Álvaro Vargas Llosa DOMINGO
11 DE MAYO DE 2014
La gira del canciller ruso, Sergei
Lavrov, por cuatro países latinoamericanos -Cuba, Nicaragua, Chile y Perú- ha
despertado inquietud en los profesionales de la inquietud, es decir los
funcionarios gubernamentales, burócratas internacionales y observadores
sensacionalistas cuya función es darles a las cosas más importancia de la que
tienen. Lo que no quiere decir que no haya sido una visita significativa. Para
Rusia -claro-, no para América Latina.
El enviado de Putin pretendía
descolocar al gobierno estadounidense y a sus aliados europeos en el momento
mismo en que intensifican la crítica -y las sanciones- contra Moscú y enviar a sus amigos antioccidentales el
mensaje de que su gobierno no está aislado. El efecto lo consiguió, sobre todo
en la medida en que Perú y Chile habían votado en la Asamblea General de la ONU
a favor de la resolución presentada por Ucrania para denunciar la anexión rusa
de Crimea. En la medida en que no hubo el menor reproche por lo que está
haciendo Moscú en el este de Ucrania -acaso la antesala de una invasión abierta
o encubierta-, Lavrov pudo reforzar en su “base” política dentro y fuera de
Rusia la idea de que la proyección mundial rusa no ha disminuido sino al
contrario. Se confirma la habilidad del putinismo en el plano internacional
(otra confirmación: la finta reciente de Putin, después de hacer Ucrania
ingobernable, pidiendo al este ucraniano postergar su referendo independentista).
América Latina no tiene, por ahora,
mucho que ganar. El comercio es pequeño (en el caso chileno, apenas algo más de
400 millones de dólares) y las inversiones, mínimas. Es cierto que Rusia vende
armas a algunos países, pero no vino a la región para eso. Tampoco ha habido
avance alguno en la pretensión de lograr que los gobiernos latinoamericanos
establezcan relaciones diplomáticas y políticas intensas con los miembros del
club euroasiático controlado por Moscú (la “Unión Aduanera”) a cambio de un
tratado comercial con ese bloque que conforman también Kazajstán y Bielorrusia.
En cuanto a las bases militares
latinoamericanas con que alguna vez soñó Rusia, lo que ha habido más bien es un
retroceso. Sigue abierta, en cambio, la posibilidad de que algunos gobiernos
permitan a sus barcos y bombarderos repostar en puertos y bases aéreas
latinoamericanas. Se trata, sin embargo, de los sospechosos habituales -Cuba,
Venezuela, Nicaragua-, lo que no impresionará a nadie.
Nada de esto importa mucho ahora. Rusia
utiliza a América Latina y América Latina se deja utilizar para lo que es una
mera operación propagandística. Los gobiernos más serios hubieran podido
ponerse de acuerdo para decirle a Lavrov: lo recibiremos, pero en otro momento,
no ahora que su jefe encarna ante los ojos de la comunidad civilizada la
negación del derecho internacional. Nada de eso hubiera comprometido lo poco
que Rusia puede ofrecer a la región porque si alguien no está -y lo estará
mucho menos en el futuro- en condiciones de ningunear la posibilidad de hacer
negocios con terceros es, precisamente, Rusia.
En última instancia, América Latina
pesa poco en términos políticos y diplomáticos en la comunidad internacional, a
diferencia de lo que sucede en el campo económico, donde juega un rol cada vez
más visible (ha pasado de representar 6% del producto mundial a más de 8% y
capta casi 300 mil millones de dólares al año en inversión extranjera). O al
menos lo jugaba hasta que los países emergentes empezaron a despintarse un poco
en el nuevo contexto de desaceleración paulatina.
Quizá ha llegado la hora de
pleantearse si uno de los factores que impide una proyección diplomática más
gravitante de esta región del mundo no es que de tanto en tanto gente como
Putin nos vea como peones de su ajedrez geopolítico.
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