Héctor M. Guyot 25 de abril de 2019
El 17
de junio de 2015, un joven blanco de 21 años entró a una iglesia frecuentada
por negros en Charleston, Carolina del Sur. Se ubicó en los asientos de atrás.
Poco después se puso de pie, sacó un arma calibre 45 y, en medio de la
celebración, empezó a disparar. Mató a nueve personas. "Alguien tenía que
hacer algo porque los negros matan a los blancos todos los días", dijo
Dylann Roof a los agentes que lo detuvieron. "Los negros son estúpidos y
violentos. Al mismo tiempo, son capaces de ser muy habilidosos", había
escrito en un manifiesto que subió a la Web.
Ese
manifiesto fue descargado miles de veces. Una de esas descargas la hizo Brenton
Tarrant, un australiano de 28 años que el viernes 15 de marzo entró en la
mezquita Al Noor de Christchurch, Nueva Zelanda, con cinco armas. Allí abrió
fuego en forma indiscriminada y asesinó a 41 personas. Luego se trasladó en
auto a la mezquita de Linwood, a cinco kilómetros, donde cegaría nueve vidas
más. Él mismo se encargó de subir la barbarie a las redes.
A
través de LIVE4, una aplicación que vincula una cámara GoPro al celular y a
Facebook, Tarrant transmitió en vivo, durante 17 minutos, las alternativas de
la masacre. Según la crónica del diario El País, con la estética de un
videojuego: la cámara, ubicada a la altura del pecho, acompaña el movimiento y
las descargas del fusil. Facebook dijo que borró pronto esas imágenes, pero las
copias se viralizaron y la compañía debió eliminar más de un millón de videos
en las horas siguientes. "Apoyo a muchos de los que se han enfrentado al
genocidio étnico y cultural", había escrito Tarrant, que administraba un
sitio web supremacista, en su propio manifiesto de 74 páginas titulado "El
gran reemplazo", también subido a las redes.
El
odio corre rápido en Internet. Tan rápido como el prejuicio que le da sustento.
Hoy los discursos racistas, xenófobos o sexistas se multiplican en las redes y
en sitios que adscriben a ideologías extremas. Por supuesto, la tendencia
humana a depositar en el otro la causa de todos los males es vieja, pero nunca
como ahora esos contenidos estigmatizantes que convocan a la violencia han
resultado tan visibles. La globalización y la tecnología han resquebrajado las
certezas. Y han despertado temores atávicos, suelo fértil para aquellos
prejuicios que alientan la división y que, con el auge de los nacionalismos
populistas, hoy son estimulados desde lo más alto del poder por demagogos que
disparan veneno sobre la población desde sus teléfonos móviles.
"Creo
que todos tenemos la impresión de que el prejuicio ha crecido -dice el
sociólogo y analista Eduardo Fidanza-. Los nuevos populismos, de derecha e
izquierda, se valen de él para descalificar a sus adversarios. Pero no
limitaría la responsabilidad de usar el prejuicio solo a ellos. Hay un
trasfondo cultural que lo favorece. Debemos entender que, por así decirlo, el
prejuicio ?vende'. Es una simplificación que reduce la realidad y borra los
matices. Esa simplificación entronca con creencias muy arraigadas en la
cultura, presentes tanto en las creencias religiosas primitivas como en las
series de televisión actuales: el bien contra el mal, la luz contra las
tinieblas, la justicia contra la injusticia".
Miedo
e incertidumbre
En Los
enemigos íntimos de la democracia, Tzvetan Todorov analiza el ascenso de los
partidos populistas en Europa y la forma en que recurren sistemáticamente al
miedo. Lo primero, dice, es encontrar al culpable de todos los males y
señalarlo para que el pueblo se vengue. La extrema izquierda define al enemigo
en el plano social: los ricos, los capitalistas. La extrema derecha, desde el
nacionalismo, adopta una posición xenófoba: todo es culpa de los extranjeros,
de los diferentes. El ascenso imparable del individualismo en las últimas
décadas y la aceleración de la globalización, dice Todorov, han diluido las
identidades colectivas y las tradiciones. La incertidumbre y el miedo
resultante son aprovechados por líderes sin escrúpulos que avivan los
prejuicios. "El individualismo y la globalización son abstracciones
intangibles, mientras que los ?extranjeros' están entre nosotros y es fácil
identificarlos, porque a menudo tienen la piel oscura y sus costumbres son
extrañas. Es grande la tentación de ver en ellos la causa de todo lo que ha
cambiado a nuestro alrededor, cuando son solo un síntoma".
