Francisco Fernández-Carvajal 13 de mayo de 2019
—
Rápida propagación del cristianismo. Los primeros cristianos se santificaron en
medio del ambiente en el que encontraron a Cristo.
—
Ciudadanos ejemplares en medio del mundo. Llevar a Cristo a todos los
ambientes.
—
Costumbres cristianas en el seno de la familia.
I. «Nuestro
Señor funda su Iglesia sobre la debilidad –pero también sobre la fidelidad– de
unos hombres, los Apóstoles, a los que promete la asistencia constante del
Espíritu Santo (...).
»La
predicación del Evangelio no surge en Palestina por la iniciativa personal de
unos cuantos fervorosos. ¿Qué podían hacer los Apóstoles? No contaban nada en
su tiempo; no eran ricos, ni cultos, ni héroes a lo humano. Jesús echa sobre
los hombros de este puñado de discípulos una tarea inmensa, divina»1.
Quien hubiera contemplado sin visión sobrenatural los comienzos apostólicos de
aquel pequeño grupo, habría creído que se trataba de un empeño destinado al
fracaso desde el principio. Sin embargo, aquellos hombres tuvieron fe, fueron
fieles y comenzaron a predicar por todas partes aquella doctrina insólita que
chocaba frontalmente con muchas costumbres paganas; en poco tiempo el mundo
conoció que Jesucristo era el Redentor del mundo.
Desde
el principio la Buena Nueva es predicada a todos los hombres, sin distinción
alguna. Los que se habían dispersado en la persecución provocada por la muerte
de Esteban –leemos en la Misa de hoy2–,
llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía. En esta ciudad fueron tantas las
conversiones que allí por primera vez llamaron cristianos a
los discípulos del Señor. Pocos años más tarde encontramos seguidores de Cristo
en Roma y en todo el Imperio.
En los
comienzos, la fe cristiana arraigó principalmente entre personas de condición
sencilla: soldados de tropa, bataneros, cardadores de lana, esclavos...;
también comerciantes.
Considerad,
hermanos –escribía San Pablo–, quiénes son los que han
sido llamados a la fe de entre vosotros: cómo no sois muchos los sabios según
la carne, ni muchos los poderosos, ni muchos los nobles...3.
Para
Dios no existe acepción de personas, y los primeros llamados –ignorantes y
débiles a los ojos humanos– serán los instrumentos que utilizará para la
expansión de la Iglesia. Así se vio con más claridad que la eficacia era
divina.
También
entre los primeros cristianos existían personas cultas, sabias, importantes,
humanamente hablando –un ministro etíope, centuriones, hombres como Apolo y
Dionisio Areopagita, mujeres como Lidia–, pero fueron los menos dentro del gran
número de conversos a la nueva fe. Comenta Santo Tomás que «también pertenece a
la gloria de Dios el que por medio de gente sencilla haya atraído a Sí a los
sublimes del mundo»4.
Los
primeros cristianos ejercían todas las profesiones comunes en su tiempo, salvo
aquellas que entrañaban algún peligro para su fe, como «intérpretes de sueños»,
adivinos, guardianes de templos... Y aunque en la vida pública estaban
presentes las prácticas religiosas paganas, permaneció cada uno en el lugar y
profesión donde encontró la fe, procurando dar su tono a la sociedad,
esforzándose por llevar una conducta ejemplar, sin rehuir el trato –al
contrario– con sus vecinos y conciudadanos. Intervenían en el foro, en el
mercado, en el ejército... «Nosotros los cristianos –dirá Tertuliano–, no
vivimos separados del mundo, frecuentamos el foro, los baños, los talleres, las
tiendas, los mercados y las plazas públicas. Ejercemos los oficios de marino,
de soldado, de labriego, de negociante...»5.
El
Señor nos recuerda que también hoy llama a todos, sin distinción de profesión,
de condición social o de raza. «¡Qué compasión te inspiran!... Querrías
gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no
perciben lo que tú –miserable– has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?
»—Reza,
mortifícate, y luego –¡tienes obligación!– despiértales uno a uno,
explicándoles –también uno a uno– que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino
divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad»6.
Así
hicieron nuestros primeros hermanos en la fe.
II. A
finales del siglo ii, los cristianos están extendidos por todo el Imperio:
«No hay raza alguna de hombre, llámense bárbaros o griegos o con otros nombres
cualesquiera, ora habiten en casas o se llamen nómadas sin viviendas o moren en
tiendas de pastores, entre los que no se ofrezcan por el nombre de Jesús
crucificado oraciones y acciones de gracias al Padre y Hacedor de todas las
cosas»7.
Los
fieles cristianos no huyen del mundo para buscar con plenitud a Cristo: se
consideran parte constituyente de ese mismo mundo, al que tratan de vivificar
desde dentro, con su oración, con su ejemplo, con una caridad magnánima: «lo
que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo»8.
Vivificaron su mundo, que en muchos puntos había perdido el sentido de la
dignidad humana, siendo ciudadanos como los demás, y sin distinguirse de ellos
ni por su vestido, ni por insignias, ni por cambiar de ciudadanía9.
No
solo son ciudadanos, sino que procuraban serlo ejemplarmente: «obedecen las
leyes, pero con su vida sobrepasan las leyes»10,
las cumplen acabadamente en beneficio de todos. Ya San Pablo enseñó que se
había de pedir a Dios por los constituidos en autoridad11.
