Por Enrique
Krauze, 07/03/2013
“Si un hombre fuese necesario para
sostener el Estado, este Estado no
debería existir, y al fin no existiría”.
Simón Bolívar, 20 de enero de 1830
Tenía una concepción binaria del mundo. Veía el mundo dividido entre
amigos y enemigos, entre chavistas y “pitiyanquis”, entre patriotas y
traidores. En libros y ensayos reconocí su vocación social. Creo que la
democracia latinoamericana no podrá consolidarse sin Gobiernos que, junto al
ejercicio de las libertades y el avance de la legalidad, busquen formas
efectivas y pertinentes de apoyar a los pobres y marginados, a los que no han
tenido voz y apenas voto. Pero una cosa es la vocación social y otra es la
forma en que se practica esa vocación. Obsesivo por una anacrónica admiración
del modelo cubano (y por la ciega veneración de su caudillo eterno, a quien
muchas veces llamó “padre”), Hugo Chávez desquició las instituciones públicas
venezolanas, desvirtuó y corrompió a la compañía estatal PDVSA y protagonizó lo
que quizá sea el mayor despilfarro de riqueza pública en toda la historia
latinoamericana. Pero siendo tan graves sus errores económicos, palidecen
frente a las llagas políticas y morales que infligió a su país.
Chávez no solo concentró el poder:
Chávez confundió —o, mejor dicho, fundió— su biografía personal con la historia
venezolana. Ninguna democracia prospera ahí donde un hombre supuestamente
“necesario”, imprescindible, único y providencial, reclama para sí la propiedad
privada de los recursos públicos, de las instituciones públicas, del discurso
público, de la verdad pública. El pueblo que tolera o aplaude esa delegación
absoluta de poder en una persona, abdica de su libertad y se condena a sí mismo
a la adolescencia cívica, porque esa delegación supone la renuncia a la
responsabilidad sobre el destino propio.
El daño mayor es la discordia dentro de
la familia venezolana. Nada me entristeció más en mis visitas a Caracas (nada,
ni siquiera la escalada del crimen o el visible deterioro de la ciudad) que el
odio inducido desde el micrófono del poder contra el amplio sector de la
población que disentía de ese poder. El odio de los discursos, de las
pancartas, de los puños cerrados; el odio de los arrogantes voceros del régimen
en programas de radio y televisión. El odio de las redes sociales plagadas de
insultos, calumnias, mentiras, teorías conspiratorias, descalificaciones,
prejuicios. El odio del fanatismo ideológico y del rencor social. El odio cerrado
a la razón e impermeable a la tolerancia. Esa es la llaga histórica que deja el
chavismo. ¿Cuánto tardará en sanar? ¿Sanará alguna vez? Es un verdadero milagro
que Venezuela no haya desembocado en la violencia partidista y política.
Nada me entristeció más que el odio inducido desde el micrófono contra
los antichavistas
Desde hace unas semanas, al agudizarse la enfermedad de Chávez, anticipé
su inmediata y tumultuosa santificación. Así ocurrió con Evita Perón en
Argentina, pero dada la tradición caudillista de Venezuela, la sacralización de
su figura será más honda y permanente. Hugo Chávez ha logrado la inmortalidad
que soñó siempre. En el alma de muchos de sus compatriotas (y de no pocos
simpatizantes en América Latina) compartirá las glorias del Libertador. Hasta
el comandante Fidel Castro podría sentirse desplazado, víctima de un suave pero
implacable parricidio.
¿Qué ocurrirá ahora, tras su muerte?
Toda conjetura es riesgosa y todo puede pasar, hasta la división interna entre
el ala ideológica y militar del chavismo o el triunfo de la oposición. Con
todo, es probable que el sentimiento de pesar, aunado a la gratitud que un
amplio sector de la población siente por Chávez, faciliten el triunfo de un
candidato oficial en unas eventuales elecciones. A ello contribuirán también
los órganos electorales, fiscales, judiciales y —en parte— los legislativos,
que seguirán en manos del chavismo. Su retrato, su silla vacía, su imagen
retransmitida interminablemente, acompañarán por un tiempo al nuevo presidente.
Pero todos los duelos tienen un fin. Y en ese momento todos los venezolanos,
chavistas y no chavistas, deberán enfrentar la gravísima realidad económica.
