Mons. Javier Echevarría 18 de abril de 2019
Hoy
queremos acompañar a Cristo en la Cruz. Recuerdo unas palabras de san Josemaría
Escrivá, en un Viernes Santo. Nos invitaba a revivir personalmente las horas de
la Pasión: desde la agonía de Jesús en el Huerto de los Olivos hasta la
flagelación, la coronación de espinas y la muerte en la Cruz. Decía: Ligada
la omnipotencia de Dios por mano de hombre llevan a mi Jesús de un lado para
otro, entre los insultos y los empujones de la plebe.
Cada
uno de nosotros ha de verse en medio de aquella muchedumbre, porque han sido
nuestros pecados la causa del inmenso dolor que se abate sobre el alma y el
cuerpo del Señor. Sí: cada uno lleva a Cristo, convertido en objeto de burla,
de una parte a otra. Somos nosotros los que, con nuestros pecados, reclamamos a
voz en grito su muerte. Y Él, perfecto Dios y perfecto Hombre, deja hacer. Lo
había predicho el profeta Isaías: maltratado, no abrió su boca; como
cordero llevado al matadero, como oveja muda ante los trasquiladores.
Es
justo que sintamos la responsabilidad de nuestros pecados. Es lógico que
estemos muy agradecidos a Jesús. Es natural que busquemos la reparación, porque
a nuestras manifestaciones de desamor, Él responde siempre con un amor total.
En este tiempo de Semana Santa, vemos al Señor como más cercano, más semejante
a sus hermanos los hombres... Meditemos unas palabras de Juan Pablo II: Quien
cree en Jesús lleva la Cruz en triunfo, como prueba indudable de que Dios es
amor... Pero la fe en Cristo jamás se da por descontada. El misterio pascual,
que revivimos durante los días de la Semana Santa, es siempre actual (Homilía,
24-III-2002).
Pidamos
a Jesús, en esta Semana Santa, que se despierte en nuestra alma la conciencia
de ser hombres y mujeres verdaderamente cristianos, porque vivamos cara a Dios
y, con Dios, cara a todas las personas.
No
dejemos que el Señor lleve a solas la Cruz. Acojamos con alegría los pequeños
sacrificios diarios.
Aprovechemos
la capacidad de amar, que Dios nos ha concedido, para concretar propósitos,
pero sin quedarnos en un mero sentimentalismo. Digamos sinceramente: ¡Señor, ya
no más!, ¡ya no más! Pidamos con fe que nosotros y todas las personas de la
tierra descubramos la necesidad de tener odio al pecado mortal y de aborrecer
el pecado venial deliberado, que tantos sufrimientos han causado a nuestro
Dios.
¡Qué
grande es la potencia de la Cruz! Cuando Cristo es objeto de irrisión y de
burla para todo el mundo; cuando está en el Madero sin desear arrancarse de
esos clavos; cuando nadie daría ni un centavo por su vida, el buen ladrón —uno
como nosotros— descubre el amor de Cristo agonizante, y pide perdón. Hoy
estarás conmigo en el Paraíso. ¡Qué fuerza tiene el sufrimiento, cuando se
acepta junto a Nuestro Señor! Es capaz de sacar —de las situaciones más
dolorosas— momentos de gloria y de vida. Ese hombre que se dirige a Cristo
agonizante, encuentra la remisión de sus pecados, la felicidad para siempre.
Nosotros
hemos de hacer lo mismo. Si perdemos el miedo a la Cruz, si nos unimos a Cristo
en la Cruz, recibiremos su gracia, su fuerza, su eficacia. Y nos llenaremos de
paz.
Al pie
de la Cruz descubrimos a María, Virgen fiel. Pidámosle, en este Viernes Santo,
que nos preste su amor y su fortaleza, para que también nosotros sepamos
acompañar a Jesús. Nos dirigimos a Ella con unas palabras de San Josemaría
Escrivá, que han ayudado a millones de personas. Di: Madre mía —tuya,
porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo:
que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad
de nuestro Jesús.
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