Mons. Javier Echevarría 21 de abril de 2019
Transcurrido
el sábado, María Magdalena, María la madre de Santiago, y Salomé, compraron
perfumes para ir a embalsamar a Jesús. Muy de madrugada, el primer día de la
semana, a la salida del sol, se dirigieron al sepulcro. Así comienza San Marcos
la narración de lo sucedido aquella madrugada de hace dos mil años, en la
primera Pascua cristiana.
Jesús
había sido sepultado. A los ojos de los hombres, su vida y su mensaje habían
concluido con el más profundo de los fracasos. Sus discípulos, confusos y
atemorizados, se habían dispersado. Las mismas mujeres que acuden para realizar
un gesto piadoso, se preguntan unas a otras: ¿quién nos quitará la piedra de la
entrada del sepulcro? "Sin embargo, hace notar san Josemaría Escrivá,
siguen adelante... Tú y yo, ¿cómo andamos de vacilaciones? ¿Tenemos esta
decisión santa, o hemos de confesar que sentimos vergüenza al contemplar la
decisión, la intrepidez, la audacia de estas mujeres?". Cumplir la
Voluntad de Dios, ser fieles a la ley de Cristo, vivir coherentemente nuestra
fe, puede parecer a veces muy difícil. Se presentan obstáculos que parecen
insuperables. Sin embargo, no es así. Dios vence siempre.
La
epopeya de Jesús de Nazaret no termina con su muerte ignominiosa en la Cruz. La
última palabra es la de la Resurrección gloriosa. Y los cristianos, en el
Bautismo, hemos muerto y resucitado con Cristo: muertos al pecado y vivos para
Dios. «¡Oh Cristo —decimos con el Santo Padre Juan Pablo II—, cómo no darte las
gracias por el don inefable que nos regalas esta noche! El misterio de tu
Muerte y de tu Resurrección se infunde en el agua bautismal que acoge al hombre
viejo y carnal, y lo hace puro con la misma juventud divina» ( Homilía,
15-IV-2001).
Hoy la
Iglesia, llena de alegría, exclama: éste es el día que ha hecho el Señor:
¡gocémonos y alegrémonos en él! Grito de júbilo que se prolongará durante
cincuenta días, a lo largo del tiempo pascual, como un eco de las palabras de
San Pablo: puesto que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes de
arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios. Pongan todo el corazón
en los bienes del cielo, no en los de la tierra; porque han muerto y su vida está
escondida con Cristo en Dios.
Es
lógico pensar —y así lo considera la Tradición de la Iglesia— que Jesucristo,
una vez resucitado, se apareció en primer lugar a su Santísima Madre. El hecho
de que no aparezca en los relatos evangélicos, con las otras mujeres, es —como
señala Juan Pablo II— un indicio de que Nuestra Señora ya se había encontrado
con Jesús. «Esta deducción quedaría confirmada también —añade el Papa— por el
dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús,
fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie la Cruz y, por
tanto, más firmes en la fe» (Audiencia, 21-V-1997). Sólo María había conservado
plenamente la fe, durante las horas amargas de la Pasión; por eso resulta
natural que el Señor se apareciera a Ella en primer lugar.
Hemos
de permanecer siempre junto a la Virgen, pero más aún en el tiempo de Pascua, y
aprender de Ella. ¡Con qué ansias había esperado la Resurrección! Sabía que
Jesús había venido a salvar al mundo y que, por tanto, debía padecer y morir;
pero también conocía que no podía quedar sujeto a la muerte, porque Él es la
Vida.
Una
buena forma de vivir la Pascua consiste en esforzarnos por hacer partícipes de
la vida de Cristo a los demás, cumpliendo con primor el mandamiento nuevo de la
caridad, que el Señor nos dio la víspera de su Pasión: en esto conocerán todos
que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros. Cristo resucitado nos
lo repite ahora a cada uno. Nos dice: ámense de verdad unos a otros,
esfuércense todos los días por servir a los demás, estén pendientes de los
detalles más pequeños, para hacer la vida agradable a los que conviven con
ustedes.
Pero
volvamos al encuentro de Jesús con su Santísima Madre. ¡Qué contenta estaría la
Virgen, al contemplar aquella Humanidad Santísima —carne de su carne y vida de
su vida— plenamente glorificada! Pidámosle que nos enseñe a sacrificarnos por
los demás sin hacerlo notar, sin esperar siquiera que nos den las gracias: que
tengamos hambre de pasar inadvertidos, para así poseer la vida de Dios y
comunicarla a otros. Hoy le dirigimos el Regina Caeli, saludo propio del tiempo
pascual. Alégrate, Reina del cielo, aleluya. / Porque el que mereciste llevar
en tu seno, aleluya. / Ha resucitado según predijo, aleluya. / Ruega a Dios por
nosotros, aleluya. / Gózate y alégrate, Virgen María, aleluya. / Porque el
Señor ha resucitado verdaderamente, aleluya.
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