Por Gregorio Salazar
En una de sus típicas
fanfarronadas colmadas de estulticia Maduro vocifera que ha hecho más de
trescientos llamados al diálogo. El hombre, pues, es el campeón de la apertura,
de la negociación y las soluciones por consenso. El registro debe llevarlo seguramente
el Libro de Récords Guinnes, que pronto proclamará a los cuatro vientos la
envidiable marca.
Por supuesto, más allá de
esa cínica salida, el gobernante que junto con su padre político y predecesor
convirtió a una nación preñada de recursos en una de las peores tragedias
colectivas que ha presenciado el planeta, no está en capacidad de presentar un
solo logro como fruto de esos centenares de supuestos gestos democráticos,
simples inventos, mentiras frescas que va soltando al voleo dictados por su irresponsabilidad
y ligereza.
Para mayor burla, ha lanzado
el inverosímil aserto cuando todavía se encontraban en Oslo, Noruega, las
delegaciones de la oposición y el oficialismo en una ronda de conversaciones
que una vez más han concluido sin avances concretos, básicamente porque el
régimen no está dispuesto a facilitar como salida a esta crisis descomunal una
fórmula electoral, convencidos como están que pondría fin a los sueños de la
perpetuación en el poder y la impunidad absoluta.
La experiencia indica que cuando
Maduro habla de diálogo no hace sino recurrir al ritual de una impostura
independientemente del sector al que convoque. ¿Aceptó Maduro alguna de las
recomendaciones del sector empresarial en febrero de 2014 y más concretamente
de la agenda de doce puntos que llevó a Miraflores Lorenzo Mendoza para
revertir el desabastecimiento y la previsible profundización de la crisis
económica?
“Incrementar la producción
nacional para combatir la escasez y las colas. El sector privado debe recibir
los insumos y las materias primas en forma oportuna y suficiente. El Estado
debe garantizar y crear las condiciones para que esto sea posible”, era la
primera de aquellas propuestas entre las que también se incluían “analizar las
causas macroeconómicas y microeconómicas de la inflación, como el
financiamiento del gasto público con dinero inorgánico”.
También se le planteó a
Maduro asegurar un sistema de acceso a las divisas dinámico, transparente y
eficiente que impidiera la interrupción de la producción y que garantizara los
derechos de propiedad de todos los venezolanos para que quienes inviertan en
Venezuela puedan hacerlo con confianza.
Fueron doce puntos que, de
haberse puesto en práctica, al menos los centrales, se hubiera evitado el
desbocamiento de una crisis económica que se le fue de las manos al régimen y
que ya no está en capacidad de enfrentar ni revertir.
Con ese y otros antecedentes
resulta difícil abrigar grandes expectativas sobre los resultados del diálogo,
pero no es condenable que la oposición empeñe todos los esfuerzos, por remotas
que parezcan las posibilidades de acuerdo, en encontrar una ruta de salida a
esta hecatombe distinta a la que pueda sumir a Venezuela en una etapa de
violencia e inestabilidad.
Maduro y la cúpula que lo
rodea sólo lo vela por su propio interés mientras el país continúa
derrumbándose vía al colapso definitivo que llegará por la acción individual
y/o conjunta de estos jinetes del apocalipsis: la escasez de gasolina, la
crisis del sistema eléctrico, la falta de alimentos, agua y medicinas y hasta
la propia paralización del metro de Caracas, capaz de generalizar un caos de
grandes proporciones en la capital de la república.
Guaidó ha hecho lo correcto
en autorizar el diálogo con el oficialismo y en decirlo públicamente. Y
contrariamente a lo que algunos pensaban mantiene su credibilidad y capacidad
de convocatoria. Dicen los voceros del gobierno de Noruega que hay disposición
para nuevos encuentros. Desde ya puede anticiparse que a cada uno de ellos el
gobierno irá más debilitado, más cercado y con menos posibilidad de respuestas
a la crisis nacional. Tal vez termine por cerrarse nuevamente a toda salida
negociada. Será entonces lo mismo que darle la palabra al caos.
02-05-19
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