gran mandato
apostólico, que seguirá vigente siempre: Por último se apareció a los
Once, cuando estaban a la mesa (...). Y les dijo: Id al mundo entero y predicad
el Evangelio a toda la creación4.
Desde
entonces, los Apóstoles comienzan a dar testimonio de lo que han visto
y oído, y a predicar en el nombre de Jesús la penitencia para la
remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén5.
Lo que predican y atestiguan no son especulaciones, sino hechos salvíficos de
los que ellos han sido testigos. Cuando por la muerte de Judas es necesario
completar el número de doce Apóstoles, se exige como condición que sea testigo
de la Resurrección6.
En
aquellos Once está representada toda la Iglesia. En ellos, todos los cristianos
de todos los tiempos recibimos el gozoso mandato de comunicar a quienes
encontramos en nuestro caminar que Cristo vive, que en Él ha sido vencido el
pecado y la muerte, que nos llama a compartir una vida divina, que todos
nuestros males tienen solución... El mismo Cristo nos ha dado este derecho y
este deber. «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza, vocación
también al apostolado»7,
y «todos los fieles, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma
vocación, de la misma fe, del mismo Espíritu, de la misma gracia (...). Todos
participan activa y corresponsablemente (...) en la única misión de Cristo y de
la Iglesia»8.
Nadie
nos debe impedir el ejercicio de este derecho, el cumplimiento de este deber.
La Primera lectura de la Misa nos relata la reacción de los Apóstoles cuando
los sumos sacerdotes y los letrados les prohíben absolutamente predicar y
enseñar en el nombre de Jesús. Pedro y Juan replicaron: ¿Puede aprobar
Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros
no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído9.
Tampoco
nosotros podemos callar. Es mucha la ignorancia a nuestro alrededor, es mucho
el error, son incontables los que andan por la vida perdidos y desconcertados
porque no conocen a Cristo. La fe y la doctrina que hemos recibido debemos
comunicarla a muchos a través del trato diario. «“No se enciende la luz para
ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero, a fin de que alumbre a
todos los de la casa; brille así vuestra luz ante los hombres, de manera que
vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los
cielos”.
»Y, al
final de su paso por la tierra, manda: “euntes docete” —id y enseñad. Quiere
que su luz brille en la conducta y en las palabras de sus discípulos, en las
tuyas también»10.
II. En
cuanto los Apóstoles comenzaron, con valentía y audacia, a enseñar la verdad
sobre Cristo, empezaron también los obstáculos, y más tarde la persecución y el
martirio. Pero al poco tiempo la fe en Cristo traspasará Palestina, alcanzando
Asia Menor, Grecia e Italia, llegando a hombres de toda cultura, posición
social y raza.
También
nosotros debemos contar con las incomprensiones, señal cierta de predilección
divina y de que seguimos los pasos del Señor, pues no es el discípulo
más que el Maestro11.
Las recibiremos con alegría, como permitidas por Dios; las acogeremos como
ocasiones para actualizar la fe, la esperanza y el amor; nos ayudarán a
incrementar la oración y la mortificación, con la confianza de que la oración y
el sacrificio siempre producen frutos12,
pues los elegidos del Señor no trabajarán en vano13.
Y trataremos siempre bien a los demás, con comprensión, ahogando el mal en
abundancia de bien14.
No nos
debe extrañar que en muchas ocasiones hayamos de ir contra corriente en un
mundo que parece alejarse cada vez más de Dios, que tiene como fin el bienestar
material, y que desconoce o relega a segundo plano los valores espirituales; un
mundo que algunos quieren organizar completamente de espaldas a su Creador. A
la profunda y desordenada atracción que los bienes materiales ejercen sobre
quienes han perdido todo trato con Dios, se suma el mal ejemplo de algunos
cristianos que, «con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición
inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa,
moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de
la religión»15.
El
campo apostólico en el que habían de sembrar los Apóstoles y los primeros
cristianos era un terreno duro, con abrojos, cardos y espinos. Sin embargo, la
semilla que esparcieron fructificó abundantemente. En unas tierras el ciento,
en otras el sesenta, en otras el treinta por uno. Basta que haya un mínimo de
correspondencia para que el fruto llegue, porque es de Dios la semilla, y Él
quien hace crecer la vida divina en las almas16.
A nosotros nos toca el trabajo apostólico de prepararlas: en primer lugar, con
la oración, la mortificación y las obras de misericordia, que atraen siempre el
favor divino; con la amistad, la comprensión, la ejemplaridad.
