Francisco Fernández-Carvajal 12 de mayo de 2019
—
Querer ser santos es el primer paso necesario para recorrer el camino hasta el
final. Deseos sinceros y eficaces.
— El
aburguesamiento y la tibieza matan los deseos de santidad. Estar vigilantes.
—
Contar con la gracia de Dios y con el tiempo. Evitar el desánimo en la lucha
por mejorar.
I. Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Como el ciervo desea las fuentes de las
aguas, así te desea mi alma, oh Dios... ¿Cuándo vendré y apareceré ante la cara
de Dios?1.
Así rezamos en la liturgia de la Misa. El ciervo que busca saciar su sed en la
fuente es la figura que emplea el salmista para descubrir el deseo de Dios que
anida en el corazón de un hombre recto: ¡sed de Dios, ansias de Dios! He aquí
la aspiración de quien no se conforma con los éxitos que el mundo ofrece para
satisfacer las ilusiones humanas. ¿De qué le sirve al hombre ganar todo
el mundo, si luego pierde su alma?2.
Esta pregunta de Jesús nos sitúa de un modo radical ante el grandioso horizonte
de nuestra vida, de una vida cuya razón última está en Dios. ¡Mi alma
tiene sed de Dios! Los santos fueron hombres y mujeres que tuvieron un
gran deseo de saciarse de Dios, aun contando con sus defectos. Cada uno de
nosotros puede preguntarse: ¿tengo verdaderamente ganas de ser santo? Es más,
¿me gustaría ser santo? La respuesta sería afirmativa, sin duda: sí. Pero
debemos procurar que no sea una respuesta teórica, porque la santidad para
algunos puede ser «un ideal inasequible, un tópico de la ascética, pero no un
fin concreto, una realidad viva»3.
Nosotros queremos hacerla realidad con la gracia del Señor.
Así te
desea mi alma, oh Dios. Hemos de comenzar por fomentar en
nuestra alma el deseo de ser santos, diciendo al Señor: «quiero ser santo»; o,
al menos, si me encuentro flojo y débil, «quiero tener deseos de ser santo». Y
para que se disipe la duda, para que la santidad no se quede en sonido vacío,
volvamos nuestra mirada a Cristo: «El divino Maestro y Modelo de toda
perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos,
cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que Él es
iniciador y consumador: Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre
celestial es perfecto (Mt 5, 48)»4.
Él es
el iniciador. Si no fuera así, nunca se nos habría ocurrido la posibilidad de
aspirar a la santidad. Pero Jesús la plantea como un mandato: sed
perfectos, y por eso no es extraño que la Iglesia haga sonar con fuerza
esas palabras en los oídos de sus hijos: «Quedan, pues, invitados y aun
obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la
perfección dentro de su estado»5.
Como
consecuencia, ¡qué clara ha de ser nuestra ansia de santidad! En la Sagrada
Escritura, el profeta Daniel es llamado vir desideriorum, «varón de
deseos»6. ¡Ojalá cada uno mereciese ese apelativo! Porque tener deseos,
querer ser santos, es el paso necesario para tomar la decisión de emprender un
camino con el firme propósito de recorrerlo hasta el final: «... aunque me
canse, aunque no pueda, aunque reviente, aunque me muera»7.
«Deja
que se consuma tu alma en deseos... Deseos de amor, de olvido, de santidad, de
Cielo... No te detengas a pensar si llegarás alguna vez a verlos realizados
–como te sugerirá algún sesudo consejero–: avívalos cada vez más, porque el
Espíritu Santo dice que le agradan los “varones de deseos”.
»Deseos
operativos, que has de poner en práctica en la tarea cotidiana»8.
Por
tanto, es preciso que examinemos si nuestros deseos de santidad son sinceros y
eficaces; más aún, si los tomamos como una «obligación» –como hemos visto que
dice el Concilio Vaticano II– de fiel cristiano, que responde a los
requerimientos divinos. En ese examen quizá encontremos la explicación de tanta
debilidad, de tanta desgana en la lucha interior. «Me dices que sí, que
quieres. —Bien, pero ¿quieres como un avaro quiere su oro, como una madre
quiere a su hijo, como un ambicioso quiere los honores o como un pobrecito
sensual su placer?
»—¿No?
—Entonces no quieres»9.
Alimentemos
esos deseos con la virtud de la esperanza: solo se puede querer eficazmente
algo cuando hay esperanza de conseguirlo. Si se considera imposible, si
pensamos que una meta no es para nosotros, tampoco la desearemos realmente; y
nuestra esperanza teologal se fundamenta en Dios.
II. La
conversión del centurión Cornelio, que se lee en la Primera lectura de la Misa,
demuestra que Dios no hace acepción de personas. San Pedro explica a los demás
lo que ha sucedido: el Espíritu Santo descendió sobre ellos, así como
sobre nosotros al principio10.
La
fuerza del Espíritu Santo no conoce límites ni barreras. Tampoco –como en el
caso de Cornelio, que no pertenecía a la raza ni al pueblo judío– en nuestra
vida personal. Por una parte, hemos de desear ser santos; por otra, si
Dios no construye la casa, en vano trabajan los que la edifican11.
La humildad nos llevará a contar siempre y ante todo con la gracia de Dios.