Los indicadores de alarma son del
dominio público. El déficit fiscal es del 20% del PIB, unos 70.000 millones de
dólares. El tipo de cambio oficial de poco más de 6 bolívares por dólar, se
triplica en el mercado negro. La inflación, por varios años, ha sido la más
alta de la región. El desabasto (originado por el desmantelamiento de la planta
productiva, el éxodo de la clase media profesional y la crónica falta de
inversión) se ha convertido casi en una tradición venezolana. Hay una aguda
carestía de divisas. ¿Cómo explicar que un país que en la era de Chávez ha
percibido más de 800.000 millones de dólares por ingresos petroleros presente
cuentas tan alarmantes?
Buena parte de la explicación está en
el petróleo. En 1998 Venezuela producía 3,3 millones de barriles diarios y
exportaba (y cobraba) 2,7 millones de barriles diarios. Ahora la producción se
ha desplomado a 2,4 millones de barriles diarios, de los que solo cobra 900.000
(los que vende a Estados Unidos, el odiado imperio). El resto que no se cobra
se divide así: 800.000 van al consumo interno, prácticamente gratuito (y que
provoca un jugoso negocio de exportación ilegal); 300.000 se destinan a pagar
créditos y productos adquiridos en China; 100.000 se restan por importación de
gasolina; y 300.000 van a países del Caribe que pagan (si es que pagan) con
descuentos y plazos amplísimos; o simbólicamente, como Cuba, que paga sus
100.000 barriles con el envío de personal médico, educativo, y policial (y se
beneficia del petróleo venezolano al extremo de reexportarlo).
El nuevo líder ya no será el que lo explicaba todo, lo justificaba todo,
lo amortiguaba todo
Un presidente chavista deberá enfrentar esta realidad y encarar al
público. Pero ese mandatario ya no será Chávez, el hipnótico Chávez, Chávez el
taumaturgo, el líder que lo explicaba todo, lo justificaba todo, lo amortiguaba
todo. La gente reaccionará a esas situaciones con indignación: culpará a los
chavistas de no estar a la altura de su legado, dirá “Chávez no lo habría
permitido”, “Chávez lo habría resuelto”. Llegado ese punto, el propio régimen
chavista podría persuadirse de la necesidad de un diálogo conciliatorio que
ahora parece utópico. Y ahí podría abrirse una oportunidad tangible para la
oposición.
Después de largos años de
inconsistencias, omisiones y errores, la oposición venezolana ha estado unida,
eligió a un líder inteligente y valeroso (Henrique Capriles) y tuvo un buen
desempeño en las elecciones: recabó casi siete millones de votos. Durante la
agonía de Chávez, sin dejar de alzar la voz de protesta, la oposición mostró
una notable prudencia que debe refrendar en estos días de duelo y crispación.
Si la oposición —que ha esperado tanto— conserva la cohesión y la presencia de
ánimo, podría avanzar en las siguientes elecciones (legislativas, regionales,
presidenciales) y recuperar las posiciones que ha perdido. En ese despertar,
una fuerza latente deberá despertar también: los estudiantes. Tuvieron un papel
clave en el referéndum de 2007 (que impidió la conversión abierta de Venezuela
al modelo cubano) y quizá lo tengan una vez más ahora.
Si bien nadie puede descartar los
escenarios de violencia, no los preveo. Por el contrario: creo que con el
fallecimiento del gran caudillo mesiánico (“redentor”, lo llamó abiertamente el
propio Maduro) Venezuela deberá encontrar, tarde o temprano, cauces de
concordia: si en los tres lustros de Chávez la violencia verbal no se desbordó
en violencia física, es razonable esperar que no estalle ahora. Y el cambio
podría ser contagioso: Cuba, la Meca del redentorismo histórico, el único
estado totalitario de América, podría reformarse también como Rusia y China lo hicieron
en su momento. Toda la región podrá oscilar entonces entre extremos políticos
no radicales: regímenes de izquierda socialdemócrata, y Gobiernos de economía
más abierta y liberal. Y para que el tránsito sea menos accidentado, Estados
Unidos haría bien en dar señales inéditas de sensatez, levantando por fin el
embargo a Cuba y cerrando definitivamente las cárceles de Guantánamo.
El siglo XIX latinoamericano fue el del
caudillismo militarista. El siglo XX sufrió el redentorismo iluminado. Ambos
siglos padecieron a los hombres “necesarios”. Tal vez en el siglo XXI despunte
un amanecer distinto, un amanecer plenamente democrático.
Enrique Krauze es escritor mexicano, director de la
revista Letras
Libres.
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