Como
ciudadanos ejemplares, honraban a la autoridad civil, pagaban los tributos y
cumplían las demás obligaciones sociales. Y esto, en épocas de paz y en
momentos de persecución y de odio manifiesto. Un ejemplo de la heroicidad de
los primeros fieles en vivir estas virtudes cívicas nos lo proporciona San
Justino Mártir, a mediados del siglo ii: «Como hemos aprendido de Él (de
Cristo), nosotros procuramos pagar los tributos y las contribuciones,
íntegramente y con rapidez, a vuestros encargados (...). De aquí que adoramos
solo a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás,
reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores de los hombres
y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial, encontréis también
un arte de gobierno lleno de sabiduría»12.
Y Tertuliano, que atacaba con vehemencia la degeneración del mundo pagano,
escribía que los fieles oraban en sus asambleas por los emperadores, por sus
ministros y autoridades, por el bienestar temporal y por la paz13.
Los
cristianos, en cualquier época, no podemos vivir de espaldas a la sociedad de
la que formamos parte. En el mismo corazón del mundo procuramos vivir
responsablemente nuestros quehaceres temporales para, desde dentro, informarlos
con un espíritu nuevo, con la caridad cristiana. Cuanto más se haga sentir el
alejamiento de Cristo, tanto más urgente se hace la presencia de los cristianos
en esos lugares, para llevar, como los primeros en la fe, la sal de Cristo, y
devolver al hombre su dignidad humana, perdida en muchas ocasiones. «Para
seguir las huellas de Cristo, el apóstol de hoy no viene a reformar nada, ni
mucho menos a desentenderse de la realidad histórica que le rodea... —Le basta
actuar como los primeros cristianos, vivificando el ambiente»14.
Podemos
preguntarnos si donde vivimos llevamos la luz de Cristo a esas personas, a ese
ambiente, como hicieron los primeros cristianos.
III. Los
caminos de acercamiento a la fe fueron muy variados, algunos extraordinarios,
como le sucedió a San Pablo15.
A otros los llamará el Señor a través del ejemplo de un mártir; la mayoría de
las veces conocían la Buena Nueva por mediación de algún compañero de trabajo,
de vecindad, de prisión, de viaje, etcétera. Ya en la época apostólica se hizo
costumbre bautizar a los niños, incluso antes de tener uso de razón. San Pablo
bautizó familias enteras, y junto con los demás Apóstoles transmitió esta
costumbre a toda la Iglesia. Dos siglos más tarde, Orígenes podía escribir este
texto: «la Iglesia ha recibido de los Apóstoles la costumbre de administrar el
bautismo incluso a los niños»16.
Las
casas de los primeros fieles, iguales externamente a las demás, se convirtieron
en hogares cristianos. Los padres transmitían la fe a sus hijos, y estos a los
suyos, y así la familia se convirtió en un pilar fundamental de la
consolidación de la fe y de las costumbres cristianas. Empapados por la caridad,
los hogares cristianos eran lugares de paz en medio, no infrecuentemente, de
incomprensiones externas, de calumnias, de persecución. En el hogar se aprendía
a ofrecer el día, a dar gracias, a bendecir los alimentos, a dirigirse a Dios
en la abundancia y en la escasez.
Las
enseñanzas de los padres brotaban con naturalidad al compás de la vida, y así
la familia cumplía su función educadora. Estos son los consejos que da San Juan
Crisóstomo a un matrimonio cristiano: «muéstrale a tu mujer que aprecias mucho
vivir con ella y que por ella prefieres quedarte en casa que andar por la
calle. Prefiérela a todos los amigos e incluso a los hijos que te ha dado; ama
a estos por razón de ella (...). Haced en común vuestras oraciones (...).
Aprended el temor de Dios; todo lo demás fluirá como de una fuente y vuestra
casa se llenará de innumerables bienes»17.
Otras veces es un hijo o una hija el foco de expansión del cristianismo en su
familia: atrae a otros hermanos a la fe; quizá luego a sus padres, y estos a
los tíos... y acaban acercándose hasta los abuelos.
Son
muchas las costumbres cristianas que pueden vivirse en el seno de la familia:
el rezo del Santo Rosario, los cuadros o imágenes de la Virgen, hacer el
Nacimiento en Navidad, la bendición de la mesa... y otras muchas. Si sabemos
cuidarlas, contribuirán a que en el hogar se respire siempre un clima amable,
de familia cristiana, donde desde pequeños se aprende con naturalidad a tratar
a Dios y a su Madre Santísima.
1 San
Josemaría Escrivá, Homilía Lealtad a la Iglesia, 4-VI-1972.
—
2 Cfr. Hech 11,
19-20. —
3 1
Cor 1, 26. —
4 Santo
Tomás, Comentario a la 1ª Carta a los Corintios, ad. loc.
—
5 Tertuliano, Apologético,
42. —
6 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 182. —
7 San
Justino, Diálogo con Trifón, 117, 5. —
8 Epístola
a Diogneto, 6, 1. —
9 Cfr. Ibídem, 5, 1-11. —
10 Ibídem, 5, 10. —
11 Cfr. 1 Tim 2, 1-2. —
12 San
Justino, Apología I, 17. —
13 Cfr. Tertuliano, Apologético,
39, 1 ss. —
14 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 320. —
15 Cfr. Hech 9,
1-19. —
16 Orígenes, Coment.
a la Carta a los Romanos, 5, 9. —
17 San
Juan Crisóstomo, Hom. 20, sobre la Carta a los Efesios.
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