Por Andrea Tosta
Por la gran cantidad de
usuarios, los prejuicios y malas conductas resucitan. Como los muertos
vivientes, deambulan la grosería y el irrespeto. Música alta, robos e incluso
tiros se han escuchado en el cementerio de mejor estado en Caracas. Ante los
ojos de Dios y de la empresa todos los visitantes son aceptados, siempre y
cuando cumplan las normas y los 10 mandamientos
Además de la impotencia,
tristeza y desesperanza que inevitablemente se perciben en cada rincón del
Cementerio del Este, la tensión también era casi palpable ese fin de semana de
mayo en sus capillas funerarias. Cerca de 50 personas desentonaban entre las
ropas sobrias y los modales recatados de quienes asistían a los demás velorios.
Sus vestimentas informales y no necesariamente negras, cascos de motorizados,
lentes de sol polarizados y decenas de ojos —que registraban hasta el mínimo
movimiento— acompañaban el sepelio ubicado en la primera sala a la izquierda de
aquel espacio plañidero.
El cementerio, como debe
ser, recibe a todo el mundo. La gerente de servicios, Livia Martínez Figuera,
aclara: “Somos una empresa privada que brinda un servicio público. Nosotros le
ofrecemos cristiana sepultura a quien venga a nosotros”. Ante Dios y la
empresa, todas las clases sociales son bienvenidas al camposanto actualmente en
mejor estado de la capital, a pesar de los prejuicios.
El Cementerio del Este,
ubicado en La Guairita, municipio El Hatillo, abre las puertas del cielo a sus
distintos usuarios con abiertas contradicciones. Una vez superadas las ventas
de cocadas, pastelitos, productos regulados y coronas de flores a la vera de
camino central, un cartel grande y descolorido muestra restricciones en desuso.
La prohibición de motos por
medio de símbolos universales perdió valor cuando a menos de 200 metros de la
valla se habilitó un estacionamiento para motorizados, dentro y fuera del
lugar. “La demanda actual lo requería”, explica Martínez Figuera, quien ha
visto evolucionar el recinto en sus diez años como empleada. Tampoco se
restringe el acceso de jeeps, pickups, ni autobuses que trasladan a los
visitantes hasta parcelas y funerarias. La congestión vehicular es perceptible
en las agostas vías. “Nosotros no impedimos el paso siempre y cuando se
cumplan las reglas. Somos una empresa muy protocolar. Procuramos que todos
guarden la compostura en resguardo de las demás personas que también están
despidiendo a su difunto”.
Guardar silencio y no tocar
corneta —restricciones plasmadas en el mismo cartel de la entrada— solo lo
cumplen los vigilantes presentes. Letras de canciones de reguetón y salsa
erótica escapan de las pequeñas ventanas de las Encava mientras regresan de las
terrazas inferiores. Incluso se cuela uno que otro “¡Viva Chávez!”, tímido pero
auditivo, profesado a quienes portan cara de “escuálido” y llevan su procesión
por dentro.
La música no solo se escapa
de los automóviles. Retumba con mayor vigor cuando los vigilantes no custodian
la zona. Evelia Zerpa (66) presenció cómo canciones de salsa rugían de la
maleta de un pequeño carro estacionado en las terrazas inferiores H e I.“Ellos
estaban cerca del carro, hablando muy tranquilos y fumando sobre la tumba. Lo
que les faltó fue la caña”, narra indignada. No consiguió a quién reclamarle en
todo el área cercana.
Conductas inapropiadas y las
de no ciudadanía se han apoderado poco a poco de este camposanto donde reposan
los restos de personalidades como el músico Simón Díaz y el expresidente Carlos
Andrés Pérez. Hombres y mujeres acostados y sentados con celulares sobre las
parcelas, niños corriendo indiscriminadamente, bullicios in crescendo en
las capillas principales. El supervisor de seguridad Alberto González asegura
que se enfrenta a ello a diario con “un equipo de veinte personas, dos machitos
y dos motos”. Recorre, junto a la pequeña tropa de buenos modales, las 170
hectáreas del recinto.
Siempre puede ser peor al
Sur
Si se compara al Cementerio
del Este con el Cementerio
General del Sur, se comprueba que la situación puede ser siempre peor. Los
usuarios y empleados del primero aún atesoran la civilidad aparentemente
perdida. Su homólogo en el Municipio Libertador se desangra: lápidas rotas y
ataúdes abiertos, cicatrices de la barbarie; inhumaciones legalmente no
permitidas, profanaciones de cadáveres lo mismo que de la fe. La panorámica, al
contrastarse con las parcelas del este, con sus ornamentadas lápidas y grama
adornada con flores, en su mayoría, da la respuesta del porqué los caraqueños
están enterrando a sus muertos en La Guairita. Ni hablar de los denunciados
ataques de santeros y paleros a las sepulturas en la famosa necrópolis que
Antonio Guzmán Blanco fundó en 1976.
