Entierro de Yohangel Márquez, policía de 33 años asesinado por un delincuente en Miranda. |
Cristina Marcano 24 de mayo de 2016
“La vía recta estaba perdida”.
Dante, Divina comedia
1
El
momento en que tu mirada tropieza por primera vez con un fusil a la entrada de
un supermercado es inolvidable. Estás desprevenida pensando en el almuerzo y,
de pronto, te sorprende ese largo cañón negro tan fuera de lugar. Mi primera
vez fue una mañana luminosa de 2012. Tal vez el soldado que exhibía el arma
también lo recuerda. Se le notaba incómodo, como si estuviera debutando en esa
misión. Había fruncido el ceño en un vano intento de endurecer su rostro
aniñado.
Lo
habían enviado allí para prevenir tumultos. Los clientes se alineaban en una
fila, como hormigas, para comprar el producto más común de nuestra dieta:
harina de maíz precocida para hacer arepas. Otro soldado, tan joven como él,
cuidaba la retaguardia en aquel enorme negocio ubicado frente a una de las
estaciones de metro más concurridas de Caracas.
Crucé
al parque del Este, un oasis de 82 hectáreas desde donde la vista del Ávila
–esa montaña tan verde y proporcionada al norte de Caracas– es tan espléndida
que te carga de energía y optimismo.
Una
hora después, al regresar, la cola era igual de larga, como si el tiempo se
hubiera detenido. Los soldados en el mismo lugar con la misma postura. La fila
del mismo tamaño mientras algunos clientes salían con su carga de cuatro kilos
de harina dentro de una bolsa plástica blanca. Entonces, aquello no era tan
común. Comenzaba a suceder esporádicamente.
Más
allá de la tensión política que nos agobia desde hace tanto, seguíamos llevando
una cotidianidad medianamente normal, dentro del estándar latinoamericano.
Nuestra principal preocupación era la violencia, esa hidra implacable que nos
tiene acorralados. El maná venezolano se vendía en casi 100 dólares por barril
y el 98% de los venezolanos comía tres veces al día, según la Organización de
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
Aquel
encuentro inesperado con el fusil en el mercado fue, sin embargo, un mal
presagio, el prólogo anticipado de un libro que estaba por escribirse. El
presidente Hugo Chávez había ganado su última reelección hacía un par de
semanas, pero perdía la batalla contra el cáncer. Todos sabíamos que estaba
muriendo. Como moriría pronto la fantasía petrolera. Asistíamos al fin de una
utopía.
2
Es
probable que haya hecho demasiado calor durante el Carnaval de 2014. O que los
uniformes de camuflaje fueran de ese poliéster que raspa la piel. O,
simplemente, que los niños de boina roja llevaran demasiado tiempo en la misma
postura, sobre la carroza repleta de globos rojos y fotos de cuando Chávez era
candidato presidencial. Lo cierto es que esos pequeños, disfrazados del héroe
de sus padres, se aburren mortalmente, ajenos a su rol en la construcción del mito.
El
desfile transcurre a ritmo de samba en el paseo de Los Próceres, frente al
mayor fuerte militar del país, y el ministro de Turismo celebra el operativo
vacacional –“la fiesta más chévere”–. El ambiente es de tensión, desafío y
miedo.
El
país lleva dos semanas en ebullición. El sonido de los fuegos artificiales se
confunde con el de las balas. El sol más radiante, con la bruma más oscura. Las
protestas contra la inseguridad, la inflación y la escasez, iniciadas por los
estudiantes y encabezadas por un sector de la oposición, están en apogeo. Hay
una dura batalla en varias ciudades. Y se multiplican –espontánea o
artificialmente– los agravios que nos dividen.
Mientras
se celebra en Los Próceres, no cesan de caer bombas lacrimógenas, balas y
golpes contra los manifestantes. Ni piedras ni cócteles molotov contra policías
y militares que llegan a las zonas de combate con tanques y motocicletas, a
veces acompañados de civiles. Hay calles bloqueadas por basura, palos y
llantas. La lista de heridos supera los 250. La de detenidos, el millar.
Todavía
no se termina de asentar la tierra en las tumbas de 18 víctimas. Jóvenes que
iban en primera fila o huían de la policía, universitarias de rostros borrados
por escopetas, policías y soldados baleados, algún mirón con pésima fortuna,
una embarazada desprevenida, conductores sorprendidos por barricadas. Gente que
estaba a favor o en contra del Gobierno, pero que nunca pensó que eso le
costaría la vida.
