Francisco Fernández-Carvajal 29 de abril de 2019
— La
unidad entre los cristianos, querida por Cristo, es un don de Dios. Pedirla.
— Lo
que rompe la unidad fraterna.
— La
caridad une, la soberbia separa. La fraternidad de los primeros cristianos.
Evitar lo que pueda dañar la unidad.
I. La
multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma1.
Estas palabras de los Hechos de los Apóstoles son como un
resumen de la profunda unidad y del amor fraterno de los primeros cristianos,
que tanto llamó la atención de sus conciudadanos. «Los discípulos daban
testimonio de la Resurrección no solo con la palabra sino también con sus
virtudes»2. Brilla entre ellos la actitud –nacida de la caridad– que
busca siempre la concordia.
La
unidad de la Iglesia, manifestada desde sus mismos comienzos, es voluntad
expresa de Cristo. Él nos habla de un solo pastor3,
pone de relieve la unidad de un reino que no puede estar dividido4,
de un edificio que tiene un único cimiento5...
Esta unidad se fundamentó siempre en la profesión de una sola fe, en la
práctica de un mismo culto y en la adhesión profunda a la única autoridad
jerárquica, constituida por el mismo Jesucristo. «No hay más que una Iglesia de
Jesucristo -enseñaba Juan Pablo II en su catequesis por España-, la cual es
como un gran árbol en el que estamos injertados. Se trata de una unidad profunda,
vital, que es un don de Dios. No es solamente ni sobre todo unidad exterior, es
un misterio y un don (...).
»La
unidad se manifiesta, pues, en torno a aquel que, en cada diócesis, ha sido
constituido pastor, el obispo. Y en el conjunto de la Iglesia se manifiesta en
torno al Papa, sucesor de Pedro»6.
La
unidad de fe era entre los primeros cristianos el soporte de la fortaleza y de
la vida que se desbordaba hacia afuera. La misma vida cristiana es vivida desde
entonces por gentes muy diferentes, cada una con sus peculiares características
individuales y sociales, raciales y lingüísticas. Allí donde hubiese
cristianos, «participaban, expresaban y transmitían una sola doctrina con la
misma alma, con el mismo corazón y con idéntica voz»7.
Los
primeros fieles defendieron esta unidad llegando a afrontar persecuciones y el
mismo martirio. La Iglesia ha impulsado constantemente a sus hijos a que velen
y rueguen por ella. El Señor la pidió en la Última Cena para toda la
Iglesia: Ut omnes unum sint... que todos sean uno;como Tú,
Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros8.
La
unidad es un inmenso bien que debemos implorar cada día, pues todo
reino dividido contra sí no permanecerá y toda ciudad o casa dividida contra sí
no se mantendrá9.
Y comenta San Juan Crisóstomo: «La casa y la ciudad, una vez divididas, se
destruyen prontamente; y lo mismo un reino, que es lo más fuerte que existe,
siendo la unión de los súbditos la que afirma los reinos y las casas»10.
Unidad con el Papa, unidad con los obispos, unidad con nuestros hermanos en la
fe y con todos los hombres para atraerlos a la fe de Cristo.
II. «Lo
uno –enseña Santo Tomás– no se opone a lo múltiple, sino a la división, y la
multitud tampoco excluye la unidad; lo que excluye es la división de cada cosa
en sus componentes»11.
Divide lo que separa de Cristo: cualquier pecado, aunque esa separación sea más
tangible en las faltas de caridad que aíslan de los demás y en las faltas de
obediencia a los pastores que Cristo ha constituido para regir la Iglesia. A la
unidad no se opone la variedad de caracteres, de razas, de modos de ser... Por
eso la Iglesia puede ser católica, universal, y ser una y la misma en cualquier
tiempo y lugar. Es «esa unidad interior –afirmaba Pablo VI– (...) lo que le
confiere la sorprendente capacidad de reunir a los hombres más diversos
respetando, aún más, revalorizando, sus características específicas, con tal de
que sean positivas, es decir, verdaderamente humanas; lo que le confiere la
capacidad de ser católica, de ser universal»12.
Los
Apóstoles y sus sucesores hubieron de sufrir el dolor que provocaban quienes
difundían errores y divisiones. «Hablan de paz y hacen la guerra -se dolía San
Ireneo-, se tragan el camello y cuelan el mosquito. Las reformas que predican
jamás podrán curar los destrozos de la desunión»13.
Los
primeros cristianos estaban persuadidos de que si su fe «gozaba de buena salud,
no tenían nada que temer»14.
Debemos pedir mucho la unidad para toda la Iglesia: que todos seamos uno, que
seamos fieles a la fe recibida, que sepamos obedecer prontamente los mandatos y
las indicaciones del Romano Pontífice y de los obispos en unión con él.
La
unidad está estrechamente ligada a la lucha ascética personal por ser mejores,
por estar más unidos a Cristo. «Muy poco podremos hacer en el trabajo por toda
la Iglesia (...), si no hemos logrado esta intimidad estrecha con el Señor
Jesús: si realmente no estamos con Él y como Él santificados en la verdad; si
no guardamos su palabra en nosotros, tratando de descubrir cada día su riqueza
escondida»15.
La
unidad de la Iglesia, cuyo principio vital es el Espíritu Santo, tiene como
punto central a la Sagrada Eucaristía, que es «signo de unidad y vínculo de
amor»16. El alejar las discordias y pedir por la unidad «nunca se
hace más oportunamente que cuando el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, ofrece
el mismo Cuerpo y la misma Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del
vino»17.