El
Señor nos espera en la familia, en la Universidad, en la fábrica, en las
asociaciones más diversas, dispuestos a recristianizar de nuevo el mundo: Id
al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación, nos sigue
diciendo el Señor. Es la nuestra una época en la que Cristo necesita hombres y
mujeres que sepan estar junto a la Cruz, fuertes, audaces, sencillos,
trabajadores, sin respetos humanos a la hora de hacer el bien, alegres, que
tengan como fundamento de sus vidas la oración, un trato lleno de amistad con
Jesucristo.
El
Señor cuenta con nuestros propósitos de ser mejores, de luchar más contra los
defectos y contra todo aquello, por pequeño que sea, que nos separa de Él;
cuenta con un apostolado intenso entre aquellas personas con las que nos
relacionamos más a menudo. Debemos pensar hoy en nuestra oración si a nuestro
alrededor, como ocurría entre los primeros cristianos, hay una porción de gente
que se está acercando más firmemente a Dios. Debemos preguntarnos si nuestra
vida influye para bien entre aquellos que frecuentan nuestro trato por razón de
amistad, de trabajo, de parentesco, etcétera.
III. Del
misterio pascual de Cristo nace la Iglesia y esta se presenta a los hombres de
su tiempo con una apariencia pequeña, como la levadura, pero con una fuerza
divina capaz de transformar el mundo, haciéndolo más humano y más cercano a su
Creador. Muchos hombres de buena voluntad han respondido hoy a las frecuentes
llamadas del sucesor de Pedro para dar luz a tantas conciencias que andan en la
oscuridad en tierras en las que en otro tiempo se amaba a Cristo.
Como
hicieron los primeros cristianos, «lo verdaderamente importante es tratar a las
almas una a una, para acercarlas a Dios»17.
Por eso, nosotros mismos debemos estar muy cerca del Señor, unidos a Él como el
sarmiento a la vid18.
Sin santidad personal no es posible el apostolado, la levadura viva se
convierte en masa inerte. Seríamos absorbidos por el ambiente pagano que con
frecuencia encontramos en quienes quizá en otro tiempo fueron buenos cristianos.
La
Primera lectura de la Misa nos dice que los sumos sacerdotes, los
ancianos y los letrados estaban sorprendidos viendo el aplomo de Pedro y Juan,
sabiendo que eran hombres sin letras ni instrucción, y descubrieron que habían
sido compañeros de Jesús19.
A los Apóstoles se les ve seguros, sin complejos, con el optimismo que da el
ser amigos de Cristo. Esa amistad que crece día a día en la oración, en el
trato con Él.
El
cristiano, si está unido al Señor, será siempre optimista, «con un optimismo
sobrenatural que hunde sus raíces en la fe, que se alimenta de la esperanza y a
quien pone alas el amor (...).
»Fe:
evitad el derrotismo y las lamentaciones estériles sobre la situación religiosa
de vuestros países, y poneos a trabajar con empeño, moviendo (...) a otras
muchas personas. Esperanza: Dios no pierde batallas (San
Josemaría Escrivá, passim) (...). Si los obstáculos son grandes,
también es más abundante la gracia divina: será Él quien los remueva,
sirviéndose de cada uno como de una palanca. Caridad: trabajad con mucha
rectitud, por amor a Dios y a las almas. Tened cariño y paciencia con el
prójimo, buscad nuevos modos, iniciativas nuevas: el amor aguza el ingenio.
Aprovechad todos los cauces (...) para esta tarea de edificar una sociedad más
cristiana y más humana»20.
Santa
María, Reina de los Apóstoles, nos encenderá en la fe, en la
esperanza y en el amor de su Hijo para que colaboremos, eficazmente, en nuestro
propio ambiente y desde él, a recristianizar el mundo de hoy, tal como el Papa
nos pide. En nuestros oídos siguen resonando las palabras del Señor: Id
a todo el mundo... Entonces solo eran Once hombres, ahora somos muchos
más... Pidamos la fe y el amor de aquellos.
1 Jn 20, 17. —
2 Mt 28, 10. —
3 Cfr. Lc 24, 35. —
4 Mc 16, 14-15. —
5 Cfr. Lc 24, 44-47. —
6 Cfr. Hech 1, 21-22. —
8 A.
del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA, 1ª ed.,
Pamplona 1969, p. 38. —
9 Hech 4,
20. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 930. —
11 Mt 10,
24. —
12 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, nn. 694-697. —
13 Is 65, 23. —
14 Cfr. Rom 12, 21. —
16 Cfr. 1
Cor 3, 6. —
17 A.
del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 9. —
18 Cfr. Jn 15,
5. —
19 Hech 4,
13. —
20 A.
del Portillo, Ibídem, n. 10.
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