Los
prejuicios separan. Son "juicios previos". ¿A qué? En esencia,
previos al conocimiento de lo otro o del otro. "Son creencias que se
arraigan en la oscuridad del inconsciente y que te condicionan a la hora del
encuentro con el otro", dice la antropóloga Ana María Llamazares.
"Esas creencias, cuando adquieren estatuto de verdad y logran cierta
aceptación social, producen la descarga de programas automáticos en base a los
cuales las personas tienen comportamientos reactivos, sin ninguna instancia de
apertura o reflexión. Actúan en función de ese prejuicio que está en la sombra
y así lo realimentan, cerrando un círculo".
Llamazares
dice que el prejuicio actual se desprende en parte del paradigma occidental
moderno, que se basa en la fragmentación. En él la construcción del yo precisa
de la oposición que representa el otro. De allí al "nosotros versus
ellos" hay un paso. Luego, lo diferente pasa a ser menoscabado en su
valor. Así, el prejuicio del "hombre racional, blanco, occidental y
cristiano" ha desvalorizado a la naturaleza, a la mujer, al de piel
diferente y a otras vías de conocimiento no identificadas con la racionalidad
occidental. Aunque ha habido avances, aunque ahora por ejemplo las mujeres
están dando visibilidad y cuestionando creencias cristalizadas con las que se
las ha relegado, muchos de aquellos prejuicios subsisten y hoy adoptan nuevas
formas de circulación. "De todos modos, siguen ligados a esa manera
binaria de constituir la identidad: nosotros y ellos", señala Llamazares,
investigadora del Conicet.
Vivimos
en la era del marketing. Las personas, convertidas en marcas, necesitan sumar
seguidores. Muchos se apoyan en los antagonismos y apelan a los prejuicios
instalados en la sociedad para ser más escuchados y destacarse. Incluso a
través del escándalo. El prejuicio "vende", decía Fidanza. El caso
más paradigmático quizá sea Donald Trump, un envase con poca sustancia que supo
crecer en la esfera mediática a fuerza de golpes de efecto y llegó a la
presidencia apoyado en las redes sociales y los "hechos alternativos".
Hoy, en buena medida, gobierna a disparos de tuits. También el presidente
brasileño, Jair Bolsonaro, podría entrar en esta categoría.
En
lugar de gobernar para el conjunto, ambos son líderes tribales de mirada
simplista cuyo poder descansa en dividir a la sociedad, estigmatizando a una
parte de ella. Para mantener los antagonismos se valen del prejuicio. Por
supuesto, el fenómeno no es nuevo, pero la irrupción de las redes en el
ecosistema sociopolítico lo potenció a una escala impensada. Dividir a la
sociedad en amigos y enemigos -los argentinos lo sabemos bien- permite
trasladar la lógica de la guerra a la política. En la guerra se desdibujan los
matices. Es "ellos o nosotros". America First. O "vamos por
todo".
Antes
de la irrupción fuerte de las redes, el prejuicio como herramienta política fue
muy utilizado en América latina por Hugo Chávez en Venezuela, Rafael Correa en
Ecuador y Cristina Kirchner en la Argentina, gobiernos identificados con la
izquierda, señala Adriana Amado, doctora en Ciencias Sociales. "Estos
regímenes ratificaron ciertos prejuicios, manejándolos a través de los medios
tradicionales, especialmente la TV. Los populismos generan este tipo de
adhesiones. Necesitan estimular el odio, la indignación y la ira, las emociones
que menos cuota de racionalidad tienen. Cuando la sociedad pasa a las redes,
Chávez y Cristina pierden audiencia, porque siguen con la retórica propia de
los medios anteriores, con largas exposiciones. Hoy Trump y Bolsonaro hacen lo
mismo, pero identificados con la derecha y a través de las redes. En lugar de
hacer largas cadenas nacionales con la prensa como antagonista, se dirigen a la
gente y dan peleas de perros callejeros: pegan corto. Su arma es el tuit".