III. San
Pablo hace frecuentes llamamientos a la unidad: Os ruego –pide
a los cristianos de Éfeso– (...) que viváis una vida digna de la
vocación a la que habéis sido llamados, con toda humildad y mansedumbre, con
longanimidad, sobrellevándoos unos a otros con caridad, solícitos por conservar
la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz.
A
continuación hace referencia a una antigua aclamación, posiblemente usada en la
liturgia primitiva durante las ceremonias bautismales. En ella se pone de
relieve la unidad de la Iglesia, como fruto de la unicidad de la esencia
divina. A su vez, las tres personas de la Santísima Trinidad, que actúan en la
Iglesia y son causa de su unidad, quedan reflejadas en el texto sagrado18. Siendo
un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como habéis sido llamados a una sola
esperanza, la de vuestra vocación. Un solo Señor, una sola fe, un solo
bautismo, un solo Dios y Padre de todos: el que es sobre todos los seres, por
todos y en todos19.
San
Pablo enumera diversas virtudes: humildad, mansedumbre, longanimidad...,
manifestaciones diversas de la caridad, que es el vínculo de la unidad en la
Iglesia. «El templo del Rey no está arruinado, ni agrietado, ni dividido; el
cemento de las piedras vivas es la caridad»20.
La caridad une, la soberbia separa.
Los
primeros cristianos pusieron de manifiesto su amor a la Iglesia mediante la
caridad, que superó todas las barreras sociales, económicas, de raza o cultura.
El que tenía bienes materiales los compartía con quienes carecían de ellos21,
y todos rezaban unos por otros, animándose a perseverar en la fe de Cristo. Uno
de los primeros apologistas, en el siglo ii, describía así el proceder de
los primeros cristianos: «se aman unos a otros, no desprecian a las viudas y
libran al huérfano de quien le trata con violencia; y el que tiene, da sin
envidia al que no tiene...»22.
Sin
embargo, la mejor caridad se dirigía a fortalecer en la fe a los hermanos.
Las Actas de los Mártires recogen casi en cada página detalles
concretos de esta preocupación por la fidelidad de los demás. Verdaderamente
«fue con amor como se abrieron paso en aquel mundo pagano y corrompido»23.
Amor a los hermanos en la fe y amor a los paganos. También nosotros llevaremos
nuestro mundo a Dios, si sabemos imitar a los primeros cristianos en nuestra
comprensión y cariño por todos, aunque en ocasiones no sean correspondidos nuestros
desvelos y nuestras atenciones por los demás. Y fortaleceremos en la fe a
quienes flaquean, con el ejemplo, con la palabra y con nuestro trato siempre
amable y acogedor: El hermano ayudado por su hermano es como una ciudad
amurallada, enseña la Sagrada Escritura24.
Por
amor a la Iglesia, pondremos los medios para no dañar, ni de lejos, la unidad
de los cristianos: «Evita siempre la queja, la crítica, las murmuraciones...:
evita a rajatabla todo lo que pueda introducir discordia entre hermanos»25.
Por el contrario, fomentaremos siempre todo aquello que es ocasión de
entendimiento mutuo y de concordia. Si alguna vez no podemos alabar, callaremos26.
Y la liturgia pide al Señor: Que sepamos rechazar hoy el pecado de
discordia y de envidia27.
Para
aprender a vivir bien la unidad dentro de la Iglesia acudimos a nuestra Madre
Santa María. «Ella, Madre del Amor y de la unidad, nos une profundamente para
que, como la primera comunidad nacida del Cenáculo, seamos un solo
corazón y una sola alma. Ella, “Madre de la unidad”, en cuyo seno el Hijo
de Dios se unió a la humanidad, inaugurando místicamente la unión esponsalicia
del Señor con todos los hombres, nos ayude para ser “uno” y para convertirnos
en instrumentos de unidad entre los cristianos y entre todos los hombres»28.
1 Primera
lectura de la Misa. Hech 4, 32. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles,
11. —
3 Cfr. Jn 10,
16. —
4 Cfr. Mt 12,
25. —
5 Cfr. Mt 16,
18. —
6 Juan
Pablo II, Homilía en la parroquia de Orcasitas. Madrid,
3-XI-1982. —
7 San
Ireneo, Contra las herejías, 1, 10, 2. —
8 Jn 17,
21. —
9 Mt 12,
25. —
10 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 48. —
11 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 30, a. 3. —
12 Pablo
VI, Alocución, 30-III-1965. —
13 San
Ireneo, Contra las herejías, 4, 33, 7. —
14 Tertuliano, De
praescr. haert., 2. —
15 Juan
Pablo II, Mensaje para la Unión de los Cristianos,
23-I-1981. —
16 San
Agustín, Trat. sobre el Evangelio de San Juan, 26. —
17 San
Fulgencio de Ruspe, Liturgia de las Horas, Martes 2ª Semana
de Pascua. Segunda lectura. —
18 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístolas de la cautividad, EUNSA, Pamplona 1986,
p. 100. —
19 Ef 4,
1-6. —
20 San
Agustín, Comentario sobre el salmo 44. —
21 Cfr. Hech 4,
32 ss. —
22 Arístides, Apología
XV, 5-7. —
23 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 172. —
24 Prov 18,
19. —
25 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 918. —
26 ídem,
Cfr. Camino, n. 443. —
27 Preces
de laudes. Martes 2ª Semana de Pascua. —
28 Juan
Pablo II, Homilía, 24-III-1980.
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