Por Marcos Aguinis Miércoles 07 de mayo de 2014
El justificado vendaval de letras que
produjo la muerte de García Márquez
condujo a innumerables anécdotas e interpretaciones. No debo guardarme las que ayudan a comprender mejor su jardín de opiniones,
sentimientos, fijaciones y altibajos.
Lo conocí personalmente en el año 1970. Demostró que su brusca
y potente fama no le había amputado la modestia. Yo acababa de ganar el Premio
Planeta con La cruz invertida y él manifestó a mi editorial su deseo de
visitarme. Regresé al hotel Ritz luego de una entrevista con periodistas en un
café cercano y ya me esperaba en la recepción. Aún tenía el cabello y bigotes
negros, estaba flaco y parecía tímido. Elegimos un rincón silencioso. Enseguida
preguntó por sus amigos Paco Porrúa y Tomás Eloy Martínez. Peloteamos elogios
sobre Cortázar, a quien confesó admirar sin límites: "Es un
maestrazo". Le conté que conocía la vida, obra y milagros de Juan Filloy,
a quien Cortázar le había dedicado unos renglones en su monumental Rayuela,
porque ambos éramos entonces vecinos de Río Cuarto. Antes de los diez minutos,
con el rostro serio y los ojos brillantes, produjo un giro en la conversación
al formularme la pregunta que más circuló en España por aquellos días:
"¿Cuándo abandonaste los hábitos?".
-Nunca fui cura -expliqué-. Pero
interrogué a más de veinte, con y sin sotana.
-Me sorprendieron tus conocimientos
teológicos. Tu novela no sólo es audaz en la estructura, sino densa en el
contenido.
-Soy un teólogo frustrado, entonces. O
rebelde.
Nos lanzamos a comentar la Biblia.
Dijo que tiene más cuotas de magia que los novelones de caballería, a los que
estaba revisando.
-No sólo tiene magia, sino psicología
y hasta humor -agregué.
-¡Claro que sí! -se entusiasmó y, con
una sonrisa de oreja a oreja, lanzó la ocurrencia que luego repitió en otros
lugares-. Fíjate si tendrá humor que cuando Jonás reapareció ante su mujer con
tres días de atraso, le dijo que no había hecho nada malo, que no tenía la
culpa, que se demoró porque lo había tragado una ballena.
Por cierto que en esa anécdota, como
en otras que exprimimos, corrieron sin freno las deformaciones iconoclastas del
texto sagrado, como se hace al componer una novela. Le pregunté qué estaba
escribiendo. Se ensombreció y durante un largo minuto estudió el fondo vacío de
su taza de café.
-Mira, el éxito tiene sus bemoles. Se
están reeditando mis textos previos y Mario Vargas Llosa ha terminado un
voluminoso estudio sobre todo lo que pudo averiguar de mí e interpretar de mis
escritos. ¡Es un trabajador infatigable! Le ha puesto un título también
religioso: Historia de un deicidio.
-Concilio Vaticano II...
-Tal cual. ¡Qué buen papa fue el gordo
Juan XXIII!
-Pero ¿qué estás escribiendo ahora? Se
dice que no pasa un día sin que teclees unos renglones.
-Sí, es cierto. Ya elegí el título de
otra novela, pero no me convence la forma. Para nada. Me tiene angustiado. Se
llamará El otoño del patriarca y quiero reventar a todos los dictadores
de América latina. Hasta me referiré a los 300 pesos que necesitaba Perón para
vivir y el absurdo peregrinaje de un cadáver. No eres peronista, supongo.
Quedamos en seguir la conversación en
su casa, pero cuando regresara Vargas Llosa, que se había ido por unos días a
Perpignan.
No pudo ser, porque debí acelerar mi
regreso a la Argentina debido a que mi novela iba a ser prohibida por la
dictadura militar de entonces. Años después, Vargas Llosa recordó ese frustrado
encuentro; en aquella época Gabo y Mario eran casi un matrimonio.