Las
redes son propicias para la circulación del prejuicio, dice Amado, analista
especializada en temas de medios. Allí impera la lógica de la emocionalidad.
"Las redes no son el espacio de las ideas, sino de la emoción. Ante el
escepticismo y la incertidumbre de hoy, se busca refugio en certezas. Los
fanatismos suponen creencias intensas, pero en la Web muchas veces la
intensidad de la emoción es inversamente proporcional a su duración. Son
expresiones colectivas de desahogo".
Anonimato
Fidanza
cree que las redes inciden en la circulación de los prejuicios, aunque -dice-
es difícil establecer cuánto. "Lo cierto es que el anonimato y la brevedad
se llevan bien con el prejuicio. Antes que con argumentos, éste se expresa con
eslóganes, imágenes o texto breves e incriminatorios, un formato ideal para
redes como Twitter".
En
2016, Facebook, Twitter, YouTube y Microsoft firmaron un compromiso con la
Unión Europea para combatir la incitación al odio en la Web. Entre julio y
septiembre del año pasado, Facebook eliminó 2,5 millones de piezas que
incitaban a la violencia en relación con la raza, la religión o la condición
sexual. Sus equipos vigilan en 80 idiomas. La inteligencia artificial no basta.
Los fanáticos saben cómo eludir los algoritmos de detección. Según datos de El
País, hoy en la compañía de Zuckerberg trabajan unas 15.000 personas en tareas
de control. Pero la propia naturaleza de la Web promueve la propagación viral
de los contenidos y conspira contra la eficacia del trabajo de estos equipos.
Más
acá de los fanatismos, las redes tienden al reduccionismo, de allí los riesgos
de un uso abusivo de ellas. "Al no existir el encuentro cara a cara con el
otro se pierden muchas dimensiones de la comunicación -dice Llamazares-. Por
ejemplo, el lenguaje corporal, la expresión del rostro, el contacto. En la virtualidad
solo queda la palabra. Eso implica una pérdida de los matices que sin duda
favorece el prejuicio. A veces todo pasa por cuántos likes tenés. Un
reduccionismo total".
Muchas
veces vemos en el otro un peligro por simple desconocimiento. No sabemos, pero
esa laguna, esa distancia, la llenamos de fantasmas. Depositamos allí nuestros
miedos, que así adquieren un rostro, y convertimos al otro en una amenaza que
hay que neutralizar. ¿Quiénes son hoy los otros? En primer lugar, como dice
Todorov, los extranjeros y los migrantes.
Reconocer
a los demás
¿Cómo
se combate el prejuicio? Todorov aporta una vía posible: "Ser civilizado
significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los demás, aunque
sus rostros y sus costumbres sean diferentes de las nuestras, y saber también
ponerse en su lugar para vernos a nosotros mismos desde afuera".
Fidanza
propone hacer un esfuerzo para comprender la diferencia entre lo malo y lo
diverso. "Hay un mal indiscutible y universal que se expresa en todas las
formas de vulnerar los derechos humanos, desde los genocidios hasta la
pedofilia, para poner ejemplos. Pero luego, más allá de esas aberraciones,
existe la diversidad, la multiplicidad de perspectivas de valor, que enriquecen
la cultura y en materia política consagra la democracia".
Aparte
de los que se expanden en la Web azuzados por los extremistas y las astucias de
los demagogos, hay prejuicios domésticos que cada cual lleva encima y se
expresan en los gestos de la vida diaria. Además de creencias anquilosadas,
puede que también sean fruto de la pereza o la falta de curiosidad. Encerrados
en nosotros mismos, nos quedamos, antes que con la realidad, antes que con el
otro, con la idea que tenemos de la realidad y del otro, que suele estar
contaminada por presunciones falsas. Lo que conocemos es siempre poco y tenemos
opiniones sobre todo o casi todo. En este sentido, portar prejuicios y
derramarlos sobre nuestros semejantes es casi inevitable. Más vale saberlo y
estar dispuestos a desestimar esos preconceptos cuando la realidad o los otros,
si nos abrimos, nos dicen lo contrario. El prejuicio puede ser malo. Peor es
permanecer aferrado a él.
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