Luis Ugalde 12 de junio de 2015
Monseñor Romero era callado y tímido.
Fue asesinado porque su voz se volvió libre, convertida en palabra de Dios que
sale en defensa de los débiles, de los atropellados, de los campesinos
ninguneados, para cuya vida digna no había lugar en El Salvador, ese pequeño
país apropiado en exclusiva por un puñado de familias. Fueron bloqueados
repetidamente los caminos democráticos y de paz hacia una vida digna para
todos; fracasaron los intentos de desmilitarizar el gobierno y estalló la
guerra para resolver el problema a sangre y fuego.
Monseñor Romero era un hombre de Dios,
un arzobispo deseoso de que el gobierno resolviera los problemas; pero
dolorosamente fue descubriendo que desde el poder se habían decidido a resolver
el conflicto social con balas y represión. Veían como delito el ser miembro de
las comunidades cristianas de base. A los catequistas de los pobres y a los
pastores de los campesinos los fueron asesinando, hasta que acribillaron al
padre Rutilio Grande, sj, el amigo y confidente espiritual de Romero, junto con
dos campesinos que compartían su labor apostólica.
Rutilio y otros fueron mártires que
dieron su vida por la fe en Jesús, que es inseparable del amor y de la
justicia. Al no querer hacer justicia, el gobierno se fue convirtiendo en
delincuente negador de la vida.
Romero, como Jesús, en la oración se
sintió llamado a hablar con la verdad y la fuerza de Dios y a convertirse en
voz de los campesinos sin poder. Como el joven Jeremías, Romero sintió que Dios
lo llamaba a hablar con palabras de fuego y, como el profeta, se resistió y le
dijo a Dios que buscara a otro, pues él no sabía hablar (Jeremías 1,6); pero
Dios le respondió: “No les tengas miedo, que estoy contigo”, “mira he puesto
mis palabras en tu boca” (1, 8 y 9). De repente, la voz de Romero se hizo
fuerte, poderosa, libre e indetenible.
Cada domingo retumbaba por la radio para
anunciar la paz y denunciar la guerra y los atropellos y, se escuchaba con
esperanza en todo el país por cientos de miles, trascendiendo, incluso, las
fronteras. Hasta que un día hizo un llamamiento directo a los hombres del ejército,
guardia nacional y policía: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden
contra la Ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Queremos que
el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con
tanta sangre (…) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo
cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les
ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.
Estas palabras fueron su sentencia de
muerte y Romero estaba dispuesto a dar la vida, porque aprendió de Jesús que
nadie tiene más amor que el que da la vida y que quien la da por amor no la
pierde, sino que la encuentra en la plenitud del Amor de Dios. Eso fue el 23 de
marzo de 1980. Al día siguiente celebraba la misa en su capilla habitual y leía
el evangelio del día: “Les aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no
muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.”. (Juan 12, 24). Y comentaba:
“Acaban de escuchar en el Evangelio de Cristo que no es necesario amarse tanto
a sí mismo y que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la
historia nos exige, y, que el que quiera apartar de sí el peligro, perderá su
vida. En cambio, el que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás,
este vivirá como el granito de trigo que muere, pero aparentemente muere (…)
Esta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. Sabemos que todo
esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa
injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que
Dios exige”.
Poco después, un disparo al corazón
desde la puerta de la iglesia le quitó la vida en medio de la celebración
eucarística. Hoy, de ese trigo que parecía morir, nace la espiga abundante del
beato Oscar Arnulfo Romero. Su primer y más grande milagro ha sido unir a la Iglesia
de El Salvador, derribar las sospechas y prejuicios políticos contra él en el
propio Vaticano, que impedían ver que hablaba como obispo desde el Amor de
Dios, que se levanta para defender la vida del pobre y del excluido.
Cuánta falta nos hace en Venezuela la
fuerza del espíritu fuerte, del Amor de Dios que afirma a los débiles por
encima de las armas, del poder y de la riqueza. ¡Beato Romero, ruega por
nosotros, para que seamos capaces de defendernos como pueblo maltratado y
democracia pisoteada y caminemos juntos hacia la reconstrucción reconciliada!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico