Fernando Mires 24 de febrero de 2017
Frauke
Petri, líder de Alternativa por Alemania (DfU) -el partido ultraderechista
según los periodistas, populista según los sociólogos, fascista según quienes
nombramos a las cosas por su nombre- se encuentra de visita en Rusia.
En
Rusia, Petri –con quien ningún político quiere fotografiarse en Alemania- ha
recibido honores reservados solo a los más altos dignatarios. Hasta el momento
se ha entrevistado con diversos personeros de estado, entre ellos el Presidente
de la Duma (Parlamento) y estrecho colaborador de Putin, Vyacheslav Volodin, y
Vladimir Zhirinovsky, rabioso antisemita y presidente del partido “Democrático
Liberal” ruso.
La
visita de Petri a Moscú no es sorpresa. No ha hecho más que seguir los pasos de
Marine Le Pen, asidua visitante del Kremlin (y de la Torre Trump) columnista
del periódico oficialista Russia Today, declarada defensora de la política
internacional rusa y admiradora efusiva del hipernacionalismo anti-europeo
proclamado por el presidente Trump durante su campaña electoral.
Ni
Petri ni Le Pen son la excepción. Prácticamente todos los partidos racistas de
Europa son fervientes partidarios de Vladimir Putin de quien reciben –informan
los periódicos- apoyo monetario para las campañas electorales que libran en sus
respectivos países. Marine Le Pen a la vanguardia.
La
hábil Le Pen ha sabido retribuir los honores de Putin. En reciente entrevista
al periódico ruso Izvestia, prometió que si llega a la presidencia bregará por
el levantamiento de las sanciones a Rusia. Y luego pronunció palabras que deben
haber sido bombones para Putin: “Crimea pertenece a Rusia”. Que esas mismas
palabras violen el espíritu y la letra de las resoluciones de Minsk firmadas
por el propio gobierno ruso, la tiene sin cuidado.
Definitivamente:
el FN y la AfD son los partidos de Putin en Francia y Alemania del mismo modo
como en un pasado no muy lejano los comunistas europeos llegaron a ser los
partidos políticos de la URSS en sus respectivos países.
Vladimir
Putin sigue así, bajo otras formas, una de las líneas centrales del
estalinismo. Ha sabido construir sus caballos de Troya al interior de las
naciones europeas. La diferencia –puede que no sea gravitante- es que mientras los
caballos del estalinismo eran comunistas, los del putinismo son fascistas (o
para ser más precisos: neo-fascistas).
Entre
el internacionalismo de los comunistas y el de los neo-fascistas es imposible
hacer analogías (todas las analogías son falsas) pero sí –y eso es diferente-
es posible hacer paralelos. Y bien, los paralelos entre Stalin y Putin son más
que evidentes.
Putin,
igual que ayer Stalin, practica una política colonial con las repúblicas
vecinas, establece relaciones de clientela con las dictaduras del mundo
islámico (Turquía, Siria e Irán), extiende amenazas hacia Ucrania, y si los
europeos se dejan estar, pronto lo hará hacia los países bálticos y Polonia.
Con diversos gobiernos del mundo ha configurado alianzas políticas. En Europa
ya las mantiene con Hungría. Incluso Latinoamérica no es ajena a sus visiones.
De hecho cuenta allí con dos aliados incondicionales: las dictaduras de Castro
en Cuba y la de Maduro en Venezuela.
El
imperialismo de Putin –es la diferencia con el imperio chino de nuestros días-
no es en primera línea económico. Lo que une a Putin con las naciones que
controla, o donde ejerce influencia, es una relación ideológica: el desprecio
por la democracia occidental. Esa ideología tampoco se diferencia de la del
imperio estalinista.
Putin
hoy como Stalin ayer, es un declarado enemigo de la “sociedad abierta” y por lo
mismo de los valores políticos que representa la Europa moderna. En cierto
modo, como destacara una vez Rudi Dutschke, Stalin era el representante de un
“asiatismo despótico” practicado en nombre del marxismo. Algo parecido ocurre
con Putin.
Los
ideales que hoy acaricia el ex marxista Putin son los de la Madre Rusia, los de
la ultraconservadora confesión ortodoxa, los del familiarismo patriarcal, los
de la homofobia, los de la eurofobia y los de la xenofobia. Putin es así fiel
al anti-occidentalismo zarista y comunista. Su utopía, en lugar del comunismo,
es la del por él llamado, "mundo post-occidental". Su modelo político
reside en la fusión de un solo líder con el estado y con la nación. Son esos
–quizás está de más decirlo- los mismos ideales de los neo-fascistas europeos.
Esa es la razón por la cual los mal llamados nacionalistas son - aunque parezca
paradoja- muy internacionalistas entre sí. En todo caso mucho más que los
defensores de la Europa moderna. Han fundado en la práctica una quinta
internacional: esa es la internacional de los fachos.
Stalin
por cierto, agitó la lucha de clases, las del proletariado en contra de “la
burguesía”. En eso tampoco se diferencian demasiado putinistas y estalinistas.
En efecto, en todos los movimientos neo-fascistas (o putinistas) encontramos
dos constantes. La primera: lucha de clases hacia abajo: odio hacia los
extranjeros pobres. La segunda: lucha de clases hacia arriba: odio a las
“elites” políticas (“la progresía” en lugar de “la burguesía)
Los
neo-fascistas se han convertido en todos los lugares donde existen, en el
partido de los resentidos y miedosos sociales. Los extranjeros pobres son para
ellos el objeto elegido de un odio que en el fondo es hacia ellos mismos. Los
partidos neo-fascistas son sus portavoces. La Rusia de Putin es, como ayer la
URSS, la patria de la revolución, pero esta vez, no del proletariado, sino del
populacho enardecido, en fin, de la revolución anti-política de las masas
inorgánicas articuladas bajo gobiernos autocráticos y partidos racistas.
Frauke
Petri, líder de los neo-fascistas alemanes, se encuentra en Moscú. La noticia
apareció con letras muy pequeñas en los periódicos, como si la dama hubiera ido
de vacaciones a Las Baleares. En lugar de enfrentar a una mujer que en nombre
del nacionalismo más extremo viaja a recibir instrucciones (y con toda
seguridad, dinero) de un estado enemigo de la democracia occidental, los medios
y los políticos intentan minimizar el hecho. Grave error.
Quizás
cuando los políticos europeos entiendan que a la democracia no solo hay que
vivirla sino, además, defenderla, será demasiado tarde. Ayer EE UU tuvo que
proteger a Europa. Pero de los EE UU de Trump lo más que pueden esperar los
europeos son negocios. Y tal vez, para el estrafalario presidente, Europa ya no
es un buen negocio.
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