Miguel Méndez Rodulfo 27 de febrero de 2017
La
educación, sin duda, es la actividad más importante de un país y vale cuánto
dinero se invierta en ella, sea en formación del maestro, como en
infraestructura, o en procesos y tecnología, porque al final hablamos de
creación del capital humano, el activo más importante de una nación. Venezuela
será lo que sus ciudadanos instruidos decidan que sea, de manera que formarlos
con base en valores, pero también con actitudes emprendedoras y sobre todo, con
habilidades cognitivas que sirvan para la resolución de problemas prácticos,
así como brindarles los conocimientos necesarios para afrontar las exigencias
laborales y hacerlos más creativos de manera de poder enfrentar con éxito los
retos del futuro, es un imperativo que no debe tener obstáculos. Una sociedad
educada promueve el desarrollo cultural, acepta la diversidad, se integra mejor
al mundo, tiene una mentalidad más abierta al cambio, favorece la evolución
social, promueve nuevos paradigmas políticos, es más proclive a entender las
tendencias hacia donde se enrumba el mundo y tiene una mayor sensibilidad a
preservar el planeta.
Por lo
tanto la educación, con sus derivaciones en ciencia y tecnología, es una
condición sine qua non para alcanzar el desarrollo. Somos de los que pensamos
que tiene un peso semejante o quizás mayor, que la economía o el petróleo,
cuando hablamos de los temas de progreso. Ahora bien, lo que se está
cuestionando últimamente, es lo decisivo de la educación en términos del
crecimiento económico; en efecto, la mayor escolaridad de la fuerza laboral del
mundo, alcanzada entre la década de los sesenta del siglo XX y el año 2010, se
multiplicó por 3, en tanto que la riqueza generada en ese mismo período se
multiplicó por 1,7. Países como México, Panamá y en general América Latina, han
invertido grandes recursos financieros en educación, sin poder acceder a los
niveles de desarrollo de los tigres asiáticos o de China. Esto revela que el
rendimiento de esa inversión ha sido bajo y que no basta con aumentar los años
de permanencia en la escuela, sino que el modelo educativo debe cambiar a uno
que privilegie el aprendizaje sobre la enseñanza, de manera que el alumno no
memorice contenidos sino que desarrolle habilidades de pensamiento para
resolver dificultades reales y ser más imaginativo.
En
esto último se ha basado hoy día la calidad del trabajador asiático; sin
embargo como la escuela no puede satisfacer todas las expectativas
empresariales, es la educación para el trabajo, impartida en los centros
laborales, recintos que tienen sus necesidades propias y que requieren diseñar
una formación práctica, la que permite a la mano de obra empleada ser altamente
productiva y eficiente. Al respecto Japón fue un innovador con la llamada
Teoría Z, un modelo de gestión empresarial nipona que permite planificar la
carrera de sus trabajadores, promoviendo la formación continua, enfocando las
habilidades de los empleados hacia las necesidades específicas de la compañía,
permitiendo a quienes laboran en ellas recorrer diferentes funciones y
departamentos y ofreciendo un proceso lento de evaluación y promoción, así como
un empleo a largo plazo. Aunque la crisis deflacionaria posterior de Japón,
puso en entredicho el trabajo de por vida, eso no demerita la calidad de la
formación para el trabajo y la cultura organizacional que apoya al trabajador.
Alemania por su parte, con su reconocida educación dual (para el trabajo), en
un magnífico ejemplo de formación de jóvenes tanto en lo académico como en lo
laboral, de lo valioso que es recibir una remuneración mientras dure la
formación y lo importante que es contar con un empleo al concluir la etapa
educativa. Lo que queda claro es que la escuela debe formar personas con
mejores habilidades, pero es la empresa la que debe impartir una formación
específica que permita a sus trabajadores ser productivos en el manejo de las
tareas, actividades y procesos que deban cumplir; esta es la vía para que los
países puedan crecer económicamente de forma sostenida.
Miguel
Méndez Rodulfo
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