Por Alexander Cambero, 22/09/2015
Chile parece una delgada línea longitudinal en el vasto territorio
sudamericano. Acaricia las cordilleras andinas que elevan su pensamiento en el
corolario del saber; la cruzan desafiantes travesías que se sumergen en
desiertos implacables. Un faro de luz inextinguible llenó su alma con la
sabiduría de un venezolano excepcional: don Andrés Bello. Redactor de su Código
Civil, Senador por Santiago durante décadas. Fundador de la magnánima
Universidad de Chile, siendo su primer rector.
Además creador de la gramática castellana, redactada desde los pueblos
emancipados por los héroes de a caballo. Su esfuerzo lingüístico hizo posible
que este eminente filólogo lograse fomentar el idioma español, rodeándolo de
elementos fundamentales para sostener a la lengua madre. Con la imprenta del
ingenio patrimonial americano sobre sus espaldas; España conoció una lengua que
creció en lejanas riberas tan distintas a su cuna. El dialecto románico nacido
en Castilla la Vieja, del que tuvo su origen el idioma, obtiene con el eximio
maestro un gran resplandor. Los pueblos morenos se descubrieron también en el
vocablo que los unía. Rasgó su privilegiada pluma para dibujarnos por dentro.
Pintoresco viaje de rudas vivencias frente al legado del historicismo.
Chile corrió el riesgo de ver enlodada su primigenia cordillera. El
régimen pretendía convertir en cónsul de Venezuela en la nación austral a la
juez Susana Barreiros. La sola idea era afrentar el recuerdo de don Andrés
Bello. Una deshonesta e impresentable magistrado de las sórdidas noches, quien
abofeteó el estado de derecho, que cambió denunciar a sus violadores por tener
dinero, era la opción del gobierno para representarnos allá. Era tan grotesca
la posibilidad, que nuestro respeto en suelo chileno hubiese descendido hasta
la cloaca en donde se amanceban las bajas pasiones. Sería llenar el corazón del
hermano latinoamericano con el veneno de la mentira que representa la señora
carente de principios. Semejante ejemplar que libera narcotraficantes y condena
a inocentes como a Leopoldo López alcanza el más absoluto rechazo del mundo.
Sus actuaciones no son dignas para representar a un país que tiene con Chile
lazos históricos indisolubles.
Cuando la dictadura de Augusto Pinochet apretó la garganta de la
democracia en el país austral muchísimos de sus hijos vinieron a nuestra
nación; aquí consiguieron el respaldo de los venezolanos. Eran perseguidos por
un régimen feroz que transformó a Chile en un horror con desaparecidos y la
permanente conculcación de cualquier asomo de libertad individual y colectiva.
Ese encuentro de dos pueblos en la fría calamidad del desamparo, o en la
enervante felicidad de sus dichosos momentos jamás permitiría que una persona
de dudosa reputación como la juez Susana Barreiros, se instalara en su digno
suelo. Un tsunami retumbaría en los huesos de don Andrés Bello en el Cementerio
General de Santiago. Demasiada indignidad para abofetear su recuerdo imperecedero.
La juez Susana Barreiros merece estar ocupando un cargo en algún estado
totalitario. De esos en donde el individuo solo tiene derecho a sufrir. Solo
que ella anhela un paraíso en donde pueda disfrutar a sus anchas con el pago
recibido. Sabe que al condenar a Leopoldo López, de manera ruin e indecorosa,
su mancha profesional le cerrará todas las puertas del mundo decente. Ese día
entró al presidio de sus propios demonios; los gruesos barrotes de la
conciencia siempre la atormentarán en cada paso. La podredumbre de su mundo
judicial de intrigas es el estigma en la frente de la inefable juez.
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