Francisco Fernández-Carvajal 22 de abril de 2019
— El
Señor se aparece a María Magdalena. Jesús en nuestra vida.
—
Presencia de Cristo entre nosotros.
—
Buscar a Cristo y tratarle. El ejemplo de María Magdalena nos enseña que quien
busca con sinceridad al Señor acaba encontrándolo.
I. María
de Magdala ha vuelto al sepulcro. Conmueven el cariño y la devoción de esta
mujer por Jesús aun después de muerto. Ella había sido fiel en los momentos
durísimos del Calvario, y el amor de la que estuvo poseída por siete demonios1 sigue
siendo muy grande. La gracia había arraigado y fructificado en su corazón
después de haber sido librada de tantos males.
María
se queda fuera del sepulcro llorando. Unos ángeles, que ella no reconoce como
tales, le preguntan por qué llora. Se han llevado a mi Señor, les
dice, y no sé dónde lo han puesto2.
Es lo único que le importa en el mundo. A nosotros también es lo único que nos
interesa por encima de cualquier otra cosa.
Dicho
esto –nos
sigue narrando el Evangelio de la Misa–, se volvió hacia atrás y vio a Jesús
de pie, pero no sabía que era Jesús. María no ha dejado de llorar la
ausencia del Señor. Y sus lágrimas no le dejan verlo cuando lo tiene tan cerca.
Le dijo Jesús: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Vemos
a Cristo resucitado sonriente, amable y acogedor. Ella, pensando que era el
hortelano, le dijo: Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has
puesto y yo lo recogeré.
Bastó
una sola palabra de Cristo para que sus ojos y su corazón se aclarasen. Jesús
le dijo: ¡María! La palabra tiene esa inflexión única que Jesús da a
cada nombre –también al nuestro– y que lleva aparejada una vocación, una
amistad muy singular. Jesús nos llama por nuestros nombres, y su entonación es
inconfundible.
La voz
de Jesús no ha cambiado. Cristo resucitado conserva los rasgos humanos de Jesús
pasible: la cadencia de su voz, el modo de partir el pan, los agujeros de los
clavos en las manos y en los pies.
María
se volvió, vio a Jesús, se arrojó a sus pies, y exclamó en
arameo: ¡Rabbuni!, que quiere decir Maestro. Sus lágrimas, ahora
incontenibles como río desbordado, son de alegría y de felicidad. San Juan ha
querido dejarnos la palabra hebraica original –Rabbuni– con que tantas
veces le llamaron. Es una palabra familiar, intocable. No es Jesús un
«maestro», entre tantos, sino el Maestro, el único capaz de enseñar
el sentido de la vida, el único que tiene palabras de vida eterna.
María
fue a los Apóstoles a cumplir el encargo que le dio Jesús, y les dijo: ¡He
visto al Señor!En sus palabras se transparenta una inmensa alegría. ¡Qué
distinta su vida ahora que sabe que Cristo ha resucitado, de cuando solo
buscaba honrar el Cuerpo muerto de Jesús!
¡Qué
distinta también nuestra existencia cuando procuramos comportarnos según esta
consoladora realidad: Jesucristo sigue entre nosotros! El mismo a quien aquella
mañana María de Magdala confundió con el hortelano del lugar. «Cristo vive:
Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue,
dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos (...).
»Su
Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la
mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus
entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti (Is 49,
14-15), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus
delicias entre los hijos de los hombres (Cfr. Prov 8, 31)»3.
Jesús
nos llama muchas veces por nuestro nombre, con su acento inconfundible. Está
muy cerca de cada uno. Que las circunstancias externas –quizá las lágrimas,
como a María Magdalena, por el dolor, el fracaso, la decepción, las penas, el
desconsuelo– no nos impidan ver a Jesús que nos llama. Que sepamos purificar
todo aquello que pueda hacer turbia nuestra mirada.
II. Cristo
Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se hizo hombre en el
seno virginal de María, está en el Cielo con aquel mismo Cuerpo que asumió en
la Encarnación, que murió en la Cruz y resucitó al tercer día. También
nosotros, como María Magdalena, contemplaremos un día la Humanidad Santísima
del Señor, y mientras tanto hemos de fomentar el deseo de verle: Oigo
en mi corazón: «Buscad mi rostro». Tu rostro buscaré, Señor4.
En el Cielo veremos a Jesús como es, sin imágenes oscuras; será el encuentro
con quien nos conoce y a quien conocemos porque ya le hemos tratado en muchas
ocasiones.
Además
de estar en el Cielo, Cristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía.
«La única e indivisible existencia de Cristo, el Señor glorioso en los cielos,
no se multiplica, pero por el Sacramento se hace presente en varios lugares del
orbe de la tierra, donde se realiza el sacrificio eucarístico. La misma
existencia, después de celebrado el sacrificio, permanece presente en el
Santísimo Sacramento, el cual, en el tabernáculo del altar, es como el corazón
vivo de nuestros templos. Por lo cual estamos obligados, por obligación
ciertamente suavísima, a honrar y a adorar en la Hostia Santa que nuestros ojos
ven, al mismo Verbo encarnado que ellos no pueden ver, y que, sin embargo, se
ha hecho presente delante de nosotros sin haber dejado los cielos»5.
