Papa Francisco 04 de junio de 2016
Decenas
de miles de peregrinos llenaron la plaza de San Pedro el miércoles para la
audiencia general semanal del Papa Francisco. El Santo Padre continuó su
catequesis para el Año Jubilar de la Misericordia y dijo que "la verdadera
oración nace de un corazón que se arrepiente de sus faltas y fallas".
"Si
Dios prefiere la humildad no es para desanimarnos: la humildad es más bien la
condición necesaria para ser ensalzados por Él, así poder experimentar la
misericordia que viene a colmar nuestros vacíos", también fue parte de lo
que expresó en esta Catequesis, la cual es la continuación de una serie
de catequesis sobre la misericordia en la Sagrada Escritura que el Papa
dedicará cada Miércoles. Su reflexión a continuación:
La
verdadera actitud para la oración justa
El miércoles
pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de
orar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es
la actitud justa para orar e invocar la misericordia del Padre: cómo se debe
orar. Una actitud justa para orar. Es la parábola del fariseo y del
publicano (Cfr. Lc 19,9-14).
Ambos
protagonistas suben al templo a orar, pero actúan de modos muy diferentes,
obteniendo resultados opuestos. El fariseo ora de pie, y usa muchas palabras.
La suya, si, es una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en
realidad es un alarde de sus propios méritos, con sentido de superioridad
hacia los demás hombres, calificándolos como ladrones, injustos y adúlteros,
como, por ejemplo – y señala a aquel otro que estaba ahí - "como ese
publicano".
La
mala actitud en la oración
Pero
precisamente aquí está el problema: aquel fariseo ora a Dios, pero en verdad
mira a sí mismo. ¡Ora para si mismo! En vez de tener
delante a sus ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de encontrarse en el
templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios;
está de pie, se siente seguro, ¡casi fuera él, el dueño del templo! Él
enumera las buenas obras cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más
de lo debido, ayuna dos veces por semana y paga la décima parte de todo aquello
que posee.
En
conclusión, más que orar, el fariseo se complace de la propia observancia de
los preceptos. Y además, su actitud y sus palabras están lejos del modo
de actuar y de hablar de Dios, quien ama a todos los hombres y no desprecia
a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores, también cuando señala al otro
que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo, descuida el
mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.
Examinar
el corazón
No
basta pues preguntarnos cuánto oramos, debemos tambiénexaminarnos cómo
oramos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante
examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la
arrogancia y la hipocresía. Pero, yo pregunto: ¿se puede orar con arrogancia?
No. ¿Se puede orar con hipocresía? No. Solamente, debemos orar ante Dios como
nosotros somos. Pero éste oraba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos
metidos en la agitación del ritmo cotidiano, muchas veces a merced de
sensaciones, desorientadas, confusas.
Es
necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón,
recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es ahí que Dios nos
encuentra y nos habla. Solamente a partir de ahí podemos nosotros encontrar a
los demás y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado hacia el templo, está
seguro de sí, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su corazón.
La
clave para que Dios escuche tu oración
El
publicano en cambio se presenta en el templo con ánimo humilde y
arrepentido: manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a
levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho. Su oración
es breve, no es tan larga como aquella del fariseo: "Dios mío, ten
piedad de mí, que soy un pecador". Nada más. "Oh Dios, ten piedad de
mí pecador". Bella oración, ¿eh? Podemos decirla tres veces, todos juntos.
Digámosla: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí
pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”.
De
hecho, los cobradores de impuestos – llamados justamente, publicanos – eran
considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran
mal vistos por la gente y generalmente asociados a los "pecadores". La
parábola enseña que se es justo o pecador no por la propia pertenencia
social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse
con los hermanos.
Los
gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano testimonian
su conciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial.
Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad.
Ser
mendigo de la misericordia de Dios
Si el
fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo
mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿eh? Mendigar la
misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el
corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos
nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final
justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente.
Jesús
concluye la parábola con una sentencia:
"Les
aseguro que este último – es decir, el publicano - volvió a su casa
justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y
el que se humilla será ensalzado" (v. 14).
Quien
juzga a los otros es un corrupto e hipócrita
De
estos dos, ¿Quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es
justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente logra
vanagloriarse de sí mismo delante de un espejo. Es un corrupto pero finge orar.
Así,
en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es
un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía
la oración, aleja a Dios y a los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para
desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser
ensalzados por Él, así poder experimentar la misericordia que viene a colmar
nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la
humildad del miserable lo abre.
La
debilidad de Dios
Dios
tiene una debilidad: la debilidad por los hombres. Delante a un corazón
humilde, Dios abre su corazón totalmente. Es esta humildad que la Virgen
María expresa en el cantico del Magníficat:
"Ha
mirado la humillación de su esclava. […] Su misericordia se extiende
de generación en generación sobre aquellos que lo temen" (Lc
1,48.50).
Que
María nos ayude, nuestra Madre, a orar con un corazón humilde. Y nosotros,
repitamos tres veces más, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí
pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí
pecador”. Gracias
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