En un
día pasamos del Carnaval más largo y delirante que hayamos vivido a la
conmemoración del primer aniversario de la muerte del Comandante Supremo y
Eterno, con un programa de 10 días para
recordar al Cristo de los pobres. Así lo llama su heredero, el presidente
Nicolás Maduro.
La
lucha en las calles no se detiene y se prolonga durante varias semanas más.
Hasta sumar 43 muertos, más de 800 heridos, 3.351 detenidos y decenas de
denuncias de torturas. La Fiscalía admite 183 violaciones de derechos humanos y
166 de trato cruel. Por estos días, todo parece blanco y negro. Pero nada es
tan uniforme como algunos pretenden. Mientras un soldado golpea o dispara a
matar, otro te apunta con su fusil y te hace un guiño para que escapes
rápidamente.
¿Qué
tan peligrosa es esa bellísima liceísta que lleva la etiqueta de “estudiante
venezolana” sobre el corazón? ¿Qué tan feroz la agente de policía que humaniza
su caparazón antimotines pintando sus labios de cereza? ¿Cuáles son sus
antagonismos reales, sus diferencias insalvables? ¿Acaso las dos no comparten
ese estado de frustración y temor perenne en que vivimos todos a causa de los
grandes récords que ha alcanzado Venezuela? Nada menos que la inflación más
alta del mundo y la delincuencia más letal de Sudamérica.
3
Amarelis
López despierta en la oscuridad, enciende la lámpara y se viste rápidamente.
Hoy es su día. A las cuatro de la madrugada, cuando llega al supermercado,
otros cazadores esperan en el estacionamiento. La vista de un fusil ya no
sorprende a nadie. Forma parte del paisaje. La enfermera, de paciencia
evangélica, se dispone a esperar de pie el tiempo que sea necesario.
El
Gobierno ha establecido turnos, de acuerdo al último número del carné de
identidad, para la compra de 50 productos básicos que están subvencionados y
cuya distribución es controlada por los militares. Los viernes, por ejemplo, le
toca a quienes tienen documentos que terminan en 8 y en 9. Además, antes de
pagar, debes poner el dedo en una máquina captahuellas, como en la migración de
Estados Unidos, para confirmar que tú eres realmente tú.
Hacer
un mercado de productos básicos se ha vuelto una pesadilla, pero puedes comprar
fácilmente 453 variedades de vino, 28 de whisky escocés o 20 de champán si
tienes mucho dinero. O una mostaza de Dijon con confitura de naranja de La
Grande Épicerie de París.
Han
transcurrido tres años de la muerte de Chávez. Hay quienes llevan su rostro o
su firma tatuada en el cuerpo. El duelo no acaba. Sus fieles lo extrañan más
que nunca.
¿Quién
diría que debajo de esta superficie maltrecha donde la gente espera horas para
comprar harina, donde se roba la comida de los niños de una escuela primaria,
hay un verdadero océano de petróleo? Las mayores reservas del planeta Tierra:
296.500 millones de barriles. Y las cuartas de gas. Minas de oro suficientes
para que incluso las Fuerzas Armadas exploten una parte. Y diamantes y coltán.
Somos
una amarga paradoja: el país rico más pobre del mundo. Cegado por esa fortuna
que nos cayó del cielo, creyendo siempre que las vacas gordas son eternas. El
boom se desinfló. La lluvia de petrodólares ha cesado. Otra vez. Como en los
años ochenta, cuando un presidente asumió el poder advirtiendo que recibía “un
país hipotecado”. Estamos tan arruinados que da coraje. En la peor bancarrota
que hayamos vivido jamás.
Los
ingresos –96 de cada 100 dólares provienen de la exportación de crudo– ya no
alcanzan para seguir importando el 70% de lo que comemos, la gran mayoría de
las medicinas y mil cosas más. Hemos pasado de la abundancia a la tragedia de
tener que vagar de comercio en comercio olfateando alguna presa, de salir de la
farmacia con un nudo en la garganta y las manos vacías.
Cinco
horas después de haber llegado, Amarelis sale, molesta, con dos kilos de leche
en polvo. No más. El viernes pasado no consiguió nada regulado. “No tengo
arroz, ni harina, ni pan, ni café. Estamos desayunando con cazabe [galleta de
harina de yuca]. ¿Tú crees que eso es justo?”, exclama explosivamente, ajena a
las lecciones de su Jehová. Ya Él entenderá que su oveja lleva demasiados meses
en ese suplicio.
