Francisco Fernández-Carvajal 03 de junio de
2019
— Este don tiene como efecto propio el sentido de la
filiación divina. Nos mueve a tratar a Dios con la ternura y el afecto de un
buen hijo hacia su padre.
— Confianza filial en la oración. El don de piedad y
la caridad.
— El espíritu de piedad hacia la Virgen Santísima, los
santos, las almas del Purgatorio y nuestros padres. El respeto hacia las
realidades creadas.
I. El sentido de la
filiación divina, efecto del don de piedad, nos mueve a tratar a Dios con la
ternura y el cariño de un buen hijo con su padre, y a los demás hombres como a
hermanos que pertenecen a la misma familia.
El Antiguo Testamento manifiesta este don de múltiples
formas, particularmente en la oración que constantemente el Pueblo elegido
dirige a Dios: alabanza y petición; sentimientos de adoración ante la infinita
grandeza divina; confidencias íntimas, en las que expone con toda sencillez al
Padre celestial las alegrías y angustias, la esperanza... De modo particular
encontramos en los salmos todos los sentimientos que embargan el alma en su
trato confiado con el Señor.
Al llegar la plenitud de los tiempos, Jesucristo nos
enseñó el tono adecuado en el que debemos dirigirnos a Dios. Cuando
oréis habéis de decir: Padre...1.
En todas las circunstancias de la vida debemos dirigirnos a Dios con esta
filial confianza: Padre, Abba... En diversos lugares del Nuevo
Testamento el Espíritu Santo ha querido dejarnos esta palabra aramea: abba,
que era el apelativo cariñoso con que los niños hebreos se dirigían a sus
padres. Este sentimiento define nuestra postura y encauza nuestra oración ante
Dios. Él «no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los
hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos
hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima,
para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso
que ahora nos atrae suavemente hacia Él, mediante la acción del Espíritu Santo
que habita en nuestros corazones»2.
Dios quiere que le tratemos con entera confianza, como
hijos pequeños y necesitados. Toda nuestra piedad se alimenta de este hecho:
somos hijos de Dios. Y el Espíritu Santo, mediante el don de piedad, nos enseña
y nos facilita este trato confiado de un hijo con su Padre.
Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, que seamos
llamados hijos de Dios, y lo somos3.
«Parece como si después de las palabras que seamos llamados hijos de
Dios, San Juan hubiera hecho una larga pausa, mientras su espíritu
penetraba hondamente en la inmensidad del amor que el Padre nos ha dado, no
limitándose a llamarnos simplemente hijos de Dios, sino haciéndonos sus hijos
en el más auténtico sentido. Esto es lo que hace exclamar a San Juan: ¡y
lo somos!»4.
El Apóstol nos invita a considerar el inmenso bien de la filiación divina que
recibimos con la gracia del Bautismo, y nos anima a secundar la acción del
Espíritu Santo que nos impulsa a tratar a nuestro Padre Dios con inefable
confianza y ternura.
II. Esta confianza
filial se manifiesta particularmente en la oración que el mismo Espíritu
suscita en nuestro corazón. Él ayuda nuestra flaqueza, pues no sabiendo
siquiera qué hemos de pedir en nuestras oraciones, ni cómo conviene hacerlo, el
mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos que son inenarrables5.
Gracias a estas mociones, podemos dirigirnos a Dios en el tono adecuado, en una
oración rica y variada de matices, como es la vida. En ocasiones, hablaremos a
nuestro Padre Dios en una queja familiar: ¿Por qué escondes tu
rostro...?6;
o le expondremos los deseos de una mayor santidad: a Ti te busco
solícito, sedienta está mi alma, mi carne te desea como tierra árida, sedienta,
sin aguas7; o nuestra unión con Él: fuera de Ti nada deseo sobre
la tierra8; o la esperanza inconmovible en su misericordia: Tú
eres mi Dios y mi Salvador, en Ti espero siempre9.
Este afecto filial del don de piedad se manifiesta
también en rogar una y otra vez como hijos necesitados, hasta que se nos
conceda lo que pedimos. En la oración, nuestra voluntad se identifica con la de
nuestro Padre, que siempre quiere lo mejor para sus hijos. Esta confianza en la
oración nos hace sentirnos seguros, firmes, audaces; aleja la angustia y la
inquietud del que solo se apoya en sus propias fuerzas, y nos ayuda a estar
serenos ante los obstáculos.
El cristiano que se deja mover por el espíritu de
piedad entiende que nuestro Padre quiere lo mejor para cada uno de sus hijos.
Todo lo tiene dispuesto para nuestro mayor bien. Por eso la felicidad está en
ir conociendo lo que Dios quiere de nosotros en cada momento de nuestra vida y
llevarlo a cabo sin dilaciones ni retrasos. De esta confianza en la paternidad
divina nace la serenidad, porque sabemos que aun las cosas que parecían un mal
irremediable contribuyen al bien de los que aman a Dios10.
El Señor nos enseñará un día por qué fue conveniente aquella humillación, aquel
desastre económico, aquella enfermedad...