En España también intentaron bloquear La
cruz invertida. El poderoso editor de Planeta me dijo: "Voy a
entrevistar personalmente al Caudillo". Le explicó que era la primera vez
que el premio se otorgaba a un extranjero, que la noticia ya se había difundido
por el mundo, que el argumento no se desarrollaba en España, que causaría daño
a la nueva imagen que el gobierno se esmeraba en lucir. Entonces Franco levantó
la censura. En la Argentina le explicaron al general Levingston que en la
España franquista, nada menos, la novela circulaba sin inconvenientes; que la
censura provocaría un efecto inverso, un papelón mayúsculo. Entonces el jefe de
Estado se avino a dejarla circular. Más adelante, al recordar esa transitoria
crisis, dije que pocas veces dos tiranías se ponen de acuerdo para garantizar
la libertad de expresión.
Sigo con la modestia de García
Márquez. El escritor colombiano ya vivía en México y el presidente Alfonsín me
invitó a integrar su comitiva cuando fue a ese país. Enterado García Márquez,
llegó hasta mi hotel. Ya tenía el bigote blanco y vestía con mucha elegancia,
incluso brillaban sus bien lustradas botas cortas. Estaba interesado en la
democratización argentina. No hizo falta que le preguntase qué estaba
escribiendo, una pregunta que aprendí a detestar. Contó espontáneamente que
viajaba seguido a Colombia. "Para exprimir a mis padres y sacarles todo lo
que pueda de su accidentado noviazgo", dijo. Hasta me adelantó el título
de esa novela: El amor en los tiempos del cólera. "¿Sabes, Marcos?
Contra lo que se supone, todo lo que escribo está basado en hechos
reales", agregó.
Inspiré hondo y le descerrajé algo que
me burbujeaba en la garganta:
-¿Qué opinas, ya con el paso de los
años, sobre El otoño del patriarca?
-Prefiero callarme... Es barroca,
experimental. Estaba presionado por el éxito de Cien años de soledad.
Por eso abandoné el preciosismo enseguida y volví a la fluidez con Crónica
de una muerte anunciada.
Lo miré a los ojos.
-Gabo, esta noche asistirás como
invitado de honor al agasajo que le hacen a Raúl Alfonsín. Un verdadero
demócrata. ¿No tuviste en cuenta a Fidel Castro al escribir El otoño??
Amas la democracia, admiras a Alfonsín, pero...
-Fidel es un emblema.
-Pero no de la democracia.
-De la revolución.
Entonces, le recordé una anécdota que
cuenta su amigo Plinio Apuleyo Mendoza. Viajaban juntos en un auto destartalado
por las tristes rutas de Alemania oriental y Gabo se durmió. De súbito, al
saltar en un bache, pegó un grito. "¡Qué pasa!", se sorprendió
Plinio. "Tuve una pesadilla", murmuró Gabo mientras se restregaba las
órbitas con furia. "¿Qué pesadilla?" "¡Horrible, horrible!
-exclamó Gabo-. ¡Que el socialismo no funciona!"
-Sí, tuve esa pesadilla. Pero fue una
pesadilla. Amo a Fidel. Y Mercedes lo ama más aún.
Preferí cambiar de tema. Quizás
advirtió que lo contemplaba como a un profeta. En El otoño del patriarca
no sólo había ridiculizado, llorado, disecado y enterrado a muchos horribles
dictadores del pasado y el presente, sino que había profetizado a quien sería
el más longevo y trascendental de todos. Lo pintó antes de ver su decadencia,
con los ojos privilegiados de quien perfora las nieblas del futuro.
-Me parece que más que Fidel Castro,
te subyuga el poder que tiene. El poder es un motor que ningún gran novelista
ignora.
Me tendió la mano y luego nos
estrechamos en un abrazo. Quiso la biología que muriera antes el autor y lo sobreviviera
el personaje, como pasa con los genios. Ahí está, atrofiándose, el ruinoso
patriarca que García Márquez describió hace casi medio siglo con un lenguaje
que envidiaría Góngora: encerrado entre sus recuerdos poblados de las aventuras
que jalonan una revolución tan ingenua como criminal.
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