«La presencia de Jesús vivo en la Hostia Santa es la garantía, la raíz y la
consumación de su presencia en el mundo»6.
Cristo
vive, y está también presente con su virtud en los sacramentos; está en su
Palabra, cuando en la Iglesia se lee la Sagrada Escritura; está presente cuando
la Iglesia ora y se reúne en su nombre7.
Vive en el cristiano de una manera íntima, profunda e inefable. Cumplió la
promesa que hizo a los Apóstoles cuando se despedía de ellos en la Última
Cena: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y
vendremos a él y en él haremos morada8.
Dios habita en nuestra alma en gracia y ahí debemos buscarle, ahí debemos
escucharle, pues nos habla, y le entenderemos, si tenemos el oído atento y el
corazón limpio. A esa presencia se refiere San Pablo cuando afirma que cada uno
de nosotros es templo del Espíritu Santo9.
San
Agustín, al considerar la cercanía inefable de Dios en el alma, exclamaba:
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!; he aquí que
tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba (...). Tú estabas
conmigo, mas yo no estaba contigo. Me tenían lejos de Ti las cosas que, si no
estuviesen en Ti, no serían. Tú me llamaste claramente y rompiste mi sordera;
brillaste, resplandeciste y curaste mi ceguedad»10.
En el
alma en gracia, el Señor está más cerca que cualquier persona que esté a
nuestro lado, más cerca que el hijo o el hermano que tenéis en vuestros brazos
o lleváis de la mano; está más presente que el propio corazón. No dejemos de
tratarle.
III.
Cristo vive, y de diversos modos está entre nosotros y aun dentro de nosotros.
Por eso debemos salir a su encuentro, esforzarnos por tener más conciencia de
esa presencia inefable para que, teniéndole más presente, le tratemos más, y su
amor crezca en nosotros. «Hay que tratar a Cristo, en la Palabra y en el Pan,
en la Eucaristía y en la Oración. Y tratarlo como se trata a un amigo, a un ser
real y vivo como Cristo lo es, porque ha resucitado. Cristo, leemos en la
epístola a los Hebreos, como siempre permanece, posee eternamente el
sacerdocio. De aquí que puede perpetuamente salvar a los que por medio suyo se
presentan a Dios, puesto que está siempre vivo para interceder por nosotros (Heb 7,
24-25).
»Cristo,
Cristo resucitado, es el compañero, el Amigo. Un compañero que se deja ver solo
entre sombras, pero cuya realidad llena toda nuestra vida, y que nos hace
desear su compañía definitiva»11.
Si contemplamos a Cristo resucitado, si nos esforzamos en mirarlo con mirada
limpia, comprenderemos hondamente que también ahora es posible seguirle de
cerca, vivir junto a Él nuestra vida, que entonces se engrandece y adquiere un
sentido nuevo.
Con el
tiempo, entre Jesús y nosotros se irá estableciendo una relación personal –una
fe amorosa– que puede ser hoy, al cabo de veinte siglos, tan auténtica y cierta
como la de aquellos que le contemplaron resucitado y glorioso con las señales
de la Pasión en su Cuerpo. Notaremos que, cada vez con más naturalidad, vamos
refiriendo al Señor todas las cosas de nuestra existencia, y que no podríamos
vivir sin Él. Encontrar al Señor nos supondrá en ocasiones una paciente y
laboriosa búsqueda, comenzar y recomenzar cada día, quizá con la impresión de
que estamos en la vida interior como al principio. Sin embargo, si luchamos,
siempre estaremos más cerca de Jesús. Pero es preciso no dejar jamás que
penetre el desaliento en nuestra alma por posibles retrocesos, muchas veces
aparentes.
El
ejemplo de María Magdalena, que persevera en la fidelidad al Señor en momentos
difíciles, nos enseña que quien busca con sinceridad y constancia a Jesucristo
acaba encontrándolo. En cualquier circunstancia de nuestra vida le hallaremos
mucho más fácilmente si iniciamos nuestra búsqueda de la mano de la Virgen,
nuestra Madre, a quien le decimos en la Salve: muéstranos a Jesús,
fruto bendito de tu vientre.
1 Cfr. Lc 8,
2. —
2 Jn 20,
13. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 102. —
4 Sal 26,
8. —
5 Pablo
VI, Credo del pueblo de Dios. —
6 San
Josemaría Escrivá, loc. cit. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 7. —
8 Jn 14,
23. —
9 Cfr. 2
Cor 6, 16-17. —
10 San
Agustín, Confesiones, 10, 27-38. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 116.
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