4
El
Gobierno atribuye la escasez y la inflación, que en 2015 llegó al récord
histórico de 180,9%, a una guerra económica del imperialismo. Y la oposición
responsabiliza al Gobierno. Pero ni las explicaciones más sesudas de los
economistas sirven de alivio a la mayoría de los 30 millones de venezolanos que
se empobrecen vertiginosamente.
Belkys
Márquez tiene 4 hijos, de entre 6 y 14 años. Trabaja de cajera en un banco. Es
de ese tipo de personas que siempre sonríe cuando habla. Salvo cuando cuenta,
con cierta vergüenza, que ya no puede cenar porque la comida no alcanza. Tres
de cada 10 venezolanos están en la misma dieta forzosa. El 13,4% come una vez
al día y solo el 53% puede hacer las tres comidas. Eso revela un sondeo
realizado por el Instituto Venezolano de Análisis de Datos (IVAD) en abril y
divulgado en la prensa local.
El
salario mínimo –que ha aumentado, por decreto, un 50% en lo que va de año–
resulta realmente mínimo comparado con la inflación de los alimentos: 254,43%
en un año (septiembre de 2014-septiembre de 2015), según el Banco Central.
Belkys gana 501,6 bolívares diarios más 664 de bono de alimentación: 1.165
bolívares diarios. Es lo que vale una arepa con queso en la calle. En total,
33.636 bolívares mensuales, unos 27 euros en el mercado negro.
Minúsculo
también frente al costo de la canasta alimentaria básica, que incluye 58
productos para una familia de cinco miembros, y en marzo pasado costaba 142.853
bolívares (más de cuatro veces su ingreso actual).
Ese
precio es inaccesible también para muchos profesionales de clase media,
médicos, abogados, ingenieros. El sueldo diario de un profesor universitario,
con doctorado en Columbia, equivale a tres cervezas.
En ocasiones,
Belkys ha tenido que recurrir a los bachaqueros, como llaman a los revendedores
en alusión al bachaco, una hormiga grande y voraz. Sobornando a quien
corresponda –militares, distribuidores, empleados–, compran productos regulados
y los venden hasta 40 veces más caros. Un kilo de arroz, de 25 bolívares a
1.040; uno de harina, de 19 a 800; un cartón de huevos (30 unidades), de 420
bolívares a 2.200. En cualquier fila, los reconoces enseguida. Van en grupo,
con aire amenazante, y están dispuestos a mostrarte una navaja si reclamas. Se
adelantan, entran antes y terminan comprando más que nadie. Los
bachaqueros venden su mercancía abiertamente en las aceras de zonas populares.
Algunos tienen, incluso, servicio a domicilio para la minoría que puede pagarlo.
La
gente está al límite. Arrecha –iracunda– es la palabra más escuchada. Y estalla
cada vez más a menudo. Sin importar que haya fusiles en el horizonte rompe la
fila, se hace masa en la puerta, embiste y entra pasando por encima de los
cristales rotos y de quien se interponga. En Semana Santa sucedió 21 veces. En
promedio, hubo tres saqueos diarios. Lo reportó el vicepresidente, Aristóbulo
Istúriz. Las protestas callejeras se multiplican. Por la escasez, por mejores
sueldos, por apagones, por falta de agua. El hastío se huele en cada esquina.
La exaltación mantiene a centenares de militares en la calle.
La
situación es tan extrema que el jefe del Ministerio de Alimentación, un general
del Ejército, recorre zonas populares con bolsas de alimentos (arroz, harina,
pasta, un pollo, aceite), encabezando un operativo de venta de comida casa por
casa. El Estado posee una red de 22.000 establecimientos de depósito,
distribución y expendio de productos. ¿Cuándo volveremos a hacer un mercado
normalmente?
5
En
Venezuela puedes encontrar a la gente más cálida y afectuosa. También, a los
criminales más fríos y despiadados. Y a seres que van mutando en ese caldo de
violencia e impunidad, tan inusual, tan nunca visto, en un Gobierno con una
presencia militar tan fuerte y extendida. Seres como quienes suben a Twitter
vídeos de ladrones en llamas, víctimas de las más macabras representaciones de
Fuenteovejuna. En los primeros cuatro meses del año ha habido 74 linchamientos,
en los que la mitad de los delincuentes murieron, según la Fiscalía. Un
promedio de 18 mensuales. Hartos de demandar seguridad y justicia, sin obtener
respuesta, entre el 60% y el 65% de la población aprueba la barbarie, de
acuerdo con un estudio del Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV).
Sobrevivimos
desde hace tanto con tanto miedo. En un estado de alerta permanente, con una
mirada estroboscópica. Enclaustrados detrás muros y cercos infinitos. Agobiados
por un enjambre de motociclistas anárquicos, sin poder distinguir cuáles están
armados y dispuestos a volarte los sesos si no les das tu móvil, la cartera o
el coche.
Somos
jugadores involuntarios de una tenebrosa lotería que cada media hora despacha a
alguien. Cada día a 52. Cada mes a 1.565. Una colina de 4.696 en el primer
trimestre de este año. Una montaña de 17.778 personas en 2015 (una tasa de 58,1
por cada 100.000 habitantes, según datos de la Fiscalía). O una cordillera de
27.875 venezolanos (90 por cada cien mil), según el OVV. Demasiados entierros y
cremaciones, miles de huérfanos, viudos, padres desolados.
Los
secuestros exprés van in crescendo y se han dolarizado con el hundimiento del
bolívar. Los raptores pueden tratarte bien o golpearte. Conformarse con lo que
llevas encima si te creen que tu familia está pelando, que apenas tiene para el
día a día. O lanzarte en la autopista como un perro y darte un tiro en una
nalga. Algunos tienen la cortesía de darte dinero para el taxi después de
cobrar el rescate. Otros te matan.
¿Qué
tipo de secuestradores son esos tres jóvenes enmascarados que posan altiva, y a
la vez dócilmente, ante la cámara? Uno de ellos le confía a la fotógrafa que no
vio otra opción para salir de la pobreza. Que, en realidad, no quieren hacerle
daño a nadie. Pero le explica: “Si te secuestrara y me trataras con respeto,
tomaríamos tu dinero y vivirías. Pero si no, tendría que matarte. No lo
pensaría dos veces”.
Me
pregunto si la pistola que empuña el del medio como una extensión de su mano
habrá pertenecido a algún policía asesinado para robarle el arma. Como Osmary
Tavare, de 27 años, muerta de un balazo en la cabeza mientras patrullaba en
bicicleta por el este de Caracas una bonita mañana de abril.
El año
pasado, 344 funcionarios de seguridad, 65 de ellos militares, fueron asesinados
para robarles las pistolas, según el registro de la ONG Fundepro. La cacería es
brutal. Los agentes son un blanco ambulante. Los delincuentes, que se agrupan
en bandas cada vez más grandes, se han vuelto tan osados que se atreven a
atacar cuarteles policiales con granadas.
Yohangel
Márquez, de 33 años, acabó en esa tumba donde una cruz se alza sobre una gruesa
alfombra de flores, rodeada de mujeres con sombrillas. Estaba de civil, en una
fiesta al aire libre, cuando un malandro lo reconoció y le vació el revólver en
el rostro. Márquez trabajaba en la policía del Estado Miranda. No es el primer
agente que ha visto caer el comisionado Rafael Graterol. En sus pupilas
apagadas parece haber ya demasiados funerales. En sus hombros caídos, más de
una batalla perdida.
He
oído a alguna gente preguntar cómo en un lugar tan descompuesto no pasa nada.
¿Acaso no sucede demasiado? ¿Esperan un estallido popular con muchos muertos,
como el caracazo de 1989? ¿Una guerra civil? ¿O tal vez otro golpe militar como
el de 1992, o como el de 2002, o como tantos de nuestro abultadísimo repertorio
histórico de aventuras y dictaduras militares?
En
esta contradicción de 912.000 kilómetros cuadrados, que ahora parece un túnel
sin final, ¿cuántos están realmente dispuestos a matarse? En esta herida de la
que han huido más de un millón de venezolanos en los últimos años, la enorme
mayoría libra una lucha conmovedora y sostenida por vivir y criar a sus hijos
en paz. Una lucha a ras de suelo, menos estridente pero mucho más admirable que
cualquier épica.
Ahí
está esa multitud de rostros sonrientes al sol. Con una esperanza a prueba de
fracasos. Como ese verso de Wislawa Szymborska que dice: “Mi fe es ciega,
fuerte y sin ningún fundamento”. Ahí está esa ropa blanca, imponiéndose al muro
carcomido. Esa ruleta electoral, que cada vez que gira, enmudece las trompetas
del Apocalipsis. Esa mano que apunta el camino más anhelado en este extravío
llamado Venezuela.
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