Sin embargo, entre los
usuarios, es casi un hecho su vulnerabilidad a pesar de las medidas
preventivas. “No es ningún secreto que en la noche nadie se queda porque la
inseguridad hace estragos. Nadie se responsabiliza por la gente. Uno ya no se
puede quedar muy tarde acá”, afirma Jorge Tomé, de 66 años. La soledad en las
terrazas ubicadas al norte es motivo de alerta para quienes las frecuentan.
“Hace un mes, mi mamá y yo visitamos la tumba de mi abuela y nos asustó
muchísimo porque no había vigilantes por ninguna parte. En un momento nos
perdimos y tampoco había nadie a quien preguntar. Teníamos miedo y eran apenas
las dos de la tarde”, cuenta la joven María Lucía Vera.
La inseguridad es la primera
de las preocupaciones de González. “Los casos de robos que se han dado acá son
por descuido. Alguien que dejó la maleta del carro abierta, por ejemplo. Nunca
he visto un robo a mano armada”, asegura. Sí ha escuchado hasta dos tiros al
aire en ceremonias en lo que acumula de carrera como supervisor en el
Cementerio del Este: “Tuvimos que retirarnos cuando escuchamos las detonaciones
y llamar a la policía de El Hatillo. Nosotros no estamos armados, no
podemos arriesgar nuestra vida sin tener cómo defendernos. En parte, gracias a
Dios, porque si no puede venir cualquier malandro y nos roba las armas”.
Con el fin de mantener la
tranquilidad, los vigilantes se preparan antes y durante el velorio, entierro o
cremación de cualquier difunto cuyos dolientes provengan de las barriadas
caraqueñas. El supervisor de seguridad indica: “A la gente de las zonas
populares le gusta despedirse de su muerto como vivía: con música, alcohol,
fiesta. Eso no lo pueden hacer aquí y nosotros se lo explicamos antes de la
ceremonia”. “De ser necesario, el familiar directo del fallecido debe firmar
una cartilla de buena conducta que asegure el cumplimiento de las normas del
cementerio”, explica. A pesar de las previsiones tomadas, en sus casi cuatro
años de experiencia ha presenciado cómo los participantes del acto no cumplen
con lo acordado en siete de cada diez casos.
El costo de la muerte
El mismo despliegue de
clases sociales visto en las capillas funerarias ocupa los puestos de la sala
de espera del edificio administrativo, donde se realizan los pagos de los
sepelios. “Cada vez son más las familias que atendemos y más jóvenes los
fallecidos. Es bastante triste. Estamos llenos de mañana a tarde”, comenta una
de las nueve empleadas. La gerente de servicios del cementerio apunta que a
diario atienden cerca de 60 familias en todo el cementerio, que escogen
prácticamente de forma igualitaria entierros y cremaciones, siendo las últimas
más accesibles con un costo de 43.400 bolívares. Los nichos, columbarios y los
llamados cenizarios dejaron de ser populares y están en su mayoría copados. En
aquellos suelos orientales de Caracas, una parcela en la que caben dos personas
está valorada en 255.000 bolívares, su respectivo proceso de inhumación se
encuentra en 22.400 bolívares. Si se suma la lápida para la fosa, que se
encuentra en 44.800 bolívares, la cristiana sepultura de un mortal alcanza
los 322.200 bolívares —21 sueldos mínimos de acuerdo con el nuevo aumento
efectuado el pasado primero de mayo.
Con caras desdibujadas, pero
atentas, los familiares esperan el llamado de las trabajadoras con copia de la
cédula del fallecido y su certificado de defunción en mano. Les garantiza un
cupo por ser considerada una “emergencia”. La empresa no acepta pagos por
anticipado al deceso desde hace un año. “Se adoptó la medida para que todos
tengan derecho a recibir su sepultura cuando sea el momento para ello. No
podemos permitir que venga alguien y compre un lote de parcelas y deje a los
demás sin espacio existiendo la necesidad”, argumenta Martínez Figuera.
Sorprende que un espacio
verde no haya sido convertido en parcelas en aquellos predios. Incluso, la
redoma de la vía vehicular principal está copada de fosas. Salvo el campo
principal que data de finales de los 60 y corresponde a los inicios. No hay
caminerías entre las sepulturas, dispuestas una al lado de la otra. “La
decisión correspondió a la también acelerada demanda”, explica Martínez
Figuera. Cada metro de tierra contaba y sigue contando.
Los rumores de que el
cementerio ha llegado a su límite de capacidad se acrecientan. El recurrente
bisbiseo “quedan pocas parcelas” se escucha desde los cubículos de atención al
público en la administración. No obstante, la actual construcción de las
terrazas 22 A —con una capacidad que oscila entre 12 y 14 mil parcelas— y 22 B
—con dos mil parcelas— los desmienten.
El movimiento de los tractores que aplanan
la tierra acompasan los llantos de los familiares. La gerente de servicios
corrobora que “es mentira que acá se van a acabar las parcelas. No sabemos
cuánto nos durarán, pero los dueños han pensado a futuro con este proyecto
desde siempre. Ellos apuestan al país”. Y a rezar el novenario.
23-05-16
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