Luego vendrá nuestro esfuerzo por adquirir virtudes y por vivirlas
continuamente; junto a ese empeño, nuestro afán apostólico, pues no podemos
pensar en una santidad personal que ignora a los demás, que no se preocupa de
la caridad, porque eso es un contrasentido; y, por último, nuestro deseo de
estar con Cristo en la Cruz, es decir, de ser mortificados, de no rehuir el
sacrificio ni en lo pequeño, ni en lo grande si es preciso.
Hemos
de estar prevenidos para no acercarnos a Dios con regateos, sin renuncias,
tratando de hacer compatible el amor a Dios con lo que no le agrada. Debemos
vigilar para alimentar continuamente en la oración nuestros deseos de santidad,
pidiendo a Dios que sepamos luchar todos los días, que sepamos descubrir en el
examen de conciencia en qué puntos se está apagando nuestro amor. Los deseos de
santidad se harán realidad en el cumplimiento delicado de nuestros actos de
piedad, sin abandonarlos ni retrasarlos por cualquier motivo, sin dejarnos
llevar por el estado de ánimo ni por los sentimientos, pues «el alma que ama a
Dios de veras no deja por pereza de hacer lo que pueda para encontrar al Hijo
de Dios, su Amado. Y después que ha hecho todo lo que puede, no se queda
satisfecha, pues piensa que no ha hecho nada»12.
La
humildad es la virtud que no nos dejará satisfacernos ingenuamente en lo que
hemos hecho ni quedarnos solo en deseos teóricos, pues siempre nos
hará ver que podemos hacer más para traducir en obras de amor nuestros deseos,
impidiendo que la realidad de nuestros pecados, ofensas y negligencias dé por
tierra con nuestras ilusiones. La humildad, pues, no corta las alas a los
deseos, sino al contrario: nos hace comprender la necesidad de recurrir a Dios
para convertirlos en realidades. Con la gracia divina haremos todo lo posible
para que las virtudes se desarrollen en nuestra alma, quitando obstáculos,
alejándonos de las ocasiones de pecar y resistiendo con valentía a las
tentaciones.
III. Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Es compatible esa sed con la
experiencia de nuestros defectos e incluso de nuestras caídas? Sí, porque
santos son, no los que no han pecado nunca, sino los que se han
levantado siempre. Renunciar a la santidad porque nos vemos llenos de
defectos es un modo encubierto de soberbia y una evidente cobardía, que acabará
ahogando nuestras ansias de Dios. «Es propio de un alma cobarde y que no tiene
la virtud vigorosa de confiar en las promesas del Señor, el abatirse demasiado
y sucumbir ante las adversidades»13.
Dejar
a Dios, abandonar la lucha porque tenemos defectos o porque existen
adversidades es un grave error, una tentación muy sutil y muy peligrosa, que
nos puede llevar a una manifestación de soberbia, que es la pusilanimidad,
falta de ánimo y valor para tolerar las desgracias o para intentar cosas grandes.
Quizá no necesitemos hacernos falsas ilusiones, porque quisiéramos ser santos
en un día, y eso no es posible, salvo que Dios decidiera hacer un milagro, que
no tiene por qué hacer, ya que nos da continua y progresivamente –por conductos
ordinarios– las gracias que necesitamos.
El
deseo de ser santos, cuando es eficaz, es el impulso consciente y decidido que
nos lleva a poner los medios necesarios para alcanzar la santidad. Sin deseos,
no hay nada que hacer; ni siquiera se intenta. Con deseos solo, no basta. «Hay
pues, que tener paciencia, y no pretender desterrar en un solo día tantos malos
hábitos como hemos adquirido, por el poco cuidado que tuvimos de nuestra salud
espiritual»14.
Dios
cuenta con el tiempo y tiene paciencia con cada uno de nosotros. Si nos
desanimamos ante la lentitud de nuestro adelanto espiritual, hemos de recordar
lo pésimo que es apartarse del bien, detenerse ante la dificultad y
descorazonarse por nuestros defectos. Precisamente Dios puede concedernos más
luz para ver mejor nuestra conciencia y para que emprendamos con más ánimo la
lucha en nuevos frentes de batalla, recordando que los santos se han
considerado siempre grandes pecadores, de ahí que procurasen esforzadamente
acercarse más a Dios por medio de la oración y de la mortificación, confiados
en la misericordia divina: «Esperemos con paciencia que vamos a mejorar y, en
vez de inquietarnos por haber hecho poca cosa en el pasado, procuremos con
diligencia hacer más en el futuro»15.
Como
el ciervo desea las fuentes de las aguas, así te desea mi alma, oh Dios.
Mantengamos vivo el deseo de Dios; encendamos cada día la hoguera de nuestra fe
y de nuestra esperanza con el fuego del amor a Dios, que aviva nuestras
virtudes y quema nuestra miseria, y saciaremos nuestra sed de santidad con el
agua que salta hasta la vida eterna16.
1 Sal.
41. Salmo responsorial. —
2 Mt 16,
26. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 96. —
4 Conc.
Vat. II, Lumen gentium, 40. —
5 Ibídem,
42. —
6 Dan 9,
23. —
7 Santa
Teresa, Camino de perfección, 21, 2. —
8 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 628. —
9 ídem, Camino,
n. 316. —
10 Hech 11,
15-17. —
11 Sal 126,
1. —
12 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 1. —
13 San
Basilio, Homilía sobre la alegría, en F. Fernández
Carvajal, Antología de textos, n. 1781. —
14 J.
Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra, 11ª
ed., Madrid 1986, p. 14. —
15 Ibídem,
pp. 24-25. —
16 Cfr. Jn 4,
14.
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