Fernando Mires 09 de mayo de 2014
Conviene diferenciar: Una doctrina en
política internacional no es un programa. Es más bien una guía destinada a
orientar la acción de un estado de acuerdo al lugar que ese estado considera
debe corresponderle en el mundo. Un programa en cambio tiene que ver con las
tareas que ese estado se plantea para implementar su doctrina.
En el caso de la Rusia de Putin la
doctrina dice que Rusia es una potencia mundial y para conservar ese sitial no
puede dejar jamás de ser una potencia regional.
Rusia se considera, efectivamente, eje
de la unión euroasiática heredada de dos imperios, el zarista y el soviético.
Solo así se explica la brutalidad que ha mostrado Putin al defender piezas geopolíticas
que corresponden a lo que él imagina es el “espacio vital” ruso. Brutalmente
actuó en Chechenia, en Georgia y hoy lo hace, valiéndose del –por el Kremlim
dirigido- “movimiento separatista” de Ucrania. Naturalmente, Putin, político
experimentado, realiza de vez en cuando “concesiones”. Una de esas fue su
aprobación a las elecciones del 25 de Mayo en Ucrania.
Pero nadie debe engañarse: la anexión
de Crimea, y después los apoderamientos de las regiones de Donetsk y Lugansk,
son pasos destinados a practicar la política del “salami” (Joschka Fischer) es
decir, a cortar en rebanadas (cantonizar) a Ucrania para después apoderarse del país y erigir un
gobierno al gusto de Moscú.
En más de algún punto la actual
política de Rusia es similar a la que practicaban los EE UU en América Latina
durante la Guerra Fría. Imaginemos a modo de ejemplo que en México y no en Cuba
hubiese triunfado una revolución pro-soviética. Y bien, México, por su tamaño y
al limitar con los EE UU, habría sido un equivalente a lo que hoy es Ucrania
para Rusia y los EE UU habrían actuado del mismo modo como hoy procede Rusia
frente a Ucrania.
Mas, la Guerra Fría era guerra y en
diversas regiones, muy caliente. El problema es que esa guerra ha terminado
para todos menos para Rusia, es decir, mientras los EE UU, la EU y China
intentan ser potencias globales, Rusia continúa en su decimonónico propósito de
ser una potencia territorial.
No hay ninguna duda de que el gran
derrotado de la Guerra Fría fue Rusia. No solo perdió a las antiguas repúblicas
soviéticas. La mayoría de las naciones de la ex Europa comunista pasó a formar
parte del bloque militar occidental: Hungría, Polonia, La República Checa,
fueron las primeras en ingresar a la NATO (1999). Las siguieron Bulgaria,
Rumania, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia y Lituania (2004). Finalmente
lo hicieron Croacia y Albania (2009). Ucrania, ante el espanto de Putin,
solicitó ingresar en 2008 ingreso que –quizás gracias a Dios- le fue negado por
la EU. En el Sudeste Asiático, Rusia perdió sus posiciones político-militares:
Vietnam, Laos y Camboya se alinearon en torno a China. En el Oriente Medio,
otro de sus antiguos bastiones, solo le queda Siria a la que Rusia, al armar
hasta los dientes, colaboró a destruir. Sus más incondicionales aliados, Husein
y Gadafi se fueron al otro mundo dejando dos naciones hechas pedazos. En Egipto
los generales golpistas son fieles aliados de los EE UU. Los monjes de Irán, a
su vez, se dieron cuenta de que Putin podía servirles como socio por un muy
limitado periodo, pero a la hora de modernizar la economía miran hacia China y
a los EE UU. No olvidemos que el conflicto de Rusia con Azerbaiyán sigue
latente y Putin sabe que llegado el momento de elegir, los shiíes de Irán
apoyarán a los de Azerbaiyán. En suma: Rusia está muy aislada. Y no hay nada
más peligroso para la paz que una Rusia aislada.
Quizás entendiendo a Putin, la mayoría
de las naciones europeas (la EU ya subvenciona a muchas economías nacionales en
ruinas) y los EE UU, estarían, bajo determinadas condiciones, dispuestos a
abandonar a Ucrania a su suerte. No obstante, hay problemas que lo impiden.
Uno reside en el hecho de que la
mayoría de la ciudadanía ucraniana no desea seguir sometida al imperio ruso.
Eso quiere decir que bajo una dominación rusa las tensiones políticas no solo
continuarán en Ucrania; además serán agudizadas. Tampoco podemos olvidar que en
caso de una entrega de Ucrania a Rusia (es lo que habría hecho Kissinger)
algunas naciones europeas se sentirán muy amenazadas. Los países bálticos y
Polonia tienen motivos suficientes para desconfiar de Putin. Europa, en ese
caso, no podría dejar de ser solidaria con sus propias naciones.
Putin tampoco colabora mucho para
bajar el nivel de las tensiones. Todo lo contrario. En el último periodo cultiva
una ideología que ya no pertenece a la modernidad, como fue incluso la del
socialismo en el siglo XX. En ese
sentido Rusia experimenta una regresión. Pues de acuerdo a la nueva-antigua
ideología, Putin aparece hoy como representante de tres principios
tradicionales enraizados en “el alma rusa”: el nacionalismo pan-eslavista, la
religión ortodoxa y el militarismo.
Visto desde esa perspectiva, la Serbia
de Milocevic –la que aún bajo Yelzin
contó siempre con el apoyo de Rusia- no habría sido un simple accidente, sino
un fenómeno precursor del putinismo. Como Milocevic ayer, Putin cree en una
comunidad histórica eslava. A ello agrega Putin el re- descubrimiento de la
religión. Hoy por ejemplo vemos desde la TV al ex ateo persignarse con profunda
devoción. Razón para temer pues en la iglesia ortodoxa rusa se encuentran los
elementos más reaccionarios de la cristiandad mundial. La persecución a los
homosexuales y las amenazas a la población musulmana (Putin textual: “Rusia no
necesita del Islam”) caben perfectamente dentro de la visión étnica-eslavófila
y religiosa-ortodoxa que alienta el régimen. Para completar el cuadro, Putin se
encuentra rodeado de generales que sueñan con antiguas glorias, cuando el
ejército ruso, así creen ellos, era el mejor dotado del mundo.
Si se piensa que en 1914 estalló una
guerra mundial como consecuencia de la irracionalidad de diversos gobernantes,
entre ellos la del zar Nicolás ll, no hay ninguna razón en el 2014 para
sentirse demasiado seguro frente al zar Vladímir.
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