Este don del Espíritu Santo permite que los deberes de
justicia y la práctica de la caridad se realicen con prontitud y facilidad. Nos
ayuda a ver a los demás hombres, con quienes convivimos y nos encontramos cada
día, como hijos de Dios, criaturas que tienen un valor infinito porque Él los
quiere con un amor sin límite y los ha redimido con la Sangre de su Hijo
derramada en la Cruz. El don de piedad nos impulsa a tratar con inmenso respeto
a quienes nos rodean, a compadecernos de sus necesidades y a tratar de remediarlas.
Es más, el Espíritu Santo hace que en los demás veamos al mismo Cristo, a quien
rendimos esos servicios y ayudas: en verdad os digo, siempre que lo
hicisteis con algunos de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis11.
La piedad hacia los demás nos lleva a juzgarlos
siempre con benignidad, «que camina de la mano con un filial afecto a Dios,
nuestro Padre común»12;
nos dispone a perdonar con facilidad las posibles ofensas recibidas, aun las
que nos pueden resultar más dolorosas. Así nos lo indicó el Señor: amad
a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen, orad por los que os
persiguen y calumnian, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que
hace nacer su sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores13.
Si el Señor se refiere aquí a ofensas graves, ¿cómo no vamos a perdonar y
disculpar los pequeños roces que lleva consigo toda convivencia? El perdón
generoso e incondicionado es un buen distintivo de los hijos de Dios.
III. Este
don del Espíritu Santo nos mueve y nos facilita el amor filial a nuestra Madre
del Cielo, a la que procuramos tratar con el más tierno afecto; la devoción a
los ángeles y santos, particularmente a aquellos que ejercen un especial
patrocinio sobre nosotros14;
a las almas del Purgatorio, como almas queridas y necesitadas de nuestros
sufragios; el amor al Papa, como Padre común de los cristianos... La virtud de
la piedad, a la que perfecciona este don, inclina también a rendir honor y
reverencia a las personas constituidas legítimamente en alguna autoridad, y en
primer lugar a los padres.
La paternidad de la tierra viene a ser una
participación y un reflejo de la de Dios, del cual proviene toda
paternidad en el cielo y sobre la tierra15.
«Ellos nos dieron la vida, y de ellos se sirvió el Altísimo para comunicarnos
el alma y el entendimiento. Ellos nos instruyeron en la religión, en el trato
humano y en la vida civil, y nos enseñaron a llevar una conducta íntegra y
santa»16.
El sentido de la filiación divina nos impulsa a querer
y a honrar cada vez mejor a nuestros padres, a respetar a los mayores (¡cómo
premiará el Señor el cuidado de los que ya son ancianos!) y a las legítimas
autoridades.
El don de piedad se extiende y llega más allá que los
actos de la virtud de la religión17.
El Espíritu Santo, mediante este don, impulsa todas las virtudes que de un modo
u otro se relacionan con la justicia. Su campo de acción abarca nuestras relaciones
con Dios, con los ángeles y con los hombres. Incluso con las cosas creadas,
«consideradas como bienes familiares de la Casa de Dios»18;
el don de piedad nos mueve a tratarlas con respeto por su relación con el
Creador.
Movido por el Espíritu Santo, el cristiano lee con
amor y veneración la Sagrada Escritura, que es como una carta que le envía su
Padre desde el Cielo: «En los libros sagrados, el Padre, que está en el Cielo,
sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos»19.
Y trata con cariño las cosas santas, sobre todo las que pertenecen al culto
divino.
Entre los frutos que el don de piedad produce en las
almas dóciles a las gracias del Paráclito se encuentra la serenidad en todas
las circunstancias; el abandono confiado en la Providencia, pues si Dios se
cuida de todo lo creado, mucha más ternura manifestará con sus hijos20;
la alegría, que es una característica propia de los hijos de Dios. «Que nadie
lea tristeza ni dolor en tu cara, cuando difundes por el ambiente del mundo el
aroma de tu sacrificio: los hijos de Dios han de ser siempre sembradores de paz
y de alegría»21.
Si muchas veces cada día consideramos que somos hijos
de Dios, el Espíritu Santo irá fomentando cada vez más ese trato filial y
confiado con nuestro Padre del Cielo. La caridad con todos también facilitará
el desarrollo de este don en nuestras almas.
1 Lc 11,
2. —
2 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 84. —
3 1
Jn 3, 1. —
4 B.
Perquin, Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, p. 9. —
5 Rom 8,
26. —
6 Cfr. Sal 43,
25. —
7 Sal 62,
2. —
8 Sal 72,
25. —
9 Sal 24,
5. —
10 Cfr. Rom 8,
28. —
11 Mt 25,
40. —
12 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida
interior, Palabra, 4ª ed., Madrid 1982, vol I, p. 191. —
13 Mt 5,
44-45. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 121. —
15 Ef 3,
15. —
16 Catecismo
Romano, III, 5, 9. —
17 Cfr. M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 300. —
18 Ibídem.
—
19 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 21. —
20 Cfr. Mt 6,
28. —
